Tu perro es dueño de tu casa

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“En un intercambio voluntario, cada lado ha entregado y recibido la contribución acordada, las partes están libres. Buscar darles crédito y débito mediante alegatos putativos de excepcionalidad es contar dos veces.”

¿Sabías que tu perro es dueño de tu casa, o, más bien, de alguna parte de ella? Si esto no se te hace inmediatamente obvio entonces te parecerá de una gran ayuda el considerar algunos aspectos de la ética y la economía de la redistribución.

Tu perro está alerta, es valiente y un temible defensor de tu propiedad. Hasta donde sabemos, sin sus servicios habrías sido víctima de robos una y otra vez. Tus pertenencias se agotarían y la utilidad que derivas de tu hogar sería mucho más reducida. La diferencia entre el valor actual de tu hogar y su valor desprotegido es la contribución de tu perro, e igualmente la diferencia entre las utilidades o satisfacciones correspondientes que recibes de ello. No sabemos la cifra exacta, pero lo principal es que existe una.

Pero hay que pensar mucho más para resolver la cuestión de quién es dueño de tu casa, y de hecho la cuestión acerca de quién es dueño de qué. Si no hubiera brigada de bomberos, toda la calle podría haber sido incendiada y tu casa ya no estaría en pie. La brigada de bomberos ha contribuido algo a su valor, y alguna cifra debe atribuirse a su nombre. No debemos olvidarnos de los servicios, porque ¿te gustaría vivir en una casa sin agua potable, electricidad y así sucesivamente? Hay que darles crédito con algún número tentativo. Seguramente, sin embargo, no puedes simplemente ignorar al constructor que erigió la casa, al leñador, la fábrica de ladrillos, las obras de cemento y todos los otros surtidores sin los cuales el constructor no la habría podido erigir. A ellos también debe reconocérsele su contribución, así esto deba hacerse de una forma burda.

¿Está bien, no obstante, parar en este nivel primario de contribuciones? ¿No deberíamos ir más allá de las obras de cemento hasta el constructor que hizo el horno, la línea de gas que alimentó el fuego, los trabajadores que mantuvieron el proceso activo? Rastreando las contribuciones cada vez más distantes, nivel tras nivel, obtenemos una multiplicidad tan compleja como queramos que sea, con una correspondiente confusión de números que pretende atribuir valores brutos a las contribuciones. Podemos contarlas hacia los lados así como hacia atrás tan lejos como la mente pueda ir, empezando con la de tu perro y terminando (si finalmente pierdes la paciencia y decides parar ahí) con los Padres Fundadores o Cristóbal Colón.

En este punto te rindes y dices que tu casa, y cualesquier otras pertenencias de las que pensabas que eras dueño, en verdad pertenecen a la sociedad en conjunto, y también las pertenencias de todos los demás. Todos tienen una parte justa en tus pertenencias y tú tienes una parte justa en las pertenencias de todos los demás. Solo la sociedad, es decir solo “nosotros” tenemos justo título para decidir qué tan grande debe ser la medida de la cuota de cada quien. “Nosotros” somos los justos propietarios de todo, los amos de “nuestro” universo. En cuanto tales, “nosotros” tenemos el justo título para tomar de Pedro y darle a Pablo, así como para regular lo que Pedro y Pablo pueden hacer en lo que se refiere a la producción, el comercio y el consumo.

Una menos concienzuda versión de este argumento, en vez de darle crédito a todos por sus contribuciones directas e indirectas a la creación de todo lo valioso, simplemente afirma que la seguridad de la tenencia de toda propiedad depende de que la sociedad mantenga el orden público. Sin él, existiría la “ley de las selva”, y nadie podría disfrutar sus pertenencias. De esto se sigue que es realmente la sociedad la que te deja tenerla en virtud de una gracia o favor. La sociedad, esto es, “nosotros”, podemos revocar tal gracia y favor parcial o totalmente. La propiedad puede ser reasignada entre los beneficiarios de la gracia según como veamos que se ajuste al interés público, promoviendo la eficiencia, la igualdad o alguna mezcla juiciosa de ambas.

Las objeciones a tales argumentos, excepto cuando eran solo protestas de indignación y enojo, han tendido a ser, en general, algo difíciles y muy a menudo completamente flojas. La razón es probablemente la gran debilidad intelectual de nuestras ideas sobre la legitimidad de la propiedad, enraizadas como están en las condiciones lockeanas acerca de la primera posesión. Una condición afirma que tú puedes tomar libremente posesión de recursos sin dueño si se deja para otros lo “suficiente y bastante bueno”. Sin embargo, hay incontables millones de “otros” hoy a los que debería satisfacérseles en el sentido de que tomen posesión de cuartas partes de ricos prados o de un pozo de petróleo localizado al alcance de la mano, pero que ya no pueden encontrar prados y terrenos de petróleo que no tengan dueño. Incluso si sus bisabuelos pudieran habido encontrar todavía tales piezas de propiedad sin dueño, es claro que habrían fallado en la tarea de dejar “lo suficiente y bastante bueno” para sus descendientes. Bajo esta mal concebida condición (1), todos los títulos originales son inválidos, por lo tanto todos los títulos presentes y derivados son defectuosos también. Uno podría también conceder que solo la propiedad colectiva de todo por “nosotros” es legítima.

Seguramente, sin embargo, te sientes completamente con el derecho a lo que actualmente produces –incluso si la tenencia de la propiedad está en discusión. Pues es difícil aceptar que lo que ganas por el sudor de tu frente es, cuando mucho, apenas parcialmente tuyo, incluso si esto podría implicar que lo que otros ganan por el sudor de sus frentes también es parcialmente tuyo. La legitimidad de los impuestos redistributivos (y, en últimas, no hay de otro tipo) pende de esto. El argumento modelo es que bajo la completa autarquía, puedes aseverar que tú eres dueño de lo que produces, pero bajo la división del trabajo las contribuciones de todos a todo deben ser totalmente tenidas en cuenta. Solo si tu propio esfuerzo representara totalmente tu aporte podrías afirmar el resultado como completamente tuyo. De hecho, el ascenso de las políticas redistributivas, y nuestra creciente aquiescencia con ellas, se explica algunas veces por la cada vez más amplia extensión de la división del trabajo.

La contemporánea doctrina redistributiva nos dice, aunque razonablemente, que ningún resultado es producido nunca por un solo aporte. Porque incluso si haces algo solamente con tus manos, debes tu capacidad para hacerlo a profesores que te enseñaron, doctores que te mantuvieron con vida, policías que te protegieron de malhechores y operadores de supermercado que te alimentaron. Aquí es precisamente donde llegamos cuando nos dimos cuenta de que tu perro era dueño de una porción de tu casa. Los resultados actuales y las ganancias actuales están sujetos al mismo razonamiento acerca de la multiplicidad e irrastreabilidad de las contribuciones tanto como las pertenencias.

Para llegar a las profundidades del pensamiento actual sobre la materia, considérese el siguiente texto: “Un investigador médico puede haber hecho un descubrimiento de gran valor comercial. Puede haber trabajado terriblemente duro para llegar a él. Pero incluso ahí, ¿quién lo entrenó? ¿Quién llevó la materia hasta el punto de que el descubrimiento se hiciese posible? ¿Quién construyó su laboratorio en el cual él trabajaba? ¿Quién lo administra? ¿Quién lo paga? ¿Quién es responsable por las instituciones sociales duraderas que presentaran las oportunidades comerciales? Alguien que astutamente explota el marco social tiene que agradecer tanto a su inteligencia como al marco.” (2)

¿Qué tan rápido, leyendo el anterior texto, encontraste la crucial falacia subyacente? Su curso es una mezcla de lo plausible y lo absurdo, y cualquier lector que se pierda un poco entre el análisis de tales opuestos tiene una especie de excusa por haber sido confundido. Sin embargo, salir de la confusión resulta bastante sencillo siempre que nos rehusemos a ser impresionados por la verborrea y que nos apeguemos obstinadamente al sentido común, tan difícil como resulte ser a veces frente a la masiva intimidación que busca entronar la verborrea.

Hay que reconocer un punto menor y un punto mayor. El punto menor es que el “marco” no es una persona, natural o jurídica, a la cual se le pueda deber una deuda, las “instituciones” no actúan, la “sociedad” no tiene mente, voluntad y no hace contribuciones. Solo las personas hacen estas cosas. Imputar la responsabilidad y darle crédito por la riqueza acumulada, la producción actual y el bienestar a entidades que no tienen mente ni voluntad es un sinsentido. Es una variante de la notoria falacia de la composición.

Una vez que esto se ha entendido, podemos ir al punto mayor. Todas las contribuciones de otros a la construcción de tu casa han sido pagadas en cada eslabón de la cadena de producción. Todas las contribuciones actuales a su mantenimiento y protección también han sido pagadas. Se ha dado y se está dando valor por valor recibido, incluso si el “valor” no es siempre dinero y bienes, pero puede ser algunas veces afecto, lealtad o el cumplimiento del deber. En la relación de intercambio, un dador es también un receptor, y, por supuesto, viceversa.

En un amplio esquema de las cosas, todo esto es parte del sistema universal de intercambios. Algunos de estos intercambios pueden ser no-voluntarios. Tal es el caso donde la redistribución, un acto de coerción, toma lugar. Entonces perdemos el rastro, la medida precisa y la segura reciprocidad de las contribuciones a la riqueza y al ingreso, pero esta circunstancia puede difícilmente servir para justificar la propia redistribución que la ha causado. Sin embargo, donde los intercambios son voluntarios, el rastrear y el medir se vuelven, en un fuerte sentido, ociosos e irrelevantes. Pues en un intercambio voluntario, cada lado ha entregado y recibido la contribución acordada, las partes están libres. Buscar darles crédito y débito mediante alegatos putativos de excepcionalidad es contar dos veces.

Todo está servido pues para que el redistribuidor argumente que valor recibido y valor dado no son necesariamente iguales. Algunas, quizá la mayoría, de las transacciones son inequitativas, dejando sin resolver alegatos morales que las políticas de impuesto y redistribución tienen totalmente el derecho de ajustar. Este es un alegato mucho más débil que el que tendría pagado todo dos veces, pero sigue siendo efectivo porque tiene un final abierto y está más allá del alcance de la refutación empírica. ¿Quién puede falsificar la afirmación de que un intercambio ha favorecido indebidamente a una de las partes, que una de ellas ha sido “explotada”?

Siempre es posible afirmar que los intercambios voluntarios son rara vez, si alguna, equitativos, pues las partes tienen un “poder de negociación” desigual. Este término resulta muy abierto al abuso, y de hecho se abusa ampliamente de él. Es tan fácil y tan irrefutable designar una negociación como “desigual” que resulta dudoso si la expresión es algo más que el dicho del que habla y que puede ser opuesta irrefutablemente por un dicho contrario. Todo lo que podemos decir con seguridad de cualquier intercambio voluntario es que cualquier parte habría preferido entrar en él que no hacerlo. Este es el caso clásico de “si no está dañado, no lo repares”, pues pocos arreglos sociales tienen una base más sólida en un acuerdo manifiesto.

Está mal “repararlo” no porque “funcione” –aunque funcione innegablemente mejor que otros arreglos “reparados” por los bien intencionados ingenieros sociales. La socialdemocracia en la Europa de hoy, afligida por el desempleo crónico, y el ayer del socialismo del paraíso de los trabajadores son ejemplos suficientemente elocuentes. Pero el argumento decisivo, que detiene a cualquier argumento, en contra de “repararlo” es bastante diferente y tiene poco que ver con la propiedad. Tiene todo que ver con el acuerdo.

La mayoría de las teorías actuales de cómo la sociedad debe trabajar descansan en alguna idea de acuerdo. Casi invariablemente, sin embargo, el acuerdo es ficticio, hipotético, uno que sería deducido si todos los hombres tuviesen igual “poder de negociación”, o viera las cosas a través del mismo “velo” de la ignorancia o de incertidumbre acerca de su futuro. O sintiera la misma necesidad de una autoridad central. El contrato social, en todas sus versiones, es tal vez el mejor conocido de estos supuestos acuerdos. Todos están diseñados para servir a los puntos de vista normativos de sus inventores y a justificar el tipo de arreglos sociales que ellos gustarían de ver adoptados. Y sin embargo el único acuerdo que no es hipotético, supuesto, inventado, es el sistema de intercambios voluntarios en el que todas las partes dan prueba visible, objetiva, por medio de sus acciones, de que han encontrado el único plano común que todos aceptan, si bien a regañadientes, pero sin que nadie sea forzado a dar algo que tenía a su alcance y que habría preferido. El conjunto de los intercambios voluntarios, en una palabra, es el único que no impone una inmoralidad en búsqueda de un objetivo moral.


Notas

(1) Siendo el mundo físico finito, toda apropiación de tierra, minerales, petróleo, madera o cualquier recurso por un potencial dueño eleva el riesgo de que un futuro potencial dueño no encontrará “lo suficiente y bastante bueno” sin incurrir en más grandes gastos para lograr el hallazgo, si es que lo logra. Se podría decir que la oferta de recursos sin dueño hoy es inelástica, de ahí que la condición de dejar lo suficiente y lo bastante bueno no haya sido satisfecha ayer, y por lo tanto no fue satisfecha el día anterior y el día anterior a este. La primera posesión bajo dicha condición fue por lo tanto ilegítima incluso si hubiera satisfecho la otra condición lockeana, el “mezclar el trabajo” con ella.

(2) James Griffin, Well-Being, Its Meaning, Measurement and Moral Importance,1986, Oxford, The Clarendon Press, p. 288.


Artículo original se encuentra aquí. Traducido del inglés por Jaime Luis Zapata. Revisado por Jorge Eduardo Castro Colvarán. Descargar aquí.

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