El problema de los costes externos y las economías externas

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Los derechos propiedad, al estar circunscritos por leyes y protegidos por tribunales y policía son el resultado de una larga evolución. Su historia es el registro de luchas en busca de la abolición de la propiedad privada. Una y otra vez, déspotas y movimientos populares han tratado de restringir los derechos de la propiedad privada o abolirla completamente. Es verdad que estos esfuerzos fracasaron. Pero han dejado trazas en las ideas que determinan la forma y definición legal de la propiedad. Los conceptos legales de propiedad no tienen completamente en cuenta la función social de la propiedad privada. Hay ciertas impropiedades e incongruencias que se reflejan en la determinación del fenómeno del mercado.

Desarrollado de forma consistente, el derecho de propiedad permitiría al propietario reclamar todas las ventajas que el empleo de los bienes pueden generar por un lado y le cargarán con todas las desventajas resultantes de su empleo por otro. Luego sólo el propietario sería completamente responsable del resultado. Al ocuparse de su propiedad tendría en cuenta todos los resultados esperados de su acción, lo que se consideren favorables y los que se consideren desfavorables. Pero si algunas de las consecuencias de su acción están fuera de la esfera de los beneficios que tiene derecho a obtener y de las pérdidas que se ponen en su debe, no se preocupará en su planificación de todos los efectos de su acción. Le serán indiferentes aquellos beneficios que no aumenten su propia satisfacción y cuyos costes no recaigan en él. Su conducta se desviará de la línea que habría seguido si las leyes se hubieran ajustado mejor a los objetivos económicos de la propiedad privada. Iniciará ciertos proyectos sólo porque las leyes le descargan de responsabilidad por algunos de los costes incurridos. Se abstendrá de otros proyectos meramente porque las leyes le impiden cosechar todas las ventajas derivadas.

Las leyes relativas a la responsabilidad y la indemnización por daños acusados eran y aún son en algunos aspectos deficientes. Por lo general, se acepta el principio de que todos son responsables de los daños que sus acciones hayan infligido en otra gente. Pero quedan agujeros que los legisladores tardan en rellenar. En algunos casos este retraso en intencionado, porque las imperfecciones están de acuerdo con los planes de las autoridades. Cuando en el pasado, en muchos países, los propietarios de fábricas y ferrocarriles no se les hizo responsables por los daños que la dirección de sus empresas infligieron a la propiedad y la salud de vecinos, clientes, empleados y otra gente por el humo, el hollín, el ruido, la contaminación del agua y los accidentes causados por equipos defectuosos o inapropiados, la idea era que no debería socavarse el progreso de la industrialización y el desarrollo de los medios de transporte.

La misma doctrina que promovían y siguen promoviendo muchos gobiernos para animar a la inversión en fábricas y ferrocarriles mediante subvenciones, desgravaciones fiscales, aranceles y créditos baratos funcionaba al aparecer un estado legal de cosas en que la responsabilidad de esas empresas se había abolido formal o prácticamente. Más tarde empezó a prevalecer la tendencia opuesta en muchos países y la responsabilidad de fabricantes y ferrocarriles aumento frente a las de otros ciudadanos y empresas. En este caso de nuevo funcionan los objetivos políticos. Los legisladores querían proteger a los pobres, los asalariados y los campesinos frente a los ricos empresarios y capitalistas.

Ya sea la omisión de responsabilidad de responsabilidad de algunos de los inconvenientes que genera su gestión de los asuntos el resultado de una política deliberada por parte de gobiernos y legisladores o sea un efecto inintencionado de la redacción tradicional de la leyes, en todo caso es un dato que los actores deben tener en cuenta. Están frente al problema de los costes externos. Así que alguna gente elige cierto modos de satisfacer deseos simplemente teniendo en cuenta el hecho de que parte de los costes incurridos se debitan, no a ellos, sino a otra gente.

El ejemplo extremo es el caso de la propiedad de nadie explicado antes. Si el terreno no es propiedad de nadie, aunque el formalismo legal pueda calificarlo de propiedad pública, se utiliza sin considerar las desventajas resultantes. Quienes estén en situación de apropiarse de los beneficios (leña y caza en bosques, pescado en áreas acuáticas y depósitos minerales en el subsuelo) no se preocupan por los efectos posteriores de su modo de explotación. Para ellos, la erosión del terreno, el agotamiento de los recursos no renovables y otros problemas de la utilización futura son costes externos que no entran es su cálculo de entradas y salidas. Talan los árboles sin consideración por los brotes o la reforestación. Al cazar y pescar, no retroceden ante métodos que impiden la repoblación de las zonas de caza y pesca.

En los primeros días de la civilización humana, cuando el terreno de una calidad no inferior al utilizado era aún abundante, la gente no veía ningún problema a estos métodos predatorios. Cuando aparecían sus efectos en forma de disminución de la productividad neta, el labrador abandonaba su granja y se trasladaba a otro lugar. Sólo cuando un país está más densamente colonizado y ocupado y el terreno de primera clase ya no estaba disponible para apropiación la gente empezaba a considerar como un desperdicio el uso de esos métodos predatorios. En ese momento se consolidó la institución de la propiedad privada del terreno. Empezaron con el terreno arable y luego, paso a paso, incluyeron pastos, bosques y zonas de pesca.

Los nuevos países coloniales establecidos en ultramar, especialmente los vastos espacios de Estados Unidos, cuyas maravillosas potencialidades agrícolas quedaron casi intactas cuando llegaron de Europa los primeros colonos, pasaron por las mismas etapas. Hasta las últimas décadas del siglo XIX, siempre hubo una zona geográfica abierta a recién llegados (la frontera). Ni la existencia de la frontera ni su desaparición fueron peculiaridades de Estados Unidos. Lo que caracteriza a las condiciones estadounidenses es el hecho de que en el momento en que desapareció la frontera, diversos factores ideológicos e institucionales impidieron el ajuste de los métodos de utilización de la tierra a los cambios en los datos.

En las áreas centrales y occidentales de Europa continental, donde la institución de la propiedad privada se había establecido rígidamente durante muchos siglos, las cosas fueron diferentes. No se dudaba de la erosión del terreno de las tierras previamente cultivadas. No había problema de devastación forestal a pesar del hecho de que los bosques locales habían sido durante siglos la única fuente de madera para la construcción y la minería y de combustible para calefacción y para fundiciones y caladeras de fábricas de alfarería y cristal. Los propietarios de los bosques se veían impulsados a la conservación por su propio interés. En las áreas más densamente habitadas e industrializadas hasta hacía pocos años entre un quinto y un tercio de la superficie seguía estando cubierta por bosques de primera calidad gestionados de acuerdo con métodos forestales científicos.[1]

No es tarea de la teoría cataláctica enumerar los factores complejos que produjeron los condiciones de propiedad de la tierra de los Estados Unidos modernos. Fueran cuales fueran esos factores, trajeron un estado de cosas bajo el que gran cantidad de granjeros y la mayoría de las empresas madereras tenían razones para considerar los inconvenientes resultantes del abandono del terreno y la conservación de los bosques como costes externos.[2]

Es verdad que donde una considerable parte de los costes incurridos son costes externos desde el punto de vista de los individuos o empresas que actúan, el cálculo económico establecido para ello es manifiestamente defectuoso y sus resultados engañosos. Pero esto no es el resultado de supuestas deficiencias inherentes a un sistema de propiedad privada de los medios de producción. Es por el contrario una consecuencia de agujeros que restan en este sistema. Podrían eliminarse con una reforma de las leyes referidas a la responsabilidad de los daños infligidos y eliminando las barreras institucionales que impiden el funcionamiento integral de la propiedad privada.

El caso de las economías externas no es simplemente la inversión del caso de los costes externos. Tiene su propio ámbito y características.

Si los resultados de la acción de un actor le benefician no sólo a sí mismo, sino también a otra gente, hay dos alternativas posibles:

  1. El actor que planifica considera que las ventajas que prevé para sí son tan importantes que está dispuesto a sufragar todos los costes necesarios. El hecho de que su proyecto también beneficie a otra gente no le impedirá lograr lo que promueve su bienestar. Cuando una compañía ferroviaria levanta terraplenes para proteger sus vías ante desplazamientos de nieve y avalanchas, también protege a las casas de zonas adyacentes. Pero los beneficios que reciban sus vecinos no impedirán que la compañía emprenda un gasto que considera necesario.
  2. Los costos en que incurre un proyecto son tan grandes que ninguno de los que se beneficiaría de éste está dispuesto a aportarlos íntegramente. El proyecto sólo puede realizarse si un suficiente número de interesados comparte los costes.

Difícilmente sería necesario decir algo más acerca de economías externas si no fuera por el hecho de que este fenómeno se malinterpreta totalmente en la actual literatura pseudoeconómica.

Un proyecto P no es rentable cuando y porque los consumidores prefieren la satisfacción esperada de la realización de algún otro proyecto a la realización de P. La realización de P quitaría capital y mano de obra de la realización de algún otro proyecto para el que es más urgente la demanda de los consumidores. El hombre medio y el pseudoeconomista no reconocen este hecho. Rechazan obstinadamente advertir la escasez de los factores de producción. Tal y como lo ven, P podría realizarse sin ningún coste en absoluto, es decir, sin renunciar a ninguna otra satisfacción, Es simplemente la arbitrariedad del sistema de beneficios el que impide a la nación disfrutar gratuitamente de los placeres esperados de P.

Ahora, continúan diciendo estos críticos miopes, lo absurdo del sistema de beneficios se hace especialmente escandaloso si la no rentabilidad de P se debe meramente al hecho de que los cálculos empresariales olvidan esas ventajas de P que son para ellos economías externas. Desde el punto de vista de toda la sociedad esas economías no son externas. Benefician al menos a algunos miembros de la sociedad y aumentarían el “bienestar total”. La no realización de P es por tanto una pérdida para la sociedad. Como los negocios en busca de lucro, dedicados por entero a su egoísmo, se niegan a embarcarse en esos proyectos no rentables, es tarea del gobierno rellenar el hueco. El gobierno debería, o bien gestionarlos como empresas privadas o subvencionarlos con el fin de hacerlos atractivos para el empresario e inversor privado. Las subvenciones pueden otorgarse o bien directamente con dinero de fondos públicos o indirectamente mediante aranceles cuya incidencia recae en los compradores de los productos.

Sin embargo, los medios que necesita un gobierno para hacer funcionar una planta con pérdidas o para subvencionar un proyecto no rentable deben obtenerse del poder de gasto o inversión de los contribuyentes o del mercado del préstamo. El gobierno no tiene más capacidades que los individuos para crear algo de la nada. Lo que el gobierno gasta de más, al gente lo gasta de menos. Las obras públicas no se realizan por el poder milagroso de una varita mágica. Se pagan mediante fondos arrebatados a los ciudadanos. Si el gobierno no hubiera interferido, los ciudadanos los habrían empleado en la realización de proyectos que prometan beneficios, cuya realización deben omitir porque sus medios han sido recortados por el gobierno.

Por cada proyecto no rentable que se realiza con ayuda del gobierno hay un proyecto correspondiente cuya realización se olvida meramente por razón de la intervención del gobierno. Aún así, este proyecto no realizable habría sido rentable, es decir, habría empleado los medios de producción escasos de acuerdo con las necesidades más urgentes de los consumidores. Desde el punto de vista de los consumidores, el empleo de estos medios de producción para la realización de un proyecto no rentable es un desperdicio. Les priva de las satisfacciones que prefieren a favor de los proyectos que puede proporcionales el patrocinio del gobierno.

Las masas crédulas, que no pueden ver más allá del rango inmediato de sus ojos, se ven cautivadas por los maravillosos logros de sus gobernantes. No llegan a ver que ellos pagan la factura y deben consecuentemente renunciar a muchas satisfacciones de las que hubieran disfrutado si el gobierno hubiera gastado menos en proyectos no rentables. No tienen imaginación como para pensar en la posibilidad de que el gobierno no hubiera permitido que llegaran a existir.[3]

Estos entusiastas se ven aún más apabullados si la interferencia del gobierno permite a los productores submarginales continuar produciendo y aguantar la competencia de plantas, tiendas o granjas más eficientes. Dicen que es evidente que así aumenta la producción total y se añade algo a la riqueza que no se habría producido sin la ayuda de las autoridades. Lo que ocurre es precisamente lo contrario: la magnitud de la producción y la riqueza total se ve recortada. Aparecen o se mantienen empresas que producen con costes superiores, mientras que otras con menores costes se ven obligadas a recortar o interrumpir su producción. Los consumidores no obtienen más, sino menos.

Por ejemplo, existe la idea muy popular de que es bueno que el gobierno promueva el desarrollo agrícola en aquellas partes del país con poca adecuación natural. Los costes de producción son mayores en esos distritos que en otras áreas y es precisamente este hecho el que hace que buena parte de su terreno se califique de submarginal. Sin la ayuda de fondos públicos, los granjeros que cultivan esos terrenos submarginales no podrían aguantar la competencia de las granjas más fértiles. La agricultura languidecería o dejaría de desarrollarse y toda el área se convertiría en una parte subdesarrollada del país. Al conocer bien este estado de cosas, las empresas con ánimo de lucro evitaran invertir en la construcción de vías férreas que conecten esas áreas inhóspitas con los centros de consumo. La mala situación de los granjeros no la causa el hecho de que les falten instalaciones de transporte. La causa es justamente la contraria: como las empresas se dan cuenta de que las perspectivas de estos granjeros no son propicias, se abstienen de invertir en ferrocarriles que probablemente sean no rentables por falta de una suficiente cantidad de bienes a transportar.

Si el gobierno, atendiendo a las demandas de los grupos de presión interesados, construye el ferrocarril y lo gestionan con déficit, sin duda beneficiará a los propietarios de los terrenos en los distritos pobres del país. Como parte de los costes que requiere el envío de sus productos lo asume el tesoro, encuentran más fácil competir con quienes cultivan terrenos más fértiles a quienes se les niega esa ayuda. Pero el provecho de estos granjeros privilegiados lo pagan los contribuyentes que deben aportar los fondos para enjugar el déficit. No afecta ni al precio del mercado ni a la oferta total disponible de productos agrícolas. Simplemente hace rentable el funcionamiento de granjas que en otro caso serían submarginales y hace que otras, cuyo funcionamiento era hasta ahora rentable, se conviertan en submarginales. Traslada la producción de terrenos que requieren costes menores a terrenos que requieren costes mayores. No aumenta la oferta y la riqueza totales: las recorta, pues las cantidades adicionales de capital y mano de obra necesarios para el cultivo de los campos de mayor coste en lugar de los de menor se toman de empleos en los que habría sido posible la producción de otros bienes de consumo. El gobierno alcanza su fin de beneficiar a lagunas partes del país con lo que se habrían perdido, pero produce en algún otro lugar costes que exceden esas ganancias de un grupo privilegiado.


[1] A finales del siglo XVIII, los gobiernos europeos empezaron a dictar leyes dirigidas a la conservación del bosque. Sin embargo, sería un grave error atribuir a estas leyes papel alguno en la conservación de los bosques. Antes de mediados del siglo XIX, no había aparato administrativo para su implantación. Además los gobiernos de Austria y Prusia, no digamos de los estados alemanes más pequeños, prácticamente carecían de poder para aplicar esas leyes ante los señores de la aristocracia. Ningún funcionario antes de 1914 hubiera sido suficientemente atrevido como para despertar la ira de una magnate bohemio o silesio o de un Standesherr alemán mediatizado. Estos príncipes y condes buscaban espontáneamente la conservación del bosque porque se sentían perfectamente seguros en la posesión de su propiedad y trataban de preservar íntegras las fuentes de sus beneficios y el precio de mercado de sus inmuiebles.

[2] También podríamos decir que consideraban las ventajas derivadas de preocuparse por el terreno y de la conservación de los bosques como economías externas.

[3] Cf. El brillante análisis del gasto público en el libro de Henry Hazlitt, Economics in One Lesson (Nueva York, 1946), pp. 19–29. Publicado en España como La economía en una lección (Madrid: Unión Editorial, 2008).


Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí. [Este artículo está extraído del capítulo 23 de La acción humana]

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