El filósofo-teólogo: Santo Tomás de Aquino

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[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) fue el más importante intelectual de la Alta Edad Media, el hombre que integró el sistema filosófico de Aristóteles, el concepto de la ley natural y la teología cristiana para forjar el “tomismo”, una asombrosa síntesis de filosofía, teología y ciencias humanas. Este joven italiano nació en la aristocracia, hijo de Landolfo, conde de Aquino en Rocca Seca en el reino de Nápoles. Estudió a temprana edad con los benedictinos y luego en la Universidad de Nápoles. A los 15 años, intentó entrar en la nueva orden de los dominicos, pero sus padres le impidieron físicamente hacerlo, manteniéndole encerrado durante dos años. Finalmente, Santo Tomás escapó, se unió a los dominicos y luego estudió en Colonia y finalmente en París y enseñó allí y en otros centros universitarios europeos. Aquino era tan corpulento que se decía que tenía que recortarse una gran sección de la mesa de comidas para que se pudiera sentar en ella. Aquino escribió numerosas obras, empezando por sus Comentarios a las sentencias de Pedro Lombardo en la década de 1250 y terminando con su magistral y enormemente influyente Summa Theologica en tres partes, escrita entre 1265 y 1273. Fue la Summa, más que ninguna otra obra, la que iba a establecer el tomismo como corriente principal de la teología escolástica católica para los próximos siglos.

Hasta hace poco, los estudios históricos sobre el precio justo empezaban normalmente con Santo Tomás, como si toda la discusión hubiera aparecido de repente en la rotunda persona de Santo Tomás, en el siglo XIII. Sin embargo hemos visto que Aquino Trabajó sobre una rica tradición canónica, románica y teológica. No sorprende que Aquino siguiera a su reverenciado maestro, San Alberto Magno, y los demás teólogos del siglo anterior al insistir en el precio justo para todos los intercambios y, descontento con el credo legista más liberal de la libre negociación hasta el supuesto punto de la laesio enormis, al afirmar que la ley divina, que debe imponerse sobre la ley humana, demanda una completa virtud o el precio justo preciso.

Por desgracia, al explicar el precio justo, Santo Tomás acumuló grandes problemas para el futuro al ser vago en cuál se supone que debería ser éste. Como fundador de un sistema basado en el gran Aristóteles, Aquino, siguiendo a su antecesor San Alberto, se sintió obligado a incorporar en su teoría el análisis aristotélico de los intercambios, con todas las ambigüedades y oscuridades que incluía. Santo Tomás fue claramente aristotélico en adoptar la postura mordaz de este último de que el determinante del valor de intercambio era la necesidad o utilidad de los consumidores, expresada en su demanda de productos. Y así, se reincorporó al pensamiento económico este aspecto protoaustriaco del valor basado en la demanda y utilidad. Por otro lado, fue redescubierta la postura errónea de Aristóteles del intercambio como “igualador” de valores, junto con la indescifrable relación zapatero-constructor. Por desgracia en el curso del Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, Tomás siguió a San Alberto al parecer añadir a la utilidad, como determinante del valor de intercambio, el trabajo más los gastos. Esto dio pie a la posterior idea de que Santo Tomás había añadido a la teoría de la utilidad del valor de Aristóteles una teoría del coste de producción (trabajo más costes) o incluso reemplazado la teoría de la utilidad por una de costes. Algunos comentaristas han llegado a declarar que Aquino había adoptado un teoría del valor trabajo, ejemplificada en la famosa y triunfante frase del historiador socialista anglicano del siglo XX Richard Henry Tawney: “El verdadero legado de las doctrinas de Aquino es la teoría del valor trabajo. El último de sus discípulos es Kart Marx”.[1]

Ha llevado varias décadas a los historiadores recuperarse de la desastrosa interpretación de Tawney. En realidad, los escolásticos fueron pensadores sofisticados y economistas sociales que defendieron el comercio y el capitalismo y propugnaron el precio común del mercado como precio justo, con la excepción del problema de la usura. Incluso en la teoría del valor, la explicación de Aquino del trabajo más costes es una anomalía. Pues el trabajo más los costes (nunca sólo el trabajo) aparece sólo en el Comentario de Aquino y no en la Summa, su obra magna.[2] Además, hemos visto que el trabajo más los costes era una fórmula generalmente empleada en tiempo de Aquino para justificar los beneficios de los mercaderes más que como medio de determinar el valor económico. Por tanto es probable que Aquino estuviera usando el concepto en este sentido, apuntando el importante concepto de que un mercader que fracase en el largo plazo en cubrir sus costes y no genere beneficios se vería fuera del negocio.

Además hay muchos indicadores de que Aquino compartía la opinión común de los eclesiásticos de su tiempo y los anteriores de que el precio justo era el precio común del mercado. Sí es así, difícilmente podría defender también que el precio justo equivaliera al coste de producción, pues ambos pueden diferir y difieren. Así que su conclusión en la Summa era que “el valor de los bienes económicos es el que procede del uso humano y se mide con un precio monetario, para cuyo propósito se inventó el dinero”. Particularmente reveladora es una réplica que hizo Aquino ya en 1262 en una carta a Jacopo da Viterbo (¿?-1308), un profesor del monasterio dominico de Florencia y posteriormente arzobispo de Nápoles. En su carta, Aquino se refería al precio común del mercado como el precio normativo y justo con el que comparar otros contratos. Además, en la Summa, Aquino advierte la influencia de la oferta y la demanda en los precios. Una oferta más abundante en un lugar tenderá a bajar el precio en ese lugar y viceversa. Además, Santo Tomás describió sin condenar en absoluto las actividades de los mercaderes al obtener beneficios comprando bienes donde son abundantes y baratos y luego transportándolos y vendiéndolos en lugares donde son bienvenidos. Nada de esto se parece a una postura del coste de producción en el precio justo.

Finalmente, muy amable y oportunamente, Aquino, en su gran Summa, plantea una pregunta que ya había discutido Cicerón. Un mercader lleva grano a una zona azotada por una hambruna. Sabe que otros mercaderes le siguen con muchas más existencias de grano. ¿Está obligado el mercader a decir a los ciudadanos que sufren el hambre que los suministros llegarán pronto y por tanto soportar un precio inferior o está bien que guarde silencio y así obtenga las ganancias de un precio alto? Para Cicerón, el mercader está obligado a revelar su información y vender a un precio inferior. Pero Santo Tomás argumenta de forma distinta. Como la llegada de los posteriores mercaderes es un evento futuro y, por tanto, incierto, Aquino declaraba justo no obligarle a revelar a sus clientes la inminente llegada de sus competidores. Podía vender su propio grano al precio del mercado que prevalecía en esa zona, aun cuando éste fuera extremadamente alto. Por supuesto, continuaba Aquino amablemente, si el mercader quería decírselo de todas formas a sus clientes, eso sería especialmente virtuoso, pero la justicia no le obliga a hacerlo. No hay un ejemplo más claro de que Aquino optaba por el precio actual como precio justo, determinado por la oferta y la demanda, en lugar de por el coste de producción (que por supuesto no cambia mucho de la zona de abundancia a la de la hambruna).

Una evidencia indirecta es que Giles de Lessines (¿?-ca. 1304), discípulo de Alberto y Aquino y profesor dominico de teología en París, analizó el precio justo de forma similar y declaró directamente que era el precio común del mercado. Giles destacaba además que un bien vale realmente tanto como pueda pagarse por él sin coerción o fraude.

No debería sorprendernos que Aquino, al contrario que Aristóteles, fuera altamente favorable hacia las actividades de los mercaderes. El beneficio mercantil, declaraba, era un estipendio por el trabajo del mercader y un premio por asumir los riesgos del transporte. En un comentario a la Política de Aristóteles (1272), Aquino advierte agudamente que mayores riesgos en el transporte marítimo generaban mayores beneficios para los mercaderes. En su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, escrito en la década de los 1250, Tomás seguía a teólogos precedentes al argumentar que los mercaderes podían realizar su comercio sin cometer pecado. Pero en su obra posterior fue mucho más positivo, apuntando que los mercaderes realizan la importante función de llevar bienes de donde son abundantes a donde son escasos.

Particularmente importante fue el breve apunte de Aquino de que del intercambio se deriva beneficio mutuo para cada persona. Como indicaba en la Summa: “comprar y vender parece haber sido instituido para el beneficio mutuo de ambas partes, pues uno necesita algo que pertenece a otro y viceversa”.

A partir de la teoría del dinero de Aristóteles, Aquino apuntaba su indispensabilidad como medio de intercambio, “medida” de expresión de valores y unidad de cuenta. Al contrario que Aristóteles, a Aquino no le asustaba la idea de un dinero fluctuando en el mercado. Por el contrario, Aquino entendía que el poder de compra del dinero estaba condenado a fluctuar y se contentaba con que fluctuase, como normalmente hacía, más establemente que los precios concretos.

Un peculiar destino de la prohibición de la usura en la Edad Media fue que cada vez que parecía que se afrontaba la realidad, los teóricos reforzaban la prohibición. En un momento en que el muy sofisticado y erudito Cardenal Ostiense buscaba aligerar la prohibición, San Tomás de Aquino desafortunadamente  la reforzó de nuevo. Igual que su maestro, San Alberno, el aquinate añadió la objeción aristotélica a la prohibición medieval de la usura, salvo que Santo Tomás incluyó algo nuevo. En la tradición medieval de empezar con la conclusión (aplastar la usura) y desarrollar cualquier argumento extraño a mano que pueda llevar a ella, Aquino da un nuevo giro a la doctrina aristotélica. En lugar de fijarse en la esterilidad del dinero como principal argumento contra la usura, Aquino se fija en el término “medida” y advierte que como el dinero, en términos monetarios, por supuesto, tiene un valor facial fijado legalmente, esto significa que la forma natural del dinero debe ser mantenerse fijo. El poder de compra puede fluctuar debido a cambios en la oferta de los bienes: eso es legítimo y natural. Pero cuando el tenedor del dinero se las arregla para producir variaciones en su valor cargando intereses, viola la naturaleza del dinero y es por tanto pecador e ignorante de la ley natural.

Que ese perfecto sinsentido rápidamente asumiera un lugar capital en todas las prohibiciones escolásticas posteriores de la usura es un testimonio de la forma en que la irracionalidad puede hacerse con el pensamientote incluso un tan gran defensor de la razón como Aquino (y sus seguidores). El por qué el valor facial de una moneda fijado legalmente debería significar que su valor de intercambio (al menos desde el lado del dinero) no debería cambiar o por qué la carga de intereses debería confundirse con un cambio en el poder de compra del dinero, simplemente testifica la propensión humana a la falacia, especialmente cuando la prohibición de la usura ya se ha convertido en el objetivo primordial.

Pero el argumento de Aquino contra la usura incluía otra invención suya. Para él, el dinero se “consume” totalmente, “desaparece” en el intercambio. Por tanto el uso del dinero equivale a su propiedad. Luego cuando alguien carga intereses en un préstamo, los carga dos veces, por el propio dinero y por su uso, aunque son uno y el mismo. Realzando esta extraña tesis está la explicación de Aquino de por qué era legítimo que el propietario de un dinero cargar rentas a alguien por guardar sus monedas. En ese caso, hay un depósito, un cargo por mantener seguro el dinero de alguien. Pero la razón por la que este cargo es lícito, para Aquino, es que la guarda de moneda es sólo un uso “secundario”, un uso separado de su propiedad, pues el dinero no se “consume” o desaparece en el proceso. El uso primario del dinero es desaparecer en la compra de bienes.

Hay muchos problemas graves con esta nueva arma inventada por Aquino con la que derrotar a la usura. Primero, ¿qué hay de malo en cobrar “dos veces”, por la propiedad y el uso? Segundo, incluso aunque sea malo, este acto difícilmente merece el peso del pecado y la excomunión que la Iglesia Católica ha cargado durante siglos al desventurado usurero. Y tercero, si Aquino hubiera mirado más allá del formalismo legal del dinero, podría haber visto que estos bienes comprados son en un sentido importante “fructíferos”, por lo que si el dinero “desaparecía” en las compras, en un sentido económico el equivalente en bienes del dinero era retenido por el prestatario.

La idea de Santo Tomás del consumo del dinero llevaba a un cambio curioso en la cuestión de la usura. En contraste con todos los teóricos desde Graciano, el pecado ahora residía no en cobra interés en un préstamo per se, sino sólo en un bien (el dinero) que desaparece. Por tanto, para Aquino, cargar un interés en un préstamo de bienes en especie no sería condenable como “usura”.

Pero si la prohibición de la usura sobre dinero se fortaleció con nuevos argumentos, Aquino continuó y reforzó la tradición previa de justificar las inversiones en una sociedad (societas). Una societas era lícita porque cada miembro retiene la propiedad de su dinero y asume el riesgo de pérdida, por tanto el beneficio sobre esas inversiones arriesgadas era legítimo. A finales del siglo XI, Ivo de Chartres ya había distinguido sumariamente una societas de un préstamo con usura y la distinción se desarrolló al principio del siglo XIII por el teólogo Roberto de Courçon (ca. 1204) y en la Glosa a Graciano de Juan Teutónico (1215). Courçon había dejado claro que incluso un socio no activo arriesgaba su capital en una empresa. Esto significaba, por supuesto, que otros tipos de participación no activa, como los préstamos marítimos para viajes concretos, se superpusieran a préstamos reales y que las líneas fueran a menudo difusas. Además, y era un problema que nadie podía resolver en ese momento, ¿no estaba cualquier prestamista arriesgando su capital, pues el prestatario siempre podía resultar ser incapaz de devolver el préstamo, incluso al principio de éste?

Aquino otorgó entonces su enorme autoridad a la opinión de que la societas era perfectamente lícita y no era usura. Declaró sucintamente que el inversor del dinero no transfiere su propiedad a un miembro activo, que la propiedad la retiene el inversor, así que arriesga su dinero y puede legítimamente obtener una ganancia por la inversión. Sin embargo, aquí el problema es que Aquino abandona en este caso su propia tesis de que la propiedad del dinero es lo mismo que su uso. Como el uso del dinero se transfería al miembro activo, por tanto, sobre la propia base de Santo Tomás, debería haber condenado todas las sociedades, incluida la societas, como ilícitas y usura. Viendo el mundo del siglo XIII en el que florecían las societas y eran esenciales para la vida comercial y económica, era impensable para Aquino llevar a la economía al caos, condenando este bien establecido instrumento de comercio y finanzas.

En lugar de asociar la propiedad con el uso de un bien consumible, Aquino aventura la idea de propiedad asociada a la incidencia del riesgo. El inversor arriesga su capital, por tanto retiene la propiedad de su inversión. Una salida aparentemente sensata, pero pobre: Aquino no sólo contradice así su propia extravagante teoría de la propiedad, también deja de advertir que, después de todo, no toda la propiedad tiene que ser particularmente arriesgada. Otro problema es que el que toma riesgos obtiene un beneficio de la inversión del dinero, que se supone que es estéril. En lugar de decir que todo el beneficio debería ir al miembro activo, Santo Tomás dice explícitamente que el capitalista recibe correctamente la “ganancia que viene de ahí”, es decir del uso de su dinero, “como de su propiedad”. Parece como si Santo Tomás tratara aquí al dinero como fértil y productivo, ofreciendo una remuneración independiente al capitalista.

Aún así, a pesar de las contradicciones internas que hay en el tratamiento de la usura y la societas en Santo Tomás, toda su doctrina siguió siendo dominante durante 200 años.

Finalmente, Aquino fue un firme creyente en el superioridad de la propiedad privada frente a la comunal y en la propiedad de los recursos. La propiedad privad se convierte en una característica necesaria del estado terrenal del hombre. Es la mejor garantía de una sociedad pacífica y ordenada y ofrece el máximo incentivo para el cuidado y el uso eficiente de la propiedad. Así, en la Summa, Santo Tomás escribe acertadamente: “todo hombre es más cuidadoso en procurarse lo que es para él, que lo que es común a muchos o a todos pues cada uno rehuiría el trabajo y dejaría a otro lo que concierna a la comunidad, como ocurre cuando hay un gran número de sirvientes”.

Además, al desarrollar la teoría legal romana de la adquisición, Aquino, anticipándose a la famosa teoría de John Locke, basó la adquisición original de la propiedad en dos factores básicos: trabajo y ocupación. El derecho inicial de toda persona es a la propiedad de sí mismo, en la opinión de Aquino en un “derecho de propiedad sobre sí mismo”. Esa autopropiedad individual se basa en la capacidad del hombre como ser racional.

Después, el cultivo y uso de terrenos previamente no utilizados establecen un título justo de propiedad en el terreno para un hombre por delante de otros. La teoría de la adquisición de Santo Tomás fue posteriormente aclarada y desarrollada por su alumno y discípulo cercano, Juan de París (Jean Quidort, ca. 1250-1306), miembro de la misma comunidad dominica de St. Jacques en París, igual que Aquino. Defendiendo el derecho absoluto a la propiedad privada, Quidort declaraba que la propiedad laica

la adquiere la gente individual a través de sus propias habilidades, trabajo y diligencia y los individuos, como individuos, tienen y derecho y poder sobre ella y un señoría válido; cada persona puede ordenar lo suyo y disponerlo, administrarlo, mantenerlo o enajenarlo a su conveniencia, siempre que no causa daño a nadie más, pues es señor de ella.

Esta teoría de la propiedad por “ocupación” se ha considerado por muchos historiadores como antecedente de la teoría marxista del valor trabajo. Pero esta opinión confunde dos cosas muy diferentes: la determinación del valor económico o precio de un bien y una decisión sobre cómo los recursos no usados pasan a manos privadas. La opinión de Aquino-Juan de París-Locke es la “teoría del trabajo” (definiendo “trabajo” como el gasto de energía humana en lugar de trabajar por un salario) del origen de la propiedad, no una teoría del valor trabajo.

En contraste con su antecesor Aristóteles, la obra de Aquino tiene poco que reprochar. Por el contrario, su obra es un tratado de ley positiva, natural y divina. Aquino es muy consciente de que Dios en la Biblia dio al hombre el dominio sobre toda la tierra para su uso. La función del hombre es tomar los materiales que provee la naturaleza y, descubriendo la ley natural, moldear la realidad para alcanzar sus propósitos. Aunque Aquino apenas tiene alguna concepción del crecimiento económico o la acumulación de capital, está claro que considera al hombre un moldeador activo de su vida. Desaparece el ideal pasivo griego de conformarse a las condiciones dadas o a las requerimientos de la polis.

Quizá la aportación más importante de Santo Tomás se refiere a los fundamentos o marco de la economía en lugar de a asuntos estrictamente económicos. Al revivir y trabajar sobre Aristóteles, Santo Tomás introdujo y estableció en el mundo cristiano una filosofía de la ley natural, una filosofía en la que la razón humana es capaz de conocer las verdades básicas del universo. En manos de Aquino, igual que en las de Aristóteles, la filosofía, con la razón como su instrumento de conocimiento, se convirtió de nuevo en la reina de las ciencias. La razón humana mostraba la realidad del universo y de la ley natural de las clases de entidades a descubrir. La razón humana podía conocer la naturaleza del mundo y por tanto la ética adecuada para la humanidad. Por tanto, la ética es descifrable por la razón. Esta tradición racionalista cortaba el “fideísmo” de la primera Iglesia Cristina, la debilitante idea de que sólo la fe y la revelación sobrenatural puede ofrecer una ética a la humanidad. Debilitante porque si se pierde la fe, entonces también se pierde la ética. Por el contrario, el tomismo demostraba que las leyes de la naturaleza, incluyendo la naturaleza de la humanidad, ofrecían los medios a la razón humana para descubrir una ética racional. Esto es, Dios creó las leyes naturales del universo, pero la comprensión de estas leyes naturales era posible, se creyera o no en Dios como creador. De esta forma se ofrecía una ética racional humana desde una base científica en lugar de sobrenatural.

En la parte de la teoría de la ley natural que se ocupa de los derechos, Santo Tomás lideró una vuelta del concepto del siglo XII de un derecho como una reclamación ante otros en lugar de una zona inviolable del derecho de propiedad del dominio de un individuo, para defenderse de todos los demás. En un brillante trabajo, el profesor Richard Tuck[3] apunta que la primera ley romana estaba marcada por un derecho de propiedad “activo”, una visión de dominio sobre los derechos, mientras que los romanistas de Bolonia a finales del siglo XII convirtieron el concepto de “derecho” al listado pasivo de reclamaciones sobre otros hombres. Este concepto de los derechos “pasivo” como opuesto al “activo” reflejaba la red de reclamaciones entremezcladas, consuetudinarias y de estado que marcaron la Edad Media. Es, en un sentido importante, la antecesora de la afirmación moderna de que esos “derechos reclamables” como “el derecho a un trabajo”, el “derecho a comer tres veces al día”, etc., todos los cuales sólo pueden cumplirse obligando a otros a obtenerlos.

Sin embargo, en la Bolonia del siglo XIII, Accursio empezó a volver a una teoría activa de los derechos de propiedad, con la propiedad de cada individuo como un dominio que debe ser defendido frente a todos los demás. Aquino adoptó la idea de un dominio natural aunque sin recorrer todo el camino hasta una genuina teoría de los derechos naturales, que afirme que la propiedad privada es natural y no una convención creada por la sociedad o el gobierno. Aquino fue a adoptar la teoría del dominio a causa de las encarnizadas batallas ideológicas entre dominicos y franciscanos a finales del siglo XIII. Los franciscanos, comprometidos con la total pobreza, afirmaban que su uso de subsistencia de los recursos no era realmente propiedad privada; esta agradable ficción les permitía afirmar que en su estado de pobreza voluntaria, estaban por encima de la posesión o la propiedad. Mantuvieron curiosamente que el uso de recursos sólo para consumo, como hacían ellos, no implicaba la posesión de propiedad. Supuestamente la venta o regalo de un recurso era necesario para calificarlo como propiedad. La autosuficiencia o el aislamiento no permiten, en la opinión franciscana, que exista la propiedad. Los dominicos rivales, incluyendo Aquino, comprensiblemente preocupados por esta afirmación, empezaron a insistir en que todo uso implica necesariamente dominio, posesión y control de los recursos y, por tanto, propiedad.


Publicado originalmente el 25 de diciembre de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] Richard Henry Tawney, Religion and the Rise of Capitalism (Nueva York: Harcourt, Brace and World, 1937, orig. 1926), p. 36.

[2] Hay diputa entre los historiadores sobre cuándo se escribió el Comentario. La opinión tradicional de que se escribió en 1266 o incluso antes, implicaría la simple explicación de que las opiniones de Aquino habían madurado desde su cercana adhesión a su maestro, San Alberto. La opinión moderna de que el Comentario se escribió al tiempo que la Summa, deja intacta la anomalía.

[3] Richard Tuck, Natural Rights Theories: Their Origin and Development (Cambridge: Cambridge University Press, 1979).

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