Crimen organizado – Capítulo 40 – 42

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

CAPÍTULO 40.- Los mercados, no los sindicatos, nos proporcionan tiempo libre y seguridad en el trabajo

 

En “La Acción HumanaLudwig Von Mises escribió que, en su tiempo, los sindicatos siempre habían sido la principal fuente de propaganda anti-capitalista. Para acordarme de eso me puse una pegatina en el paragolpes del coche que dice: “El movimiento sindical: los que te consiguieron el fin de semana”.

En realidad, el promedio de horas trabajadas por semana había venido reduciéndose desde hacía tiempo antes de que los sindicatos empezaran a reivindicar que se limitara por ley el número máximo de horas de trabajo. La disminución a la mitad de la duración media de la semana laboral de 61 horas hasta las 35 horas actuales (según el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos) fue causada por el capitalismo, no por el sindicalismo. Como explicó Mises: “En la sociedad capitalista prevalece una tendencia orientada a incrementar constantemente la cantidad de capital invertido per capita … Consecuentemente, la productividad marginal del trabajo, los salarios y el nivel de vida de los asalariados tienden a aumentar continuamente.

Por supuesto, esto es solo verdad en una economía capitalista en la que prevalezcan la propiedad privada, los mercados libres, el emprendimiento y la libertad económica. El continuo aumento del nivel de vida en los países capitalistas es debido principalmente a los beneficios que comporta la asunción de riesgos y la inversión, a los avances tecnológicos y a (la existencia de) unos trabajadores mejor educados (no gracias a la escuela pública que progresivamente ha hecho más estúpida a la población norteamericana). Los sindicatos se adjudican rutinariamente todo eso mientras instigan políticas que entorpecen las instituciones del capitalismo que son la causa de su propia existencia y de su propia prosperidad.

La reducción del número semanal de horas de trabajo es una invención capitalista porque como la inversión de capital hace que con el tiempo aumente la productividad marginal del trabajo, se requiere menos trabajo para conseguir la misma producción. O lo que es igual, el mismo esfuerzo rinde una mayor producción. Según se intensifica la competencia, en especial en la era de la globalización, los empleadores compiten por los mejores empleados ofreciéndoles mejores salarios y trabajar menos horas. Aquellos empleadores que no ofrecieran semanas laborales más cortas se verían obligados por las fuerzas de la competencia a ofrecer salarios más altos para compensar o dejarían de ser competitivos en el mercado laboral.

La competencia capitalista es también la causa principal de la reducción del trabajo infantil, y, en algunas sociedades, de su eliminación. Al principio, la gente joven abandonó el campo para trabajar en las fábricas bajo duras condiciones de trabajo porque era una cuestión de supervivencia para ellos y sus familias. Pero conforme los trabajadores fueron obteniendo mejores salarios -gracias a la inversión de capital y a las subsiguientes mejoras de productividad- más y más gente pudo permitirse dejar a sus hijos en casa y en la escuela. La legislación que los sindicatos respaldaron y que prohibió el trabajo infantil se aprobó mucho después de que comenzara el declive del trabajo infantil.

Es más, las leyes que prohibieron el trabajo infantil siempre fueron motivadas por el deseo de los sindicatos de expulsar a los trabajadores jóvenes de sus puestos de trabajo, porque no pertenecían a los sindicatos, no para “protegerlos”. Hoy en algunas partes del tercer mundo, la alternativa al trabajo infantil es pedir limosna, la delincuencia, la prostitución infantil o el hambre y la calle. No hay nada más hipócrita que ver como los sindicatos defienden las leyes contra el trabajo infantil mientras pretenden actuar movidos por el bienestar de los niños. Su objetivo es monopolizar la fuerza laboral con trabajadores sindicalizados a costa de los trabajadores jóvenes no sindicalizados.

Los sindicatos también presumen de haber sido ellos quienes durante las últimas tres décadas han impulsado las normas aprobadas por la “Agencia para la Seguridad y la Salud en el Trabajo” (Occupational Safety and Health Administration, la conocida como OSHA en los Estados Unidos). El entorno laboral efectivamente se ha vuelto más seguro en los Estados Unidos durante el pasado siglo, pero esto también es producto de las fuerzas de la competencia capitalista, no de la legislación o de las regulaciones de inspiración sindical.

Un entorno laboral inseguro o peligroso es costoso para los empleadores ya que para atraer a los trabajadores han de pagar una diferencia que les compense (por ejemplo, un salario más alto). Por consiguiente, los empleadores tienen un fuerte interés económico en mejorar la seguridad del medio laboral, especialmente en las industrias manufactureras en las que los salarios con frecuencia suponen la mayor parte de los costes totales. Además, cuando hay un accidente de trabajo los empleadores deben soportar el coste del trabajo perdido, de formar a los nuevos trabajadores y de las compensaciones a los trabajadores que el gobierno les impone. Sin olvidar la amenaza de costosos procesos judiciales.

La inversión en tecnología, desde tractores con aire acondicionado para trabajar en el campo hasta los robots que se utilizan en las factorías de automóviles, también han vuelto más seguro el puesto de trabajo. Los sindicatos se han opuesto a muchas de esas tecnologías que mejoran la seguridad sobre la base de que supuestamente “destruyen empleo”.

Hace tiempo que los sindicatos han estado en la vanguardia de los esfuerzos lobistas orientados a aumentar los impuestos y las regulaciones que gravitan sobre las empresas, que reducen la rentabilidad de la inversión de capital, distraen la atención de los gestores de la gestión de la empresa al papeleo que el gobierno les impone y, en consecuencia, hace que todos -incluyendo a los sindicalistas-, estemos económicamente peor. Todos, excepto los burócratas del gobierno cuyas retribuciones derivan de todas esas reglamentaciones, claro está.

La ralentización del crecimiento de la productividad causada por la mayor regulación y la mayor carga fiscal que recae sobre las empresas, y que los sindicatos apoyan, conduce a un menor crecimiento de la producción económica, lo que a su vez motiva que los precios en muchas industrias sean más altos de lo que en otro caso serían. Todo esto es perjudicial para los “trabajadores”, a los que los sindicatos dicen representar, al reducir sus salarios reales. La propaganda anti-capitalista es también propaganda anti-trabajador.

 

CAPÍTULO 41.- La conspiración sindical contra los empleados de Walmart

Ya en los años noventa (del siglo pasado) se convirtió en un artículo de fe entre los estudiantes universitarios (y muchos otros) la idea de que Walmart era una institución malévola con la que ninguna persona decente debería tratar jamás. Comentaristas invitados aparecieron en todos los distritos universitarios de los Estados Unidos para denunciar la opresión a la que Walmart sometía a los pobres y a la clase trabajadora. Todo era parte de una campaña de descrédito organizada por los sindicatos y dirigida primordialmente contra los empleados no sindicalizados de Walmart. Formaba parte de un intento de presionar a Walmart para sindicalizar o, en su defecto, para destruirla por ser competidora en precio de otras cadenas de tiendas cuyos precios eran más altos y cuyos empleados sí que estaban afiliados.

La, al parecer, interminable campaña de propaganda contra Walmart es lo que se conoce en la literatura académica sobre sindicatos como una “campaña corporativa”. Hoy hay muy pocas huelgas sindicales, dado que los trabajadores en huelga pueden ser muy fácilmente reemplazados por trabajadores sustitutos. Las denominadas “campañas corporativas” han tomado el lugar de las huelgas como arma preferida de los sindicatos.

Existen varias justificaciones para las campañas corporativas. De una parte, son una forma de sindicalizar trabajadores sin que éstos, que podrían no querer pertenecer a ningún sindicato, tengan que intervenir. La idea es utilizar todos los medios posibles para imponer costes a una empresa y asustar a sus clientes con propaganda negativa, presentando a la compañía como una especie de proscrito social. Una táctica consiste en presentar a la Administración miles de quejas por escrito sobre la empresa, que aquélla debe entonces investigar, lo que obliga a la empresa a incurrir en elevados gastos jurídicos.

El sindicato también emitirá notas de prensa acerca del gran número de reclamaciones habidas contra la empresa, sin mencionar jamás que es él -el sindicato- la fuente de las artificiales reclamaciones! Esto le puede costar a una empresa una gran parte de sus clientes si la publicidad es lo bastante negativa. En los años noventa una campaña corporativa contra otra cadena de tiendas de alimentación, Food Lion, provocó que ésta cerrase docenas de tiendas. Las tiendas volvieron a abrir más tarde, cuando los clientes descubrieran que las acusaciones del sindicato United Food and Commercial Worker’s Union (UFCW) contra Food Lion eran falsas.

En el Estado de Maryland la demonización de Walmart por parte del sindicato UFCW dio al legislativo estatal “justificación” suficiente para aprobar una ley que forzaba a Walmart -pero no a otras empresas que operaban en el Estado- a aumentar las coberturas del seguro de salud que pagaba a sus empleados.

El objetivo último de las campañas corporativas, como la instigada contra Walmart, es el de conseguir que la empresa firme un contrato con un sindicato sin que sus empleados siquiera participen, un proceso que los estudiosos del movimiento sindical denominan “sindicalismo de pulsar botones”.

El sindicato UFCW ha estado en primera línea de la campaña corporativa contra Walmart porque los precios de los productos de alimentación de Walmart son significativamente más bajos que los de toda la competencia sindicalizada. El “problema” al que se enfrenta ese sindicato es que conforme más y más clientes compren sus comestibles en Walmart, el empleo en la industria de alimentación también cambiará de las cadenas de alimentación sindicalizadas, que son más caras, hacia la no sindicalizada Walmart, lo que causará al sindicato una caída de afiliados y, lo que es más importante, una disminución de ingresos procedentes de las cuotas sindicales que son necesarios para pagar los exorbitantes salarios y demás beneficios de los líderes sindicales.

 

CAPÍTULO 42.- Cómo la explotación laboral ayuda a los pobres

Uno de los más viejos mitos del capitalismo es la noción de que las fábricas que ofrecen a lo pobres salarios más altos como señuelo para que abandonen las calles (y vidas dedicadas a pedir, robar, prostituirse o a hacer cosas aún peores) o para que dejen de deslomarse en el campo, de alguna manera los empobrece y explota. Se dice que son explotados en sweatshops [1] por “salarios de subsistencia”. Ése fue el argumento de inspiración marxista que hicieron los socialistas en el siglo XIX, y es aún hoy esgrimido por varios neo-marxistas, la mayoría de los cuales jamás ha realizado trabajo manual y experimentado lo que es sudar en el trabajo.

La codicia y el egoísmo de los sindicatos en esta cruzada anti-capitalista, que ya dura varias generaciones, siempre han sido transparentes: los sindicatos no pueden existir sin prohibir de alguna forma la competencia de los trabajadores no pertenecientes a sindicatos; de ahí resulta la denominación de sweatshop o “explotadoras” para las fábricas que emplean a trabajadores no afiliados.

A los sindicatos norteamericanos les importa un comino la suerte de los pobres del tercer mundo. Les preocupa la salud financiera de sus organizaciones sindicales. Si los sindicatos consiguieran lo que se proponen, los trabajadores de los ‘talleres de esclavos’ que hay en el tercer mundo y que están operados por empresas norteamericanas serían todos despedidos y obligados a sobrevivir mendigando, robando o haciendo cosas peores. Ésos son los altos valores morales que la propaganda sindical ha difundido en los ‘campus’ de las Universidades de toda América en los que han instigado campañas, seminarios y protestas contra las sweatshops o “fábricas de explotación esclavista”.

La naturaleza fraudulenta de la campaña contra los “explotadores” se hizo patente en un artículo publicado en el año 2007 en el “Journal of Labor Research” por los economistas Ben Powell y David Skarbek quienes presentaron los resultados de una encuesta realizada en esos “talleres esclavistas” de once países del tercer mundo. En nueve de los once países, los salarios de ese tipo de centros de trabajo, pertenecientes a empresas extranjeras allí establecidas, eran más altos que el salario local promedio. En Honduras, donde casi la mitad de la población vive con 2 dólares al día, los “talleres esclavistas” pagaban más de seis veces ese importe -13,10 dólares al día-. Los salarios en los “talleres esclavistas” de Camboya, Haiti, Nicaragua y Honduras eran de más del doble del salario medio nacional según Powell y Skarbek.

Nunca son los trabajadores de países como Honduras los que se quejan de la existencia de fábricas que emplean a trabajadores no afiliados a sindicatos, esto es no sindicalizadas, y que les ofrecen aumentos salariales inmediatos del 500 por ciento. La gente, en esas situaciones, se beneficia tanto en su vertiente de trabajador como en su condición de consumidor, ya que así se venden artículos de consumo en mayor número y variedad (y a precios más económicos) en sus respectivos países. La inversión de capital de este tipo es infinitamente superior a la alternativa de la “ayuda exterior”. La denominada ayuda exterior es siempre una transferencia de fondos de gobierno a gobierno que fortalece a los Estados de los países receptores de la ayuda, incluso cuando el Estado es un régimen corrupto y opresivo. La inversión de capital impulsada por el mercado es siempre muy superior a la reasignación de capital realizada a instancias políticas.

La inversión exterior en el tercer mundo también tiene el potencial de transferir conocimiento empresarial a países donde no existía previamente. No solo se transfiere tecnología, sino conocimientos acerca de las prácticas de los negocios y toda la cultura y la creación de riqueza capitalistas. Sin ella ninguna nación puede hacer progresos frente a la pobreza.

La existencia de fábricas en manos de extranjeros en países pobres crea lo que los economistas llaman “economías de aglomeración”. La apertura de una fábrica provocará que muchos negocios de todo tipo surjan alrededor de la fábrica para darle servicio como proveedores de inputs y para dar servicio a los empleados también (con restaurantes y demás). Así pues, no se crean solo puestos de trabajo en la fábrica. Una inversión exitosa en un país pobre también dará la señal a otros potenciales inversores de que allí hay un entorno estable para invertir, lo que puede llevar a más inversión, más creación de empleo y a una mayor prosperidad.

La inversión en capital por inversores extranjeros en países pobres también hará que suban los salarios al incrementarse la productividad marginal del trabajo. Desanimar esa inversión, que es el objetivo del movimiento contra los talleres esclavistas, provocará lo contrario y hará que los salarios se estanquen o bajen.

Una de las más grandes virtudes de la existencia de talleres esclavistas en el tercer mundo es que reducen el poder de los sindicatos americanos. Con pocas excepciones, los sindicatos han estado en la vanguardia de la ideología anti-capitalista y son partidarios de una asfixiante intervención del gobierno que merma el crecimiento económico. Por tanto, cuanto más se debiliten, mejor para todos los trabajadores americanos.

La mejor forma de apoyar a los pobres del tercer mundo como simple particular es comprando más productos producidos por empresas capitalistas que se han establecido allí.

 


[1] Sweatshop significa fábrica donde se explota a los trabajadores. Literalmente se forma por la conjunción de la palabra sudor (sweat) y tienda (shop). De ahí la alusión al sudor en el trabajo que hace después el autor. Podría traducirse como taller clandestino o taller esclavista pero en puridad no serían ni lo uno ni lo otro ya que ni se esconden ni emplean a esclavos (N. del T.).


Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.

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