Sobre el gobierno y la producción privada de defensa

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Monarquía, democracia y orden natural

CAPÍTULO 12

El pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y  felicidad.  (Declaración de independencia).

Parte I

La creencia en la seguridad colectiva constituye uno de los tópicos más populares y trascendentales de nuestro tiempo. Nada menos que la legitimación del Estado reposa sobre ella.

Demostraré que la idea de seguridad colectiva es un mito que no puede proporcionar justificación alguna para el Estado y, así mismo, que la seguridad es y debe ser asunto privado. Antes que nada, expondré la reconstrucción en unas pocas cuestiones en cada caso.

El mito de la seguridad colectiva también puede denominarse mito hobbesiano. Thomas Hobbes, así como la legión de filósofos y economistas políticos que le siguieron, sostenía que en el estado de naturaleza los hombres se atacarían unos a otros todo el tiempo. Homo homini lupus est. Expresado en términos más modernos, en el estado de naturaleza existiría una  «Insuficiente producción» de seguridad. Cada individuo, dejado a su suerte, gastaría  «demasiado poco» en su propia defensa, lo que acarrearía una guerra interpersonal sin cuartel. La solución para esta situación, intolerable según Hobbes y sus sucesores, es el establecimiento de un Estado. Para instituir la cooperación pacífica entre dos individuos, A y B, se necesita de un tercero independiente, E, como árbitro y pacificador en última instancia. Sin embargo el tercero, E, no es un individuo como los demás y el bien que el proporciona, la seguridad no es un bien  «privado». E es un soberano y como tal tiene dos únicas prerrogativas. Por un lado puede porfiar para que sus súbditos, A y B,  no busquen protección en nadie más aparte de él; por tanto, E se convierte en un monopolista territorial coactivo de la protección. E puede determinar también unilateralmente, por otra parte la cantidad que A y B deben gastar en su propia seguridad; es decir, E puede exigir tributos necesarios para la provisión «colectiva» de seguridad.

De poco sirve discutir si el hombre es tan malo y tan lobo como suponía Hobbes o no, salvo para recalcar que la tesis de Hobbes, obviamente, no puede significar que al hombre solo lo muevan los instintos agresivos. De ser así, la humanidad hubiese perecido hace muchísimo tiempo. El hecho de que sobreviva prueba que el hombre también posee la razón y es capaz de domeñar sus impulsos naturales. La disputa se centra exclusivamente en la solución hobbesiana. Dado que el hombre es un animal de naturaleza racional, ¿Puede considerarse un progreso su solución al problema de la inseguridad? ¿Puede la fundación de un Estado reducir la conducta agresiva y promover la cooperación pacifica, mejorando de este modo la provisión privada de seguridad y protección? Las dificultades que plantea el argumento hobbesiano son evidentes. Una de ellas, dejando a un lado el problema de la maldad humana, es la existencia de E­—rey, dictador o presidente electo—. La aparición de E no altera la naturaleza del hombre. ¿Cómo puede ser mejor la protección de A y B si E les grava proporcionársela? ¿Acaso no resulta contradictoria la institución de E como protector de la propiedad expropiada? ¿No es esto lo que a veces se denomina –con mayor propiedad—un chantaje? Ciertamente, E hará la paz entre A y B, pero con el fin de poder robarles con mayor provecho. Cuanto mejor pertrechada esta la defensa de E, más indefensos y expuestos a sus ataques estarán A y B. Vista así, la seguridad colectiva no parece mejor que la privada, perfeccionada con la expropiación y el desarme económico de sus súbditos. Por lo demás, los estatistas, desde Hobbes a Buchanan, Han argumentado que un Estado protector como E llegaría a alguna solución parecido a un contrato «constitucional»[1]. ¿Pero quién en su sano juicio suscribiría un contrato que permitiese al protector determinar unilateralmente –e irrevocablemente—la suma que el protegido tiene que pagar por su protección? El hecho es que nadie nunca lo ha hecho[2].

Permítaseme interrumpir mi discusión y regresar a la reconstrucción del mito hobbesiano. Una vez aceptado que para instituir la cooperación pacífica entre A y B es necesario que haya un Estado, E, se imponen dos conclusiones. Si existe más de un estado, E1, E2, E3, del mismo modo que las relaciones A y B pueden no ser pacíficas, no tienen por qué haber paz entre los estados E1, E2, E3 mientras persista entre ellos el estado de naturaleza (o estado de anarquía). En consecuencia, para realizar la paz universal. Son necesarias  la centralización y la unificación políticas y, en última instancia, la unidad del mundo bajo un único gobierno.

Resultará útil precisar aquello que puede considerarse incontrovertible. Para empezar, el razonamiento de Hobbes es correcto hasta el final. Si la premisa es correcta, las consecuencias se seguirán una detrás de otra. Los presupuestos empíricos hobbesianos parecen a primera vista ser corroborados por los hechos. Es cierto que los estados están en permanente guerra entre si. También que puede constatarse una tendencia histórica hacia la centralización política y la gobernación global. Lo discutible es la interpretación de estos hechos y la consideración de la unidad del mundo como un progreso para la provisión de seguridad y protección privada. Alguna anomalía empírica parece viciar entonces su argumento. La razón de la oposición entre los diferentes Estados E1, E2, y E3 se debe, según Hobbes, al estado de anarquía en el que se desenvuelven todos. Sin embargo, antes del advenimiento del Estado mundial, no son solo E1, E2 y E3 quienes viven en anarquía, sino que también cualquier ciudadano de un Estado vive en estado de naturaleza con respecto a los ciudadanos de otros Estados. La consecuencia de ello debería ser la constatación de que la guerra y la agresión tienen lugar entre los ciudadanos particulares de cada Estado, así como entre los diferentes estado. Sin embargo, esto no es así empíricamente. El trato privado entre extranjeros suele ser sensiblemente menos belicoso que el trato entre los diferentes gobiernos. Pero esto no es una sorpresa. Después de todo, un agente del Estado, E, a diferencia de sus súbditos, puede contar con la imposición fiscal domestica para dirigir sus «asuntos extranjeros». Dada su natural agresividad, parece evidente que E se comportara más cínica y violentamente con los extranjeros si puede externalizar los costes de esa conducta, seguramente cualquiera de nosotros correría mayores riesgos y se implicaría en acciones de provocación y agresión si puede hacer que los demás pagaran por ello. También los Estados, con toda probabilidad, estarían dispuestos a ampliar su monopolio de protección territorial (chantaje de la protección) a costa de otros Estados, apareciendo el gobierno mundial como resultado final de la competencia interestatal[3]. ¿Cómo se puede decir que esto supone un progreso sobre la provisión privada de seguridad y protección? En realidad sucede lo contrario. El Estado mundial es el vencedor de todas las guerras y el superviviente del chantaje de la protección. ¿Acaso no le convierte esto en una institución especialmente peligrosa? ¿Quién se resistiría al poder arrollador de un único Estado mundial, a cuyo lado los individuos son insignificantes?


[1] J. M Buchanan y G. Tullock, El cálculo económico del consenso. J. M Buchanan, Los límites de la libertad: entre la anarquía y el leviatán. Véase la crítica de M.N. Rothbard, «Buchanan and Tullock’s Calculus of consent», en The logic of actin, vol. 2, y «The myth of neutral taxation», loc. cit. También H,-H. Hoppe, the economics and ethics of private property, cap. 1.

[2] Sobre esto L. Spooner, No Treason.

[3] Véase H.-H. Hoppe, «The trouble with Classical Liberalism», Rothbard-Rockwell Report, 9, n.º 4, 1998.

Parte II, III, IV, V


Tomado de Democracy: The God That Failed, 2001. Publicado por Alejandro Bermeo.

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