Profetas de la propiedad

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En 1800, la población de Londres era menor a 1 millón de personas; un siglo más tarde, esta pasaba los 6 millones. Con la llegada del siglo XX, Londres ya había sido la ciudad más poblada del mundo durante 70 años. La población total de Gran Bretaña pasó de 8 millones en 1800 a unos 40 millones en 1900. En los 2.000 años previos, incluso un crecimiento demográfico menor a este usualmente era cortado de raíz por la hambruna, las enfermedades, ingresos decrecientes y reducciones poblacionales.

Pero la Inglaterra del siglo XX era un lugar especial; “el taller del mundo”. Londres se había vuelto la capital del capital, con inversiones privadas en agricultura y florecimiento manufacturero alcanzando una escala record durante la segunda mitad del siglo. El año en que la Reina Victoria ascendió al trono, 1837, vio menos de 300 solicitudes de patente para nuevos inventos, pero para el fin de siglo ese número excedía las 25,000 solicitudes anuales. El ingreso per cápita en las vísperas de la Primera Guerra Mundial era tres veces mayor de lo que había sido cien años antes; la expectativa de vida creció un 25% durante ese periodo. Si bien había más bocas que alimentar y cuerpos que vestir, el emprendimiento británico estaba alimentándolos y vistiéndolos mejor de lo que el mundo jamás había experimentado antes. Fue el mayor florecimiento de resolución de problemas, creatividad, ingenio e innovación que se haya visto en la historia.

Colin Pullinger, hijo de un carpintero en Selsea, es una muestra clara del emprendedor inglés del siglo XIX. Pullinger diseñó una “trampa perpetua para ratones”, que podía atrapar de forma humanitaria a una docena de ratones en una noche, y logró vender 2 millones de estas. Tal vez Ralph W. Emerson pensaba en él cuando escribió, “si un hombre escribe un mejor libro, declama un mejor sermón o hace una mejor trampa de ratones que su vecino, aunque construya su casa en el bosque, el mundo hará un recurrido camino hasta su puerta.”

A medida que los 1800s llegaban a su fin, el sistema que hizo posibles estos logros extraordinarios, el capitalismo, se vio bajo asedio. A medida que la pobreza declinaba masivamente por primera vez, la sola presencia de la pobreza restante suscitó llamados impacientes por la redistribución de las riquezas. Alrededor del mundo, los marxistas pintaban a los capitalistas como explotadores y monopolistas. En Inglaterra, Charles Kingsley argumentaba que el Cristianismo requería un orden socialista, y se formó la Sociedad Fabiana para ayudar en su concreción. Muchos hombres de negocio sin escrúpulos se volvieron al estado buscando favores y protección ausentes en los mercados competitivos. ¿Aparecería acaso alguien que defendiese al capitalismo con el mismo vigor y pasión de aquellos que se le oponían?

Por lo menos un grupo lo hizo: la Liga de Defensa de la Libertad y la Propiedad. A pesar de que su trabajo ha pasado a ser mayormente olvidado, lo que el mundo aprendió sobre el socialismo en el siglo siguiente definitivamente vindica su mensaje. Su nombre provino de la creencia de sus miembros de que la libertad y la propiedad eran inseparables y que, a no ser que se defendiesen exitosamente, ambas serían eliminadas por las tentaciones seductoras de un estado coercitivo.

El fundador de la liga, en 1882, fue un combativo escocés llamado Lord Elcho, quien más tarde paso a ser décimo conde de Wemyss como miembro de la Cámara de los Lores, y conocido de ahí en más simplemente como “Wemyss”.

Originalmente elegido para el parlamento en 1841 como un conservador proteccionista, eventualmente se volvió al libre comercio y revocó las Leyes del Maíz en 1846. Más tarde pasó a ser un vocal partidario de ideas ahora consideradas como liberales clásicas. En la tercera reunión anual de la organización en 1885, Wemyss expresó su esperanza de que los esfuerzos de educar al público “causarían una inundación tal, que con el curso del tiempo barrería con todos los intentos del estado de interferir en las transacciones de la vida en el caso de cualquier británico de cualquier clase… Ninguna nación puede prosperar con interferencia estatal indebida, y sin que su gente tenga permitido administrar sus propios asuntos de su propia manera…”

Wemyss y sus amigos consiguieron portavoces y asistencia económica; enlistaron escritores y oradores públicos. Hicieron publicar y circular ensayos y panfletos. La organización operaba como un centro de pensamiento activista con un brazo lobista. La Liga trató de movilizar a la opinión pública en contra de ciertas legislaciones, funcionando como un “vigilante legislativo del día a día”, según la visión del historiador Edward Bristow; incluso llegaron a programar testimonios previos a las audiencias parlamentarias. Un panfleto de la Liga atacó la presentación de una “legislación maternal” como una transgresión contra la libertad de contrato. Armados con los argumentos dados por los miembros y simpatizantes de la Liga, los aliados de Wemyss en el Parlamento se deshicieron de cientos de leyes intervencionistas en los 1880 y 1890.

Los opositores de la Liga usualmente la acusaban de estar motivada por el deseo inherente de lucro en sus miembros, pero en realidad sus ideales filosóficos iban primero. Entre sus filas se hallaban algunos de los intelectos más brillantes de la época, siendo quizás Herbert Spencer el más notable. Autor del clásico libertario, “El Hombre contra el Estado”, Spencer fue el filósofo más vendido de su época y llegó a ser nominado para un premio Nobel de Literatura. Él veía la libertad como la ausencia de coerción y como el requisito más indispensable para el progreso humano. La posesión de propiedad era un derecho individual que no podía ser transgredido moralmente a menos que un individuo amenazara la propiedad de otro. Spencer ha sido demonizado como un apóstol de un Darwinismo social desalmado de la supervivencia del más fuerte por aquellos que eligen ignorar su mensaje central, que sostiene que la superación personal de un individuo puede lograr más progreso que la acción política. Una crea riqueza, mientras la otra meramente la toma y la reparte.

Auberon Herbert fue un acólito de Spencer, cuya defensa del voluntarismo halló suelo fértil entre los miembros de la Liga. Su advertencia centenaria sobre los peligros del intervencionismo estatal hace eco como una profecía: “Ninguna cantidad de educación estatal formará una nación inteligente; ninguna cantidad de Leyes de Pobreza pondrá a una nación sobre la necesidad; ninguna cantidad de Actas de Fábricas nos hará mejores padres. Ver nuestras necesidades suplidas de la nada por una enorme maquinaria estatal; ser regulados e inspeccionados por grandes ejércitos de agentes, esclavos también del sistema que administran, en el largo plazo no nos enseñará nada, (y) no nos beneficiará en nada.”

En un ensayo de 1975 publicado en el “The Historical Journal” de Cambridge University Press, el historiador Bristow sostuvo que la Liga de Defensa de la Libertad y la Propiedad cambió el lenguaje en un importante y duradero aspecto. Antes de los años 1880, “individualismo” era un término de reproche en la mayoría de las esferas de pensamiento, referido al “atomismo y egoísmo de una sociedad liberal”. La Liga se apropió de la palabra y elevó su significado general a uno de respeto por los derechos y el carácter único de cada persona.

A pesar de todo, ¿fue exitosa la misión de la Liga de repeler el impulso socialista? En el corto plazo, lamentablemente no. Para 1914, los socialistas ya habían convencido a una gran parte de los británicos de que podían (y debían) votar para ellos una porción de la propiedad de otros. Dos guerras mundiales y una crisis en medio parecieron cementar la pretensión socialista de que su visión de la sociedad era inevitable.

Las buenas ideas, sin embargo, tienen una manera de resistir ante los intentos de aplastarla. Las malas ideas fallan tarde o temprano, y enseñan una o dos lecciones valiosas en el proceso. Gran Bretaña y casi todo el mundo le dio pase libre al socialismo en todas sus variedades durante el siglo 20. Los desastrosos resultados ampliamente reconocidos ahora subrayan las advertencias de aquellos que dijeron que solo podíamos separarnos de nuestra libertad y propiedades únicamente bajo nuestro propio riesgo.

Tal vez los guerreros de la Liga de Defensa de la Libertad y la Propiedad perdieron la batalla durante el tiempo en que vivieron, pero cien años después, sus voces ofrecen su sabiduría profética a aquellos que desean escucharlos.


Traducido del inglés por Martín Gallardo. El artículo original se encuentra aquí.

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