Castigo y proporcionalidad

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[Capítulo XIII del libro La Ética de la Libertad]

Pocos aspectos de la teoría política libertaria están en un estado menos satisfactorio que la teoría del castigo.[2] Normalmente, los libertarios se han conformado con afirmar o desarrollar el axioma de que nadie puede agredir a la persona o propiedad de otro; qué sanciones puede adoptarse contra dicho invasor es algo apenas tratado en absoluto. Hemos adelantado la opinión de que el delincuente pierde sus derechos en la medida en que priva a otro de sus derechos: la teoría de la “proporcionalidad”. Debemos ahora desarrollar más sobre lo que puede implicar tal teoría del castigo proporcional.

En primer lugar, debería quedar claro que el principio de proporcionalidad es un castigo máximo, en lugar de obligatorio, para el delincuente. En la sociedad libertaria, como hemos dicho, hay solo dos partes en una disputa o acción legal: la víctima, o demandante, y el supuesto delincuente o acusado. Es el demandante el que lleva las acusaciones a los tribunales contra el malhechor. En un mundo libertario, no habría delitos contra una mal definida “sociedad” y por tanto no habría un “fiscal de distrito” que decida una acusación y luego la lleve contra un supuesto criminal. La regla de la proporcionalidad nos dice cuánto castigo puede obtener un demandante de un malhechor condenado, y no más; impone el límite máximo en el castigo que puede infligirse sin que el propio castigador se convierta en agresor criminal.

Así que debería estar bastante claro que, bajo el derecho libertario, la pena capital tendría que limitarse estrictamente al delito de asesinato. Pues un criminal solo pierde su derecho a la vida si antes ha privado de ese mismo derecho a una víctima. Así que no sería permisible que, si a un tendero se le ha robado un chicle, se ejecutara al ladrón condenado del chicle. Si lo hiciera, entonces él, el vendedor, sería un asesino sin justificación, que podría ser llevado a la justicia por los herederos o sucesores del ladrón del chicle.

Pero en el derecho libertario no habría obligación para el demandante, o sus herederos, de llevar a cabo esta pena máxima. Si el demandante o su heredero, por ejemplo, no cree en la pena capital, por la razón que sea, podría voluntariamente perdonar a la víctima parte o toda la sanción. Si fuera un tolstoiano y se opusiera completamente al castigo podría simplemente perdonar al delincuente y eso sería todo.

O (y esto ha sido una honorable tradición en el antiguo derecho occidental), la víctima o su heredero podría permitir que el criminal compre su exoneración de parte o todo el castigo. Es decir, si la proporcionalidad permitía a la víctima enviar a prisión al delincuente por diez años, este podría, si quisiera la víctima, pagarle para reducir o eliminar esta sentencia. La teoría de la proporcionalidad solo proporciona el límite superior para el castigo, ya que nos dice cuánto castigo podría imponer justamente una víctima.

Podría plantearse un problema en el caso de asesinato, ya que los herederos de una víctima podrían resultar muy poco diligentes a la hora de perseguir al asesino o inclinarse inapropiadamente por dejar que el asesino compre librarse del castigo. Este problema podría resolverse sencillamente si la gente declarara en sus testamentos qué castigo les gustaría que se infligiera a sus posibles herederos. Quien crea en una retribución estricta, así como el opositor tolstoiano a todo tipo de castigo, podrían dejar así que se sigan exactamente sus deseos. De hecho, el muerto podrían incluir en su testamento, por ejemplo, una empresa de seguros por delitos a la que atribuya ser la demandante de su posible asesino.

Entonces, si la proporcionalidad establece el límite superior al castigo, ¿cómo podemos establecer la propia proporcionalidad? Lo primero es que el énfasis en el castigo no debe ser pagar nuestra deuda con la “sociedad”, signifique esto lo que signifique, sino pagar la “deuda” con la víctima. Indudablemente, la parte inicial de esa deuda es la restitución. Esto funciona claramente en los casos de robo. Si A ha robado 15.000$ a B, entonces la parte primera, o inicial, del castigo de A debe ser restituir esos 15.000$ a las manos de B (más daños, costes judiciales y policiales e intereses devengados).

Supongamos que, como pasa en la mayoría de los casos, el ladrón ya ha gastado el dinero. En ese caso, el primer paso de un castigo libertario apropiado es obligar al ladrón a trabajar y asignar la renta correspondiente a la víctima hasta que esta haya sido recompensada. Así que la situación ideal pone entonces el criminal abiertamente en un estado de esclavitud respecto de su víctima, continuando el delincuente en esa condición de justa esclavitud hasta que haya reparado el perjuicio del hombre al que ha dañado.[3]

Debemos advertir que el énfasis de la restitución-castigo es diametralmente opuesto a la práctica actual del castigo. Lo que ocurre hoy es el siguiente absurdo: A roba 15.000$ a B. El gobierno persigue, procesa y condena a A, todo a costa de B, como uno de los numerosos contribuyentes víctimas de este proceso. Luego el gobierno, en lugar de obligar a A a pagar a B y a realizar trabajos forzados hasta que esa deuda se pague, obliga a B, la víctima, a pagar impuestos para mantener al criminal en prisión durante diez o veinte años. ¿Dónde hay justicia en este caso? La víctima no solo pierde su dinero, sino que paga más dinero aparte de la dudosa alegría de atrapar, condenar y luego apoyar al criminal y el criminal sigue esclavizado, pero no para el buen fin de compensar a su víctima.

La idea de la primacía de la restitución a la víctima tiene muchos precedentes en el derecho; en realidad, es un antiguo principio del derecho que se ha tolerado que desaparezca al agrandarse el estado y monopolizar las instituciones de la justicia. Por ejemplo, en la Irlanda medieval un rey no era la cabeza del Estado, sino más bien un seguro contra el delito: si alguien cometía un delito, los primero que ocurría era que el rey pagaba la indemnización “asegurada” a la víctima y luego procedía a obligar al delincuente a pagar a su vez al rey (restitución a la aseguradora de la víctima completamente derivada de la idea de la restitución a la víctima).

Un muchos ligares de la América colonial, que eran demasiado pobres como para permitirse el dudoso lujo de las prisiones, el ladrón era obligado por los tribunales a trabajar para su víctima, forzado a trabajar para ella hasta que se “pagara” su deuda. Esto no significa necesariamente que las prisiones desaparezcan en la sociedad libertaria, pero indudablemente cambiarían drásticamente, ya que su principal objetivo sería obligar a los criminales a proporcionar restitución a sus víctimas.[4]

De hecho, en general en la Edad Media, la restitución a la víctima era el concepto dominante del castigo; solo cuando el estado se hizo más poderoso las autoridades públicas transgredieron cada vez más el proceso de devolución, confiscando cada vez una mayor proporción de la propiedad del delincuente para sí mismo y dejando cada vez menos a la desafortunada víctima. En realidad, como el énfasis pasó de la restitución a la víctima, de la compensación por el criminal a su víctima, al castigo de supuestos delitos cometidos “contra el Estado”, los castigos aplicados por el estado se hicieron cada vez más severos. Como escribía el criminólogo de principios del siglo XX, William Tallack:

Debido principalmente a la violenta avaricia de los barones feudales y los poderes eclesiásticos medievales, los derechos de la parte perjudicada se vieron gradualmente disminuidos y finalmente, en buena medida, resultaron apropiados por estas autoridades, que ejecutaban en realidad una doble venganza, como el delincuente, apropiándose de sus posesiones en lugar de la víctima y luego castigándole con la mazmorra, la tortura, la hoguera o la horca. Pero la víctima original del delito era ignorada en la práctica.

O, como ha resumido el profesor Schafer: “Al ir monopolizando el estado la institución del castigo, los derechos de los perjudicados se alejaron lentamente del derecho penal”.[5]

Pero la restitución, aunque sea la primera consideración en el castigo difícilmente puede servir como el criterio completo y suficiente. Para empezar, si un hombre ataca a otro y no hay robo de propiedad, no hay evidentemente ninguna manera de que el criminal restituya nada. En el derecho antiguo, había a menudo previsiones de recompensa monetaria que el delincuente tenía que pagar a la víctima: tanto dinero por un golpe, tanto por una mutilación, etc. Pero esas previsiones evidentemente eran completamente arbitrarias y no tenían ninguna relación con la naturaleza del propio delito. Debemos por tanto volver a la perspectiva que debe ser el criterio: pérdida de derechos para el criminal en la misma medida en que los haya perjudicado.

¿Pero cómo podemos calibrar la naturaleza de dicha medida? Volvamos al robo de los 15.000$. Incluso aquí, la simple restitución de los 15.000$ difícilmente resulta suficiente para cubrir el delito (incluso si añadimos daños, costes, intereses, etc.). Para empezar, la mera pérdida del dinero robado evidentemente falla para funcionar en cualquier sentido como disuasión para cometer ese delito en el futuro (aunque veremos luego que la disuasión misma es un criterio defectuoso para calibrar el castigo).

Por tanto, si decimos que el delincuente pierde derechos en la medida en que prive de ellos a la víctima, debemos entonces decir que el delincuente no solo ha de devolver los 15.000$ sino que debe verse obligado a pagar a la víctima otros 15.000$, de forma que, a su vez, pierda esos derechos (al equivalente a 15.000$ en propiedades) que ha arrebatado a la víctima. Así que, en el caso del robo, podemos decir que el delincuente debe pagar el doble de la medida del robo: una, por restitución de la cantidad robada y otra vez por la pérdida de que ha infligido a otro.[6]

Pero no hemos acabado de desarrollar aún la medida de privación de derechos implícita en un delito. Pues A no ha robado simplemente 15.000$ a B, que pueden restaurarse e imponerse una multa equivalente. También ha puesto a B en un estado de miedo e incertidumbre, de incertidumbre hasta el punto que llegue esa privación de B. Pero la multa impuesta a A es fija y segura por adelantado, poniendo así a A en una situación mucho mejor de la que estaba su víctima original. Así que para que se imponga un castigo proporcional también tendría que añadir más que el doble para compensar a la víctima de alguna manera por los aspectos de incertidumbre y temor de esta dura experiencia.[7] Es imposible decir exactamente cuál sería esta compensación extra, pero eso no evita a ningún sistema racional de castigo (incluyendo el que se aplicaría en la sociedad libertaria) el problema de determinarlo lo mejor posible.

En la cuestión del ataque físico, en la que la restitución ni siquiera puede aplicarse, podemos emplear de nuevo nuestro criterio de castigo proporcionado, de forma que si A ha golpeado a B de cierta manera, entonces B tiene derecho a golpear a A (o a ser golpeado por empleados judiciales) más o menos en la misma medida.

Aquí podría producirse que el criminal comprara su castigo, pero solo como un contrato voluntario con el demandante. Por ejemplo, supongamos que A ha golpeado severamente a B; B ahora tiene el derecho a golpear a A igual de severamente, o un poco más, o contratar a alguien de alguna organización para que le golpee en su nombre (que, en un sociedad libertaria, podrían ser policías contratados por tribunales privados en competencia). Pero A, por supuesto, es libre de tratar de comprar su castigo, de pagar a B para que renuncie a su derecho a golpear a su agresor.

Así que la víctima tiene el derecho a ejercer el castigo hasta la cantidad proporcional determinada por la medida del delito, pero también es libre de permitir al agresor comprar su castigo o perdonar al agresor parcial o totalmente. El nivel proporcional del castigo establece el derecho de la víctima, el límite superior permisible de castigo, pero la cantidad y si la víctima decide ejercitar ese derecho, es algo que a ella le corresponde. Como dice el profesor Armstrong:

Debería haber una proporción entre la gravedad del delito y la gravedad del castigo. Establece un límite superior al castigo, sugiere lo que corresponde (…) La justicia da a la autoridad apropiada [en nuestra opinión, a la víctima] el derecho a castigar a los delincuentes hasta cierto límite, pero no se está necesaria e invariablemente obligado a castigarlos hasta el límite de la justicia. Igualmente, si presto dinero a un hombre, tengo, en justicia, un derecho a que se me devuelva, pero si decido no recuperarlo no he hecho nada injusto. No puedo reclamar más de lo que se me debe, pero soy libre de reclamar menos o incluso de no reclamar nada.[8]

O, como dice el profesor McCloskey: “No actuamos injustamente si, movidos por la benevolencia, imponemos menos de lo que reclama la justicia, pero hay una grave injusticia si se excede el castigo merecido”.[9]

A mucha gente, cuando conoce el sistema legal libertario, le preocupa este problema: ¿se permitiría a alguien “tomarse la justicia por su mano”? ¿Se permitiría a la víctima, o a un amigo de la víctima, ejercitar personalmente la justicia sobre el criminal?

La respuesta es, por supuesto, Sí, ya que todos los derechos de castigo derivan del derecho de la víctima a la autodefensa. Sin embargo, en la sociedad libertaria de puro mercado libre la víctima generalmente encontrará más cómodo confiar la tarea a agencias de policía y tribunales.[10]

Supongamos por ejemplo que Hatfield I asesina a McCoy I. McCoy II decide entonces buscar y ejecutar él mismo a Hatfield I. Esto está bien, salvo que, igual que en el caso de la coacción policial explicada en la sección anterior, McCoy II puede tener que afrontar la posibilidad de verse acusado de asesinato en los tribunales privados por Hatfield II. Lo que pasa es que si los tribunales deciden que Hatfield I era realmente el asesino, no la pasa nada a McCoy II en nuestro esquema, salvo la aprobación pública por hacer justicia. Pero si resulta que no había evidencias suficientes para condenar a Hatfield I por el asesinato original, o si en realidad otro Hatfield o algún extraño cometió el delito, entonces McCoy II, como en el caso de la policía invasora mencionada antes, no puede alegar ningún tipo de inmunidad, se convierte entonces en un asesino que puede ejecutarse por los tribunales según decidan los airados herederos Hatfield.

Por tanto, igual que en la sociedad libertaria, la policía será enormemente cuidadosa en evitar la invasión de los derechos de cualquier sospechoso salvo que esté completamente convencida de su culpabilidad y dispuesta a poner sus cuerpos en línea con esta creencia, así igualmente pocas personas se “tomarán la justicia por su mano”, salvo que se les convenza de una manera similar. Además, si Hatfield I simplemente golpea a McCoy I y luego McCoy la mata en represalia, esto también expondría a McCoy al castigo como asesino. Así que la inclinación casi universal sería dejar la ejecución de la justicia a los tribunales, cuyas decisiones basadas en reglas de evidencias, procedimientos judiciales, etc., similares a las que podemos aplicar hoy, serían aceptadas por la sociedad como honradas y como lo mejor que puede lograrse.[11]

Debería ser evidente que nuestra teoría del castigo proporcional (que la gente pueda ser castigada perdiendo sus derechos en la medida que hayan invadido los derechos de otros) es francamente una teoría retributiva del castigo, una teoría del “diente (o dos dientes) por diente”.[12] La retribución tiene mala reputación entre filósofos, que generalmente rechazan el concepto inmediatamente por “primitivo” o “bárbaro” y luego entran en una explicación de las otras dos grandes teorías del castigo: disuasión y rehabilitación. Pero rechazar simplemente un concepto como “bárbaro” no puede bastar; después de todo, es posible que en este caso los “bárbaros” llegaran a un concepto que fuera superior a las creencias más modernas.

El profesor H.L.A. Hart describe la “forma más cruda” de proporcionalidad, como la que hemos defendido aquí (la lex talionis), como

la idea de que lo que ha hecho el criminal debería hacérsele a él y donde sea que se piense que el castigo es primitivo, como es a menudo, esta idea cruda se reafirma a sí misma: el asesino debería ser asesinado, el atacante violento debería ser azotado.[13]

Pero “primitivo” difícilmente es una crítica válida y el propio Hart admite que este forma “cruda” presenta menos dificultades que las versiones más refinadas de la tesis proporcionalidad-retributivismo. Su única crítica razonada, que parece creer que zanja el asunto, es una cita de Blackstone:

Hay muchísimos delitos que en modo alguno admitirían estas sanciones, sin un absurdo y maldad manifiestos. El hurto no puede castigarse con hurto, la difamación con difamación, la falsificación con falsificación, el adulterio con adulterio.

Pero son críticas escasamente convincentes. Hurto y falsificación son robos y sin duda puede hacerse que el ladrón proporcione restitución y daños proporcionales a la víctima; no hay aquí problema conceptual. El adulterio, en la opinión libertaria, no es un delito en absoluto y tampoco, como se verá después, lo es la “difamación”.[14]

Ocupémonos entonces de las dos grandes teorías modernas y veamos si proporcionan un criterio para el castigo que cumpla verdaderamente nuestra concepción de la justicia, como indudablemente hace la retribución.[15] La disuasión fue el principio aportado por el utilitarismo, como parte de su rechazo agresivo de los principios de justicia y derecho natural y el reemplazo de estos principios supuestamente metafísicos por una dura practicidad. El objetivo práctico de los castigos se suponía que era por tanto disuadir de cometer más delitos al propio delincuente o a otros miembros de la sociedad. Pero este criterio de disuasión implica planes de castigo que casi todos considerarían muy injutos. Por ejemplo, si no hay ningún castigo en absoluto para ningún delito, mucha gente cometería pequeños hurtos, como robar fruta de un puesto. Por otro lado, la mayoría de la gente tiene más objeción interior a cometer un asesinato que ha realizar un pequeño hurto y estaría menos dispuesta a cometer el delito mayor. Por tanto, si el objeto de castigo es disuadir el delito, entonces habría que castigar muchos más para evitar los hurtos que para evitar los asesinatos, un sistema que va contra los patrones éticos de la mayoría de la gente. Como consecuencia, con la disuasión como criterio habría que exigir la pena capital para los pequeños robos (el robo de un chicle), mientras que los asesinos solo incurrirían en la sanción de unos pocos meses en la cárcel.[16]

De forma similar, una crítica clásica del principio de disuasión es que, si la disuasión fuera el único criterio, sería perfectamente apropiado que la policía o los tribunales ejecutaran públicamente por un delito a alguien que saben que es inocente, pero que ellos han convencido a la gente de que era culpable. La ejecución consciente de un hombre inocente (siempre, por supuesto, que el conocimiento pueda mantenerse secreto) ejercería un efecto disuasorio igual de completo que la ejecución del culpable. Y, por supuesto, tal política va sin embargo frontalmente en contra de los patrones de justicia de casi todos.

El hecho de que casi todos considerarían esas disposiciones de castigo como grotescas, a pesar de cumplir con el criterio de la disuasión, demuestra que la gente está interesada en algo más importante que la disuasión. El qué puede ser esto se indica por la objeción predominante que estas escalas disuasorias de castigo o la muerte de un hombre inocente invierten claramente nuestra visión usual de la justicia. En lugar de que el castigo “se ajuste al delito” ahora se gradúa en proporción inversa a su gravedad o se aplica al inocente en lugar de al culpable. En resumen, el principio de disuasión implica una enorme violación de la sensación intuitiva de que la justicia conlleva alguna forma de castigo ajustado y proporcional de la parte culpable y solo de ella.

El criterio más reciente, supuestamente muy “humanitario” para el castigo es la “rehabilitación” del delincuente. El argumento dice que la justicia pasada de moda, se concentraba en castigar al criminal, ya sea en retribución o para disuadir futuros delitos; el nuevo criterio trata humanitariamente de reformar y rehabilitar al delincuente. Pero en una consideración posterior, el principio de rehabilitación “humanitaria” no solo lleva a injusticias arbitrarias y grandes, también pone un poder enorme y arbitrario para decidir el destino de los hombres en manos de los dispensadores de castigos. Así, supongamos que Smith es un asesino en serie, mientras que Jones roba fruta en un puesto. En lugar de ser sentenciados en proporción a sus delitos, sus sentencias son ahora indeterminadas, con la prisión acabando dependiendo de su “rehabilitación” supuestamente exitosa.

Pero esto pone el poder de determinar las vidas de los prisioneros en manos de un grupo arbitrario de supuestos rehabilitadores. Significaría que en lugar de igualdad ante la ley (un criterio elemental de justicia) con delitos iguales castigados por igual, un hombre podría ir a prisión unas pocas semanas, si es “rehabilitado” rápidamente, mientras que otro puede quedarse en ella indefinidamente. Así, en nuestro caso de Smith y Jones, supongamos que el asesino en serie Smith se rehabilita rápidamente, según nuestro consejo de “expertos”. Es liberado en tres semanas, con el aplauso de los reformadores supuestamente exitosos. Entretanto, Jones, el robafrutas. Persiste en ser incorregible y está claro que no está rehabilitado, al menos a los ojos del consejo de expertos. Según la lógica del principio, debe permanecer encarcelado indefinidamente, tal vez el resto de su vida, pues aunque el delito fuer ínfimo, continúa estando fuera de la influencia de sus “humanitarios” mentores.

Así, el profesor K.G. Armstrong escribe del principio de la reforma:

El patrón lógico de las sanciones sería que a cada delincuente se le dé tratamiento reformador hasta que los expertos lo cambien lo suficiente como para certificarlo como reformado. Con esta teoría, toda sentencia tendría que ser indeterminada (quizá “a determinar a juicio del psicólogo”) pues ya no existe ninguna base para el principio de un límite definido para el castigo. “¿Robaste un mendrugo de pan? Bueno, tendremos que reformarte, aunque tardemos el resto de tu vida”. Desde el momento en que es culpable el criminal pierde sus derechos como ser humano (…) No es una forma de humanitarismo que me guste.[17]

Nadie ha expuesto con más brillantez la tiranía y la enorme injusticia de la teoría “humanitaria” del castigo como reforma que C.S. Lewis. Advirtiendo que los “reformadores” llaman a sus acciones propuestas “cura” o “terapia” en lugar de “castigo”, Lewis añade:

Pero que no nos engañe un nombre. Ser alejado sin mi consentimiento de mi casa y amigos; perder mi libertad; soportar todos esos ataques a mi personalidad que la psicoterapia moderna sabe cómo realizar (…) saber que este proceso no acabará nunca hasta que mis captores hayan tenido éxito o yo sea lo suficientemente listo como para engañarles con un aparente éxito; ¿a quién le importa si a esto se le llama Castigo o no? El que incluya la mayoría de los elementos por los que se teme el castigo (vergüenza, exilio, cautiverio y años de plaga de langostas) es algo evidente. Solo un enorme mal podría justificarlo, pero el mal es la misma concepción que la teoría Humanitaria ha lanzado por la borda.

Lewis continúa demostrando la tiranía particularmente dura que es probable que generen los “humanitarios” para infligir sus “curas” y “terapias” en el pueblo:

De todas las tiranías, una tiranía ejercida por el bien de sus víctimas puede que sea la más opresiva. Puede ser mejor vivir bajo ladrones de guante blanco que bajo entrometidos morales omnipotentes. La crueldad de los ladrones de guante blanco puede descansar a veces, su codicia puede verse saciada en algún momento; pero los que nos atormentan por nuestro propio bien nos atormentarán sin fin, pues lo hacen con la aprobación de su propia conciencia. Puede que sea más probable que vayan al Cielo, pero al mismo tiempo es más probable que hagan de la tierra un Infierno. Esta misma amabilidad resulta un insulto intolerable. Ser “curados” contra nuestra voluntad y curados de estados que no podemos considerar como enfermedad es ser puestos al nivel de los que aún no han llegado a la edad de la razón o los que nunca lo harán; ser clasificados junto a niños, imbéciles y animales domésticos. Pero ser castigados, aunque sea severamente, porque lo hemos merecido, porque “tendríamos que haberlo pensado” es ser tratados como seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios.

Además, apunta Lewis, los gobernantes pueden usar el concepto de “enfermedad” como un medio para acabar cualquier acción que les desagrade como “delito” y luego infligir un gobierno totalitario en nombre de la terapia.

Pues si el delito y la enfermedad se consideran como lo mismo, de ello se sigue que cualquier estado mental que tus amos decidan llamar “enfermedad” puede ser tratado como delito y curado obligatoriamente. Sería inútil defender que los estados mentales que desagradan el gobierno  no siempre tienen que implicar bajeza moral y por tanto no siempre merecen incautar libertad. Pues nuestros amos no usarán conceptos de merecimiento y castigo, sino de enfermedad y cura (…) No será persecución. Incluso si el tratamiento es doloroso, incluso si dura toda la vida, incluso si es fatal, solo será un lamentable accidente, la intención era puramente terapéutica. Incluso en la medicina ordinaria hay operaciones dolorosas y operaciones fatales, lo mismo pasaría con esto. Pero como son “tratamientos”, no castigos, solo pueden ser criticados por colegas y por razones técnicas, nunca por hombres como tales y por razones de justicia.[18]

Así que vemos que la aproximación al castigo de moda de la reforma puede ser al menos tan grotesca y mucho más incierta y arbitraria que el principio de disuasión. La retribución sigue siendo nuestra única teoría justa y viable del castigo y el principio de igual tratamiento para igual delito es fundamental para dicho castigo retributivo. Lo bárbaro resulta ser lo justo, mientras que los “moderno” y lo “humanitario” resultan ser grotescas parodias de la justicia.


[1] Este capítulo apareció sustancialmente con la misma forma en Murray N. Rothbard, “Punishment and Proportionality,” en Assessing the Criminal: Restitution, Retribution, and the Legal Process, R. Barnett y J. Hagel, eds. (Cambridge, Mass.: Ballinger Publishing, 1977), pp. 259-270.

[2] Debe apuntarse, sin embargo, que todos los sistemas legales, libertarios o no, deben tener alguna teoría del castigo y que los sistemas existentes están al menos en un estado tan insatisfactorios como el castigo en la teoría libertaria.

[3] Significativamente, la única excepción a la prohibición de los trabajos forzados en la Decimotercera Enmienda de la Constitución de EEUU es la “esclavización” de los delincuentes: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto”.

[4] Sobre los principios de restitución y “composición” (compra de la víctima por el criminal) en el derecho, ver Stephen Schafer, Restitution to Victims of Crime (Chicago: Quadrangle Books, 1960).

[5] William Tallack, Reparation to the Injured and the Rights of the Victims of Crime to Compensation (Londres, 1900), pp. 11-12; Schafer, Restitution to Victims of Crime, pp. 7-8.

[6] Este principio del doble castigo libertario ha sido descrito concisamente por el profesor Walter Block como el principio de “dos dientes por diente”.

[7] Agradezco al profesor Robert Nozick, de la Universidad de Harvard haberme apuntado este problema.

[8] K.G. Armstrong, “The Retributivist Hits Back”, Mind (1961), reimpreso en Stanley E. Grupp, ed., Theories of Punishment (Bloomington: Indiana University Press, 1971), pp. 35-36.

[9] Añadiríamos que aquí el “nosotros” debería significar la víctima del delito concreto. H.J. McCloskey, “A Non-Utilitarian Approach to Punishment”, Inquiry (1965), reimpreso en  Gertrude Ezorsky, ed., Philosophical Perspectives on Punishment (Albany: State University of New York Press, 1972), p. 132.

[10] En nuestra opinión, el sistema libertario no sería compatible con las agencias monopolistas de defensa del Estado, como policía y tribunales, que por el contrario sería privadamente competitivas. Sin embargo, como este es un tratado ético no podemos ocuparnos aquí de la cuestión pragmática de cómo exactamente podría funcionar en la práctica ese sistema “anarcocapitalista” de policía y tribunales. Para una explicación de esta cuestión, ver Murray N. Rothbard, Por una nueva libertad (Nueva York: Macmillan, 1978), pp. 215-241.

[11] Todo esto recuerda al sistema brillante e ingenioso de castigo para los burócratas públicos ideado por el gran libertario H.L. Mencken en A Mencken Crestomathy (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1949), pp. 386-387, en el que proponía que cualquier ciudadano

que haya visto los actos de un empleado y lo considerara un delincuente pueda castigarle instantáneamente y en ese mismo lugar y de cualquier manera que parezca apropiada y conveniente, y que en caso de que este castigo implique daño físico al empleado, la posterior investigación del gran jurado o forense se limitará estrictamente a la cuestión de si el empleado merecía lo que obtuvo. En otras palabras, propongo que ya no haya malum in se para golpear, azotar, patear, herir, cortar, lesionar, magullar, mutilar, quemar, aporrear, bastinar, desollar o incluso linchar a un empleado y que sea un malum prohibitum solo en la medida en que el castigo exceda los merecimientos del empleado. La cantidad de este exceso, si la hay, puede determinarse muy fácilmente por un pequeño jurado, mientras se determinan otras cuestiones de culpabilidad. El juez o congresista o cualquier otro empleado azotado, al salir del hospital (o por su heredero principal en caso de que hubiera perecido) se dirige a un gran jurado y presenta una reclamación y, si se considera justificada, se constituye un pequeño jurado y se presentan las evidencias. Si decide que el empleado merece el castigo infligido, el ciudadano que lo hizo resulta honrado. Si, por el contrario, decide que este castigo era excesivo, se considera culpable al ciudadano de agresión, tumulto, asesinato o lo que sea, en un grado proporcional a la diferencia entre lo que merecía el empleado y lo que obtuvo y el castigo por ese exceso sigue los trámites habituales.

[12] La retribución ha sido calificada de forma interesante como “restitución espiritual”.  Ver Schafer, Restitution to Victims of Crime, pp. 120-121. Ver también la defensa de la pena de muerte por Robert Gahringer, “Punishment as Language”, Ethics (Octubre de1960): 47-48:

Un delito absoluto requiere un negativo absoluto y se puede sostener con razón que en nuestra situación actual la pena capital es el único símbolo efectivo de negación absoluta. ¿Qué otra cosa podría expresar la enormidad del asesinato de una forma accesible para hombres para quienes el asesinato es una acción posible? Sin duda una snación menor indicaría un delito menos importante. (Las cursivas son de Gahringer)

Sobre el castigo en general como negativo de un delito contra un derecho, cf. también F.H. Bradley, Ethical Studies, 2ª ed. (Oxford: Oxford University Press, 1927), reimpreso en  Ezorsky, ed., Philosophical Perspectives on Punishment, pp. 109-110:

¿Por qué (…) merezco castigo? Porque he sido culpable. He hecho lo “incorrecto” (…) el negativo de lo “correcto”, la afirmación de lo no correcto (…) La destrucción de lo culpable (…) sigue siendo un bien en sí mismo y esto no porque un mero negativo sea un bien, sino porque la negación de lo incorrecto es la afirmación de lo correcto. El castigo es la negación de lo incorrecto por la afirmación de lo correcto.

Un argumento influyente del retributivismo se encuentra en Herbert Morris, On Guilt and Innocence (Berkeley: University of California Press, 1976), pp. 31-58.

[13] Para un intento de construir un código legal imponiendo castigos proporcionales para el delito (así como restitución a la víctima), ver Thomas Jefferson, “A Bill for Proportioning Crimes and Punishments” en The Writings of Thomas Jefferson, A. Lipscomb y A. Bergh, eds. (Washington, D.C.: Thomas Jefferson Memorial Assn., 1904), vol. 1, pp. 218-239.

[14] H.L.A. Hart, Punishment and Responsibility (Nueva York: Oxford University Press, 1968), p. 161.

[15] Así, el diccionario Webster’s define la “retribución” como “la dispensa o recepción de recompensa o castigo de acuerdo con los merecimiento del individuo”.

[16] En su crítica del principio disuasorio del castigo, el profesor Armstrong, en “The Retributivist Hits Back”, pp. 32-33, pregunta:

¿Por qué pararse en el mínimo, por qué no asegurarse y penalizarle [al delincuente] de alguna forma espectacular: no sería es mejor para disuadir a otros? Que se les azote hasta morir por una infracción de tráfico; ¡eso sin duda me disuadiría de estacionar en la plaza reservada al Vicecanciller!

De forma similar, D.J.B. Hawkins, en “Punishment and Moral Responsibility”, The Modem Law Review (Noviembre de 1944), reimpreso en Grupp, ed., Theories of Punishment, p. 14, escribe:

Si solo se tuviera en cuenta el motivo de la disuasión, deberíamos tener que castigar más duramente aquellas infracciones en las que hay una considerable tentación de cometerlas y que, al no conllevar ninguna gran culpabilidad moral, la gente comete con bastante facilidad. Las infracciones de conducción son un ejemplo familiar.

[17] Armstrong, “The Retributivist Hits Back”, p. 33.

[18] C.S. Lewis, “The Humanitarian Theory of Punishment”, Twentieth Century (Otoño de 1948-49), reimpreso en Grupp, ed., Theories of Punishment, pp. 304-307. Ver también Francis A. Allen, “Criminal Justice, Legal Values, and the Rehabilitative Ideal”, en ibíd., pp. 317-330.


Publicado el 30 de marzo de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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