El gobierno (L’état)

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[La presente es una traducción de la versión en inglés de este ensayo incluida en The Bastiat Collection (Ludwig von Mises Institute: Auburn, AL), considerando el original en francés]

Desearía que alguien instituyera un premio —no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, medallas y listones —a cambio de una buena, simple y discernible definición de la palabra “gobierno”.

¡Qué servicio tan inmenso le ofrecería a la sociedad!

¡El gobierno! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Qué es lo que hace? ¿Qué es lo que debería hacer? Todo lo que sabemos es que es un personaje misterioso; y seguramente, es el más buscado, el más atormentado, el más agobiado, el más admirado, el más acusado, el más invocado y el más provocado de todos los personajes en el mundo.

No tengo el gusto de conocer a mi lector pero apostaría diez contra uno a que en los últimos seis meses él ha estado inventándose utopías y, de ser así, apostaría diez contra uno a que tiene la mirada puesta en el gobierno para llevarlas a cabo.

Y si mi lector fuera una dama, no tengo la menor duda de que ella sinceramente desea ver que todos los males de la doliente humanidad sean remediados, y que piensa que esto podría hacerse fácilmente si tan solo el Gobierno se hiciera cargo.

Pero, por desgracia, ese pobre y desafortunado personaje, como Fígaro, no sabe a quién escuchar, no sabe adónde mirar. Los cien millones de bocas de la prensa y de las tarimas de los oradores gritan al unísono:

“Hazte cargo de organizar el trabajo y a los trabajadores.”

“Hazte cargo de acabar con la avaricia.”

“Hazte cargo de reprimir la insolencia y la tiranía del capital.”

“Hazte cargo de experimentar con los abonos y con los huevos.”

“Hazte cargo de llenar el país con líneas férreas.”

“Hazte cargo de regar las planicies.”

“Hazte cargo de plantar las colinas.”

“Hazte cargo de hacer granjas modelo.”

“Hazte cargo de fundar laboratorios sociales.”

“Hazte cargo de colonizar Argelia.”

“Hazte cargo de nutrir a nuestros hijos.”

“Hazte cargo de educar a nuestra juventud.”

“Hazte cargo de ayudar a los ancianos.”

“Hazte cargo de enviar a los habitantes de los pueblos hacia el campo.”

“Hazte cargo de igualar todas las ganancias en todos los intercambios.”

“Hazte cargo de prestar dinero sin interés a todo aquél que desee pedir prestado.”

“Hazte cargo de independizar Italia, Polonia y Hungría.”

“Hazte cargo de criar y perfeccionar el caballo de montar.”

“Hazte cargo de incentivar las artes, y de proveernos de músicos y bailarines.”

“Hazte cargo de restringir el comercio y al mismo tiempo de crear una marina mercante.”

“Hazte cargo de descubrir la verdad y de poner una pizca de razón en nuestras cabezas. La misión del gobierno es iluminar, desarrollar, expandir, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de la gente.”

“Tened un poco de paciencia, caballeros,” dice el gobierno en tono suplicante. “Haré lo que pueda para satisfaceros, pero para ello debo contar con recursos. He estado preparando planes para cinco o seis impuestos, que son bastante nuevos y para nada gravosos. Ya veréis de cuan buena gana los pagará la gente.”

Entonces viene la gran exclamación: “¡No, de ninguna manera! ¿Dónde está el mérito de hacer algo con recursos? ¡No mereces el nombre de gobierno! Contrario a cargarnos con nuevos impuestos, te pedimos que nos quites los impuestos antiguos. Debes quitarnos:

“el impuesto a la sal,

el impuesto a los licores,

el impuesto a la correspondencia,

los aranceles,

las patentes.”

En el medio de este tumulto, y ahora que el país ha cambiado dos o tres veces de gobierno por no haber satisfecho todas estas demandas, quise mostrar que éstas eran contradictorias. Pero, ¿en qué estaría pensando? ¿No pude yo haberme guardado esta observación para mí mismo?

He perdido la compostura debido a que soy visto como un hombre sin corazón y sin sentimientos —un filósofo insensible, un individualista, un burgués —en una palabra, un economista de la escuela inglesa o estadounidense. Pero, con vuestro perdón, sublimes escritores, que no os detenéis ante nada, ni siquiera ante las contradicciones, estoy equivocado, sin duda, y con gusto me retractaré. Debería estar lo suficientemente satisfecho, y podéis estar seguros de ello, si realmente hubierais descubierto un ser caritativo e inagotable, que se hiciera llamar a sí mismo gobierno, que tuviera pan para todas las bocas, trabajo para todas las manos, capital para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, ungüento para todas las heridas, bálsamo para todos los sufrimientos, consejo para todas las confusiones, soluciones para todas las dudas, verdades para todos los intelectos, esparcimiento para todo el que lo pida, leche para la infancia y vino para la vejez —que pudiera proveer para todos nuestros deseos, satisfacer toda nuestra curiosidad, corregir todos nuestros errores, reparar todas nuestras faltas, y por lo tanto redimirnos de la necesidad de ser previsores, prudentes, juiciosos, sagaces, de tener experiencia, orden, economía, templanza y actividad.

¿Qué razón tendría yo para no querer ver hecho realidad tal descubrimiento? En efecto, mientras más lo pienso, más me doy cuenta de que nada sería más conveniente que todos nosotros tuviéramos a nuestro alcance una fuente inagotable de riqueza y de ilustración —un médico universal, un manual de bolsillo sin final, y un consejero infalible, tal como vosotros describís al gobierno. Por lo tanto, deseo que alguien lo señale y lo defina, y se debe ofrecer un premio al primer descubridor de esta ave fénix. Porque nadie se va atrever a asegurar que este precioso descubrimiento ya se realizó, porque hasta ahora todo lo que se ha presentado a sí mismo bajo el nombre de gobierno ha sido derrocado inmediatamente por el pueblo, precisamente porque no cumplía los requerimientos más bien contradictorios de su programa.

Me aventuraré a decir que me temo que somos, en este respecto, las víctimas inocentes de una de las ilusiones más extrañas que jamás hayan tomado posesión de la mente humana.

Retrocede el hombre ante la angustia —del sufrimiento; y sin embargo es condenado por la naturaleza a sufrir de privaciones si no se toma la molestia de trabajar. Debe elegir, entonces, entre dos males. ¿De cuál medio podría valerse para evitar ambos? Queda ahora, y siempre quedará, una sola forma, la cual es aprovecharse del trabajo de otros. Este comportamiento hace que la molestia y la satisfacción no se mantengan en su proporción natural sino que toda la molestia sea para un grupo de personas y que toda la satisfacción sea para otro. Éste es el origen de la esclavitud y de la expoliación, cualquiera que sea su forma —ya sea la de las guerras, imposiciones, violencia, restricciones, fraudes, etc. —abusos, aunque monstruosos, consistentes con el pensamiento que les ha dado origen. La opresión debería ser detestada y resistida, no se puede decir que esto sea absurdo.

La esclavitud ha desaparecido, ¡gracias al Cielo!, y además, nuestra disposición a defender nuestros bienes evita que la expoliación directa y abierta sea fácil.

Queda, sin embargo, una cosa —que es la inclinación natural que existe en cualquier hombre de dividir la vida en dos partes, cargándoles el problema a otros y quedándose con la satisfacción para sí mismo. Queda por mostrarse bajo cuál nueva forma se manifestará a sí misma esta triste tendencia.

El opresor ya no actúa directamente ni con sus propias fuerzas sobre su víctima. No, nuestra conciencia se ha vuelto demasiado sensible para eso. El tirano y su víctima aún están presentes, sin embargo hay un intermediario entre ellos, el cual es el gobierno —esto es, la ley misma. ¿Qué podría estar mejor calculado para silenciar nuestros escrúpulos y, lo que quizá se aprecie de mejor manera, para vencer cualquier resistencia? Todos nosotros, por lo tanto, ponemos nuestro reclamo, bajo un pretexto u otro, y lo dirigimos al gobierno. Nosotros le decimos:

“No estoy satisfecho con la proporción entre mis labores y mis disfrutes. Me gustaría, para restablecer el equilibrio deseado, tomar parte de las posesiones de otros, pero podría ser peligroso. ¿No podrías facilitármelo? ¿No podrías encontrarme un buen lugar? ¿O bloquear la industria de mis competidores? ¿O, tal vez, prestarme gratuitamente algo de capital, el cual podrías tomar de su dueño? ¿No podrías criar a mis hijos a expensas del gasto público? ¿U otorgarme algunas concesiones? ¿O asegurarme mi bienestar cuando cumpla cincuenta años? Por este medio logro mis fines con la conciencia tranquila, porque habré actuado conforme a la ley y habré obtenido todas las ventajas de la expoliación sin su riesgo y sin su desgracia.”

Tan cierto como que, por un lado, todos estamos haciendo peticiones similares al gobierno y como que, por otro, está probado que el gobierno no puede satisfacer a una parte sin cargarlo al trabajo de otros, hasta en tanto yo no logre obtener otra definición de la palabra “gobierno”, me siento autorizado para dar la mía. Quién sabe, a lo mejor podría obtener el premio.

Aquí está:

“El gobierno es la gran ficción por medio de la cual todos procuran vivir a expensas del resto.”

Porque cada uno, tanto ahora como antes, en mayor o menor medida, busca aprovecharse del trabajo de otros. Este sentimiento no nos atrevemos a mostrarlo, incluso lo ocultamos de nosotros mismos y entonces, ¿qué hacemos? Pensamos en un medio, nos dirigimos al gobierno y cada clase va en orden y espera su turno para decirle: “Tú, que puedes hacerlo justificada y honestamente, quítale al público y nosotros tomaremos parte del botín”.

Desgraciadamente el gobierno está muy presto a seguir este diabólico consejo debido a que está compuesto por ministros, servidores civiles, en resumidas cuentas, de hombres, quienes, como todos los hombres, desean en sus corazones y siempre aprovechan cada oportunidad de incrementar su riqueza y su influencia con afán. El gobierno no es lerdo para percibir las ventajas que podría derivar de la parte que le ha confiado el público. Le place ser el juez y el maestro de los destinos de todos; tomará bastante porque así una buena parte se la quedará para sí; multiplicará el número de sus agentes; agrandará el círculo de sus privilegios; terminará por apropiarse de una proporción ruinosa.

Pero lo que más cabe destacar aquí es la pasmosa ceguera del público en relación a todo esto. Cuando los soldados victoriosos solían reducir a los vencidos a la esclavitud, eran bárbaros, pero no eran irracionales. Su objetivo, como el nuestro, era vivir a expensas de otras personas, y no dejaron de hacerlo. ¿Qué hemos de pensar de un pueblo que nunca parece sospechar que la expoliación recíproca no es menos expoliación por ser recíproca; que no es menos criminal porque se ejecute de manera legal y ordenada; que no agrega nada al bien público; que lo reduce justo en proporción al coste del caro medio que llamamos gobierno?

Y esta gran quimera es la que hemos establecido, para la edificación de la gente, como fachada de la Constitución. El siguiente es el principio del preámbulo:

Francia se ha constituido a sí misma como una república con el propósito de elevar a todos los ciudadanos a un grado cada vez mayor de moralidad, de ilustración y de bienestar.

Por lo tanto es Francia, o una abstracción, la que debe elevar a los franceses, o a realidades de carne y hueso, a la moralidad, al bienestar, etc. ¿No es acaso por rendirnos ante esta extraña ilusión que se nos lleva a esperar que todo provenga de una energía ajena a la nuestra? ¿No es esto declarar que existe, independientemente de los franceses, un ser virtuoso, iluminado, y rico, que puede y desea derramar sus beneficios sobre aquéllos? ¿No es esto suponer, y sin duda con mucha soberbia, que existe entre Francia y los franceses —entre la denominación simple, resumida y abstracta de todas las individualidades y estas individualidades mismas —una relación como de padre a hijo; como de tutor a pupilo; como de profesor a estudiante? Sé que a menudo se dice, metafóricamente, “el país es una madre tierna.” Pero para demostrar la futilidad de la proposición constitucional, solo es necesario demostrar que se puede invertir, no solo sin inconvenientes sino inclusive con ventaja. ¿Sería pues menos exacto decir lo siguiente?:

“Los franceses se han constituido a sí mismos una república, para elevar a Francia a un grado cada vez mayor de moralidad, de ilustración y de bienestar.”

Bien, ¿cuál es el valor de un axioma en el que el sujeto y el atributo pueden intercambiar lugares sin ningún inconveniente? Todo el mundo entiende lo que se da a entender con esto, “La madre alimentará al hijo”. Pero sería ridículo decir, “El hijo alimentará a la madre”.

Los estadounidenses se formaron una idea diferente de la relación entre los ciudadanos y el gobierno cuando pusieron estas simples palabras como encabezado de su Constitución:

Nosotros, los habitantes de los Estados Unidos, con el propósito de formar una unión más perfecta, de establecer justicia, de asegurar la paz interior, de proveer para nuestra defensa común, de incrementar el bienestar general y de asegurar los beneficios de la libertad para nosotros mismos y para nuestra posteridad, decretamos… etc.

Aquí no hay una creación quimérica, ninguna abstracción, de la cual los ciudadanos podrían demandar todo. Ellos no esperan nada salvo de sí mismos y de su propia energía.

Si se me permite criticar las primeras palabras de nuestra Constitución, observaré que de lo que me quejo es de algo más que una mera alusión metafísica, como podría parecer a primera vista.

Sostengo que esta deificación del gobierno ha sido en el pasado, y será en lo sucesivo, una fuente fecunda de calamidades y de revoluciones.

Está el público por un lado y el gobierno por el otro, considerados como dos seres distintos; éste obligado a entregarle a aquél y aquél con el derecho de reclamar de éste, todos los beneficios humanos imaginables. ¿Cuál será la consecuencia?

De hecho, el gobierno no es omnipotente y no puede serlo. Tiene dos manos —una que recibe y otra que da; en otras palabras, tiene una mano dura y otra suave. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera. Estrictamente, el gobierno podría recibir y no entregar. Esto es evidente y puede ser explicado por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, las cuales siempre retienen una parte y a veces todo lo que tocan.

Pero algo que nunca se ha visto y nunca se verá o concebirá es que el gobierno pueda entregar más al público de lo que le ha quitado. Es por lo tanto ridículo que aparezcamos ante él con humilde actitud de mendigos. Le es radicalmente imposible conferir un beneficio particular a uno de los individuos que constituyen la comunidad sin infringir un daño más grande a la comunidad como un todo.

Nuestras peticiones, por lo tanto, lo ponen en un dilema.

Si se rehúsa a otorgar las peticiones que se le hacen, se le acusa de debilidad, falta de voluntad e incapacidad. Si se empeña en otorgarlas, está obligado a cargar a la gente con nuevos impuestos —a hacer más mal que bien, y a traer sobre sí mismo el descontento general.

Por lo tanto, el público tiene dos esperanzas, y el gobierno hace dos promesas —muchos beneficios y ningún impuesto. Esperanzas y promesas que, al ser contradictorias, nunca pueden realizarse.

Ahora bien, ¿no es ésta la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el gobierno, que prodiga promesas que son imposibles de ejecutar, y el público, que ha concebido esperanzas que nunca se pueden realizar, dos clases de hombres se interponen —los ambiciosos y los utópicos. Son las circunstancias las que les dan a éstos la señal para actuar. Es suficiente con que estos vasallos de popularidad le griten a la gente —“las autoridades les están engañando; si nosotros estuviéramos en su lugar, les cargaríamos de beneficios y los eximiríamos de impuestos”.

Y la gente lo cree, y la gente se llena de esperanzas y la gente hace una revolución.

Tan pronto como sus amigos están a la cabeza de las cosas, les hacen el llamado para redimir su promesa. “Dadnos trabajo, pan, asistencia, crédito, educación, colonias,” dice la gente; “y al mismo tiempo protegednos, como prometisteis, de los impuestos”.

El nuevo gobierno no se encuentra menos avergonzado que el anterior, porque se da cuenta pronto de que es mucho más fácil prometer que ejecutar. Trata de ganar tiempo, porque tiempo es necesario para madurar sus vastos proyectos. Al principio, hacen unos pocos intentos tímidos: por un lado instituyen un poco de educación primaria; por otro lado, hacen una pequeña reducción al impuesto a los licores (1850). Pero la contradicción siempre está asomando su fea cabeza; si fuera a ser filantrópica, debería subir impuestos; si fuera a negarse a cobrar impuestos, debería abstenerse de ser filantrópica.

Estas dos promesas están por siempre chocando una contra la otra, no puede ser de otra manera. Vivir del crédito, lo que equivale a agotar el futuro, es ciertamente un medio presente para conciliarlas: es un intento de hacer un pequeño bien ahora a expensas de un gran daño en el futuro. Pero tales procedimientos evocan el fantasma de la quiebra, la cual le pone fin al crédito. ¿Qué se debería hacer entonces? ¿Por qué entonces el nuevo gobierno da un paso audaz; une todas sus fuerzas para mantenerse a sí mismo; sofoca la opinión pública; repudia sus antiguas máximas, declara que es imposible conducir la administración sin el riesgo de ser impopular; en pocas palabras, se proclama a sí mismo gubernamental? Y es éste el punto que los otros candidatos a la popularidad estaban esperando. Muestran la misma ilusión, recorren el mismo camino, obtienen el mismo éxito y pronto son devorados hacia el mismo golfo.

Llegamos a este punto en febrero. Para ese entonces, la ilusión que es objeto de este artículo había hecho mayores progresos en las ideas de las personas que cualquier otro periodo anterior en relación con las doctrinas socialistas. La gente esperaba con más firmeza que nunca que el gobierno, bajo una forma republicana, abriría la puerta grande de la fuente de beneficios y cerraría la de los impuestos. “Nos han engañado muchas veces”, decía la gente; “pero nos saldremos con la nuestra esta vez, y nos cuidaremos de no ser engañados de nuevo”.

¿Qué podría hacer el gobierno provisional? Desgraciadamente, lo que siempre se hace en circunstancias similares —hacer promesas y ganar tiempo. Así lo hizo, por supuesto; y para darle mayor peso a sus promesas, las anunció públicamente así:

Aumento de prosperidad, reducción del trabajo, asistencia, crédito, educación gratuita, colonias agrícolas, cultivo de las tierras baldías y, al mismo tiempo, reducción del impuesto a la sal, al licor, a la carne; todo esto será concedido cuando la Asamblea Nacional se reúna.

La Asamblea Nacional se reúne y, como es imposible realizar dos cosas contradictorias, su tarea consiste en retirar, lo más delicadamente posible, uno tras otro, todos los decretos del gobierno provisional. Sin embargo, para mitigar de alguna forma la crueldad de la decepción, se halla necesario negociar un poco.

Se cumple con ciertos compromisos; otros son iniciados en alguna medida y, por lo tanto, la nueva administración se encuentra obligada a inventar algunos impuestos nuevos.

Ahora, me transporto mentalmente hacia un periodo unos meses atrás y me pregunto con presentimientos tristes, ¿qué pasará cuando los agentes del nuevo gobierno vayan al campo a recaudar los nuevos impuestos sobre las herencias, los ingresos y las ganancias del tráfico agrícola? Tengo la esperanza de que mis presentimientos no se cumplan pero preveo difícil el papel que los candidatos a la popularidad deben ejecutar.

Leed el último manifiesto de los Montagnards —el que emitieron cuando fue elegido el presidente. Es bastante largo pero finalmente concluye con estas palabras: “El gobierno debe dar mucho al pueblo y quitarles poco”.

Siempre son las mismas tácticas o, más bien, el mismo error.

“El gobierno está obligado a dar instrucción gratuita y educación a todos los ciudadanos”.

Está obligado a dar “una educación profesional general y pertinente, tanto como sea posible adaptada a las necesidades, los llamamientos y las capacidades de cada ciudadano”.

Debe: “Enseñar a todos los ciudadanos su deber para con Dios, el hombre, y sí mismo, para desarrollar sus sentimientos, sus tendencias y sus facultades, enseñarle, en definitiva, la parte científica de su trabajo, hacerle comprender sus propios intereses, y darle a conocer de sus derechos “.

Debe: “Poner al alcance de todos, la literatura y las artes, el patrimonio del pensamiento, los tesoros de la mente, y todos los goces intelectuales que elevan y fortalecen el alma.”

Debe: “Compensar por cada accidente, incendio, inundación, etc., que experimente un ciudadano.”

Debe: “Atender las relaciones del capital con el trabajo, y convertirse en el regulador del crédito.”

Debe: “Pagar estímulo importante y protección eficiente a la agricultura.”

Debe: “Comprar los ferrocarriles, canales, y las minas, y, sin duda, para transar con esa capacidad industrial que los patrocinan.”

Debe: “Fomentar experimentos útiles, promoverlos y asistirlos por todos los medios apropiados para que tengan éxito. Como regulador del crédito, ejercerá influencia tan amplia sobre las asociaciones industriales y agrícolas como para asegurarles el éxito.

El gobierno está obligado a hacer todo esto, además de los servicios a los que ya está comprometido, y además, siempre mantener una actitud amenazante hacia los extranjeros, ya que, de acuerdo con los que se inscriban al programa “Unidos por esta santa unión, y por los precedentes de la República Francesa, llevamos a nuestros deseos y esperanzas más allá de los límites que el despotismo ha puesto entre las naciones. Los derechos que deseamos para nosotros, los deseamos para todos los oprimidos por el yugo de la tiranía, deseamos que nuestro glorioso ejército aún sea, si es necesario, el ejército de la libertad”.

Vosotros veis que la mano suave del Gobierno —esa mano buena que da y reparte, estará muy ocupada bajo el gobierno de los Montagnards. Tal vez creáis, acaso, que será lo mismo con la mano dura —la mano que se sumerge en nuestros bolsillos. No os engañéis. Los aspirantes de popularidad no sabrían su negocio si no conocieran su arte, cuando muestran la mano suave, para ocultar la mano dura.

Su reinado será seguramente el jubileo de los contribuyentes.

“Es lo superfluo, no necesidades,” dicen “lo que debe ser gravado.”

¡En verdad, será un día feliz en la tesorería cuando, con tal cargarnos con beneficios, se contente con restringirnos nuestras superfluidades!

Esto no es todo. Los Mointagnards tienen la intención de que “los impuestos pierdan su carácter opresivo, y sean solo un acto de fraternidad”. ¡Dios mío! Sé que está de moda meter la fraternidad en todas partes, pero no me imaginaba que alguna vez se pondría en manos del recaudador de impuestos.

Para llegar a los detalles: Aquellos que firman el programa dicen: “Queremos la abolición inmediata de los impuestos que afectan a las necesidades absolutas de la vida, como la sal, licores, etc., etc.

“La reforma del impuesto sobre la propiedad de la tierra, las costumbres y las patentes.

“Justicia gratuita, es decir, la simplificación de las formas, y la reducción de sus gastos,” (Esto, sin duda, hace referencia a los sellos.)

Por lo tanto, el impuesto a la propiedad de la tierra, las aduanas, las patentes, sellos, sal, licores, gastos de envío, están todos incluidos. Estos señores han descubierto el secreto de dar una actividad excesiva a la mano suave del Gobierno, mientras que paralizan por completo su mano dura.

Bueno, le pregunto al lector imparcial, ¿no es infantilismo, y peor aún, infantilismo peligroso? ¿No es inevitable que tengamos revolución tras revolución, si hay una determinación de no parar hasta que esta contradicción sea descubierta: “Darle nada al gobierno y recibir mucho de él”?

Si los Montagnards iban a llegar al poder, ¿no se convertirían en víctimas de los medios que emplearon para tomar posesión de él?

¡Ciudadanos! En todo momento, dos sistemas políticos han existido, y a cada uno puede mantenerse por buenas razones. De acuerdo con uno de ellos, el Gobierno debe hacer mucho, pero entonces debería quitar mucho. De acuerdo con el otro, esta actividad doble debe sentirse poco. Tenemos que elegir entre estos dos sistemas. Pero en lo que respecta al tercer sistema, que participa de los otros dos, y que consiste en exigir todo del Gobierno, sin darle nada: es quimérico, absurdo, pueril, contradictorio y peligroso. Aquellos que lo proclaman, en aras del placer de acusar a todos los gobiernos de debilidad, y por lo tanto de exponerlos a vuestros ataques, están solo lisonjeándolos y engañándolos, mientras se engañan a sí mismos.

En cuanto a nosotros, consideramos que el Gobierno es y debe ser nada más que la fuerza común organizada, no para ser un instrumento de opresión y de expoliación recíproca entre los ciudadanos, sino que, por el contrario, para asegurar a todos los suyos, y hacer que la justicia y la seguridad reinen.


Publicado originalmente en 1850. Traducido del inglés por Edgar Duarte Aguilar.

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