La conquista de los Estados Unidos por España

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2398.jpg[Este discurso se pronunció por primera vez en la Sociedad Phi Beta Kappa de la Universidad de Yale el 16 de enero de 1899 y se publicó en el Yale Law Journal el mismo mes]

El arte de gobernar y el autogobierno.

Durante el último año el público se ha familiarizado con descripciones de España y de la manera española de hacer las cosas hasta el punto de que España se convertido en un símbolo de cierto tipo bien definido de nociones y políticas. Por otro lado, el nombre de los Estados Unidos siempre ha sido para todos nosotros un símbolo de un estado de cosas, a serie de ideas y tradiciones, un grupo de opiniones acerca de asuntos sociales y políticos.

España fue el primer, y durante mucho tiempo el mayor, de los estados imperialistas modernos. Los Estados Unidos, por su origen histórico, sus tradiciones y sus principios, es el principal representante de sublevación y reacción ante ese tipo de estado. Quiero demostrar que, mediante la línea de acción que ahora se nos propone, a la que calificamos de expansionismo e imperialismo, estamos desechando algunos de los elementos más importantes del símbolo estadounidense y adoptando algunos de los elementos más importantes del símbolo español.

Hemos derrotado a España en un conflicto militar, pero nos estamos sometiendo a su conquista en el terreno de las ideas y las políticas. El expansionismo y el imperialismo no son otra cosa que las viejas filosofías de la prosperidad nacional que han llevado a España a donde está. Esas filosofías apelan a la vanidad y la avaricia nacional. Son seductoras, especialmente a primera vista y en un juicio superficial y por tanto no puede negarse que tienen un gran impacto popular. Son engañosas y nos llevarían a ruina si no somos lo suficientemente fuertes como para resistirnos. En todo caso, el año 1898 es un gran hito en la historia de los Estados Unidos.

Las consecuencias no serían del todo buenas o malas, ya que no esa la naturaleza de las influencias sociales. Siempre hay una mezcla de cosas buenas y malas y eso mismo pasaría en este caso. Dentro de cincuenta años, un historiador que analice 1898 verá sin duda, en el desarrollo que hayan tomado las cosas, consecuencias de lo que ocurrió en ese año y el actual que no serán todas malas, pero ustedes apreciarán que eso no es una justificación para un política de despreocupación; no afecta a nuestra obligación actual de que en todo lo que hagamos busquemos la inteligencia y la prudencia y determinemos nuestras acciones mediante el mejor juicio que podamos formarnos.

La guerra, el expansionismo y el imperialismo son asuntos del arte de gobernar de nada más. Hago caso omiso de de todos sus demás aspectos y de todos los elementos externos que se han entremezclado con ellos. Recibí el otro día una circular de una nueva iniciativa educativa en la que se me indicaba que, teniendo en cuenta nuestras nuevas posesiones, tendríamos ahora que dedicar estudios especiales a la historia, la economía política y lo que se llama la ciencia política. Yo me pegunte por qué. ¿Qué nueva razón hay para impulsar esos estudios ahora en razón de nuestras colonias de la que había antes en impulsarlas en razón de nosotros mismos? En nuestros actos de 1898 no hemos hecho ningún uso del conocimiento que tuviéramos en esas líneas de estudio. La causa original y principal de la guerra fue que era una táctica de la disputa entre partidos en Washington. Tan pronto como pareció resuelta, una serie de intereses empezó a ver sus ventajas y se apresuró a continuarla. Fue necesario apelar al público para que éste aportara varios motivos más para apoyar la empresa y ganarse la aquiescencia de clases que nunca habrían consentido actuaciones similares en el ámbito financiero o político. Esas apelaciones se basaban en afirmaciones sensacionalistas que no había manera de verificar, en frases de supuesto patriotismo, en declaraciones sobre Cuba y los cubanos que ahora sabemos totalmente inciertas.

¿Dónde estuvo el arte de gobernar en todo esto? Si no es una regla de la política que un gobernante nunca debería imponer sacrificio alguno a su pueblo por algo que no sea su propio interés, entonces es inútil estudiar más filosofía política, pues éste es su abecé. Es contrario a la gobernación honrada poner en peligro el bienestar político del estado por intereses partidistas. Es impropio de un estadista publicar una declaración solemne de que no tomaríamos ningún territorio, y especialmente calificar esa acción por adelantado como una “agresión criminal”, cuando era moralmente cierto que iríamos a la guerra contra España con territorios conquistados en nuestras manos y que la gente que quería la guerra, o la consentía, esperaba que fuera así.

Hablamos constantemente de “libertad” de forma sencilla, como si la libertad fuera algo que los hombres podrían tener si quisieran y en el grado que quieran. Es cierto que buena parte de la libertad humana consiste simplemente en la lección entre hacer o dejar de hacer algo. Si decidimos hacerlo, conllevará toda una serie de consecuencias con respecto a las que es cada vez más difícil, o incluso imposible, ejercitar ninguna libertad en absoluto. La prueba de ello en este caso es tan clara que no necesito explicarla. Por tanto, aquí tenemos la razón por la que es una regla de gobierno sensato no embarcarse en aventuras. No puede esperarse que un estadista conozca por adelantado que acabaríamos la guerra con las Filipinas en nuestro poder, pero sí es parte de su educación advertir que con seguridad una política aventurera y de empresas injustificadas conllevará problemas de algún tipo. Lo que nos ocurre en la evolución de nuestras vidas e intereses, debemos afrontarlo; lo que vamos a buscar más allá de este dominio es un desperdicio de energía y una puesta en peligro de nuestra libertad y bienestar. Si esta doctrina no es sensata, entonces las ciencias sociales e históricas no tienen nada que enseñarnos por lo que merezca la pena preocuparnos.

Sin embargo, hay otra observación acerca de la guerra que es aún de mayor importancia: es que es una gran violación del principio de autogobierno. Presumimos de ser un pueblo que se autogobierna y en este aspecto particular nos comparamos con orgullo con naciones más antiguas. Después de todo, ¿cuál es la diferencia? Los rusos, en los que siempre pensamos como defensores del polo opuesto de las instituciones políticas, tienen autogobierno, si con ello queremos decir aquiescencia con lo que acuerda hacer un pequeño grupo de gente que encabeza el gobierno.

La guerra con España se ha precipitado repentinamente sobre nosotros, sin reflexión ni deliberación y sin ninguna formulación adecuada ante la opinión pública. Cada vez que se ha alzado una voz a favor de una pausa y de las conocidas máximas de la gobernación, ha sido acallada entre vituperios y estruendos. Se ha hecho todo lo posible para que abandonemos la moderación del pensamiento y la calma en el juicio y para hinchar todas las expresiones con epítetos sonoros y frases pomposas. No puede negarse que todo lo relacionado con la guerra ha sido tratado con un exaltado abuso de los sentimientos y la retórica muy poco favorable a la verdad.

Actualmente, toda la prensa del país parece ocuparse de cosquillear la vanidad nacional a más no poder mediante representaciones de la guerra extravagantes y fantásticas. Habrá que pagar una multa por todo esto. Los periódicos nerviosos y sensacionalistas son tan corruptores, especialmente de los jóvenes, como las novelas nerviosas y sensacionalistas. La costumbre de esperar que todo pábulo mental debe ser convenientemente aderezado y la correspondiente aversión a todo lo que sea sobriamente real, mina el carácter tanto como cualquier otro vicio. El patriotismo se está prostituyendo hacia una intoxicación nerviosa que resulta fatal para comprender la realidad. Crea a nuestro alrededor un paraíso para los bobos y nos llevará a errores acerca de nuestra posición y relaciones similares a los que hemos estado ridiculizando en el caso de España.

En estos momentos hay quienes creen que la perfección del arte de gobernar consiste en decir que la expansión es un hecho y que es inútil discutir sobre ella. Se nos dice que no deben cruzar ningún puente antes de llegar a él, es decir, que debemos discutir nada por adelantado y que no debemos discutir nada del pasado, porque es irremediable. Sin duda ésta sería una doctrina muy aceptable para la las futuras potencias, ya que significaría que no tienen responsabilidades, pero sería una doctrina inaceptable para un pueblo que se autogobierne.

El Senador Foraker nos ha dicho que no vamos a mantener las Filipinas más tiempo que el necesario para enseñar al pueblo a gobernarse por sí mismo. No sé cómo puede un hombre decir lo que vamos a hacer antes de que lo hayan decidido las autoridades constitucionales. Quizá sea un detalle de nuestro nuevo método de autogobierno. Si hay que confiar en su palabra, estamos pagando 20.000.000 dólares por el privilegio de tutelar a los tagalos hacia la libertad y el autogobierno. No creo que, si los Estados Unidos asumen el gobierno de las islas, se lo cedan, excepto ante una fuerza superior, pero el debilitamiento del imperialismo mostrado por las garantías de estos caballeros, después de unos pocos días de suave debate en el Senado, demuestra que la inquietud por este asunto no es vana. De nuevo, si hemos hecho algo, especialmente si hemos actuado precipitadamente, un principio reconocido de prudencia es averiguar dónde estamos, qué hemos hecho y cuál es la nueva situación a la que hemos llegado.

También tenemos que recordar que cuando un gobernante abandona una cosa, el historiador la recoge y la clasificará con paralelismos y contrastes históricos. Hay un tipo de hombres al que siempre se han referido, en nuestros estados norteños, durante los últimos treinta años con especial desaprobación. Son los sudistas que, en 1861 no creían en la secesión, pero, como ellos decían, “estaban en el bando de sus estados”. Se les ha condenado por cobardía moral. Aún así, en un año es convertido en casi una doctrina entre nosotros que el patriotismo requiere que nos mordamos la lengua mientras nuestros intereses, nuestras instituciones, nuestras tradiciones más sagradas y nuestros principios más firmemente establecidos sean pisoteados. No hay duda de que el coraje moral es la virtud que más se necesita en el moderno estado democrático y que la sumisión al populismo el peor vicio político. La prensa, la tribuna y el púlpito, todos han caído bajo este vicio y hay evidencias que la universidad, que tendría que ser la última ciudadela de la verdad, está asimismo sucumbiendo.

No me cabe duda de que las clases conservadoras de este país acabarán mirando atrás lamentando su aquiescencia con los sucesos de 1898 y las doctrinas y precedentes que se han establecido sigilosamente. Estemos seguros de que el autogobierno no es un asunto de banderas y oraciones cada 4 de julio, ni tampoco una disputa por ocupar cargos. La vigilancia eterna es su precio, igual que el de cualquier otro bien político.

La perpetuidad del autogobierno depende del cabal sentido político del pueblo y el cabal sentido político es un asunto de hábito y práctica. Podemos dejarlo de lado y elegir en su lugar la pompa y la gloria. Es lo que hizo España. Tuvo tanto autogobierno como cualquier país en Europa al inicio del siglo XVI. La unión de estados más pequeños en uno grande dio un impulso al sentimiento y el desarrollo nacional. El descubrimiento de América puso en sus manos el control de inmensos territorios. Se estimularon el orgullo nacional y la ambición. Después vino la pugna con Francia por el dominio mundial, que llevó a la monarquía absoluta y la bancarrota de España. Perdió el autogobierno y vio gastados sus recursos en intereses que le eran extraños, pero podía hablar de un imperio en el que no se ponía el sol y presumir de sus colonias, sus minas, sus flotas y ejércitos y deudas. Tuvo gloria y orgullo, por supuesto, mezclados con la derrota y el desastre, como debe ocurrir a cualquier nación que siga esa política, y se hizo cada vez más débil en su industria y comercio y su población constantemente más pobre. Todavía no ha sido capaz de recuperar su autogobierno real. Si los estadounidenses creemos en el autogobierno, ¿por qué dejamos que se nos escape? ¿Por qué lo cambiamos por la gloria militar, como hizo España?

No hay una nación civilizada que no hable acerca de su misión civilizadora con tanta grandeza como nosotros. Los ingleses, que realmente tienen más de lo que jactarse a este respecto que cualquier otro, hablan menos de ello, pero el fariseísmo con que corrigen e instruyen a otros pueblos ha hecho que todo el globo les odie. Los franceses se creen los guardianes de la cultura más elevada y pura, y que todos los ojos de la humanidad están fijos en París, de donde esperan oráculos de pensamiento y gusto. Los alemanes consideran que tienen una misión, especialmente con los americanos, para salvarnos del egoísmo y el materialismo. Los rusos, en sus libros y periódicos, hablan acerca de la misión civilizadora de Rusia en un lenguaje que podría traducirse desde algunos de los mejores párrafos de nuestros periódicos imperialistas. El primer principio del islamismo es los cristianos somos perros e infieles, buenos sólo para ser esclavizados o masacrados por los musulmanes. Como corolario, siempre que el islamismo se extiende conlleva, según creen sus devotos, las mayores bendiciones, y toda la raza humana se elevaría enormemente si el islamismo suplantara a la cristiandad. Por fin, llegamos a España: los españoles, durante siglos, se han considerado los más celosos y sacrificados cristianos, especialmente encargados por el Todopoderoso, en este sentido, de extender la verdadera religión y la civilización por todo el globo. Se consideran a sí mismos libres y nobles, líderes en el refinamiento y los sentimientos de honor personal y nos consideran sórdidos avaros y herejes. Puedo aportarles pasajes de autores peninsulares de primer nivel acerca del importante papel de España y Portugal diseminando la libertad y la verdad.

Cada nación se ríe de las demás cuando observa estas manifestaciones de vanidad nacional. Pueden así ver que son todas ridículas en sus pretensiones, incluyendo las nuestras. Lo que importa es que cada una rechaza los patrones de las otras y que las naciones periféricas, que no están civilizadas, odian todos los estándares de los hombres civilizados.

Suponemos que lo que nos gusta y hacemos y lo que pensamos que es mejor debe resultar una bendición que agradecerían hispanoamericanos y filipinos. Es evidentemente una burda mentira. Odian nuestras costumbres. Nuestra religión, idioma, instituciones y maneras les ofenden. Les gustan sus costumbres y si nos mostramos como gobernantes, habrá una discordancia social en todas las áreas de interés social. Lo más importante que heredaremos de los españoles será la tarea de sofocar rebeliones. Si los Estados Unidos quitan su misión a España, diciendo que no la realiza bien, y si esta nación a su vez intenta ser maestra de otras, se marchitará por la misma vanidad y presunción que ahora ejemplifica España.

Leyendo a nuestros escritores actuales pensaríamos que estamos bien encaminados hacia ello. Ahora, la gran razón por la que todas estas empresas que empiezan diciendo a otros “sabemos lo que es bueno para ti mejor que tú mismo y vamos a hacer que lo hagas” resultan ser falsas o erróneas es porque violentan la libertan, o, por decirlo de otra manera, la razón por la que la libertad, de la que tanto hablamos los americanos, es algo bueno, es porque significa dejar a la gente que viva su propia vida a su manera, mientras los demás hacemos lo mismo. Si creemos en la libertad, como principio americano, ¿por qué no la apoyamos? ¿Por qué la abandonamos para dedicarnos a una política española de dominio y regulación?

Los Estados Unidos no pueden ser durante mucho tiempo una nación colonizadora. Sólo hay 23 personas por milla cuadrada en los Estados Unidos, sin contar con Alaska. El país puede multiplicar su población por trece, esto es, la población podría superar los mil millones, antes de que el país estuviera tan densamente poblado como Rhode Island hoy día. Por tanto, no hay presión de la población, que es la primera condición para una expansión racional, y aún así podríamos comprar otro territorio sin población civilizada como el Valle del Mississippi. Si pudiéramos hacerlo, eso pospondría aún más el momento de la sobrepoblación y crearía condiciones más sencilla para nuestra gente en la próximas generaciones.

En segundo lugar, las islas que hemos arrebatado a España no pueden ser jamás la residencia de familias estadounidenses, que se establecieran allí. Las condiciones climáticas lo impiden. Aunque los españoles se hayan establecido en Hispanoamérica, incluso en los trópicos, los defectos del dominio español han aparecido en buena parte por el hecho de que los españoles han ido a las colonias como aventureros, ansiosos de hacer fortuna tan rápido como sea posible, para volver a España a disfrutarla. Ya es evidente que la relación de nuestra gente con esas posesiones tendría ese carácter. Por tanto, es inadecuado hablar de un sistema colonial al describir nuestra relación con estas dependencias, pero como no tenemos otro término, usémoslo y averigüemos qué tipo de sistema colonial vamos a establecer.

El sistema colonial.

España aparece en a historia moderna como el primer estado que desarrolla y aplica un sistema colonial a sus posesiones exteriores. Su política era la de excluir totalmente a los no españoles de sus territorios y explotarlos en beneficio de España, sin preocuparse mucho por los aborígenes o los colonos. La crueldad fría e innecesaria de los españoles para con los aborígenes es pésima, incluso cuando se compara con el tratamiento de los aborígenes por parte de otros europeos. Un economista moderno queda horrorizado ante las medidas económicas adoptadas por España, así como en relación con su política local en relación con sus colonias. Parece como si esas medidas sólo las hubiera podido inspirar un demonio loco, tan destructivas son de su prosperidad.

España posee una enorme literatura durante los últimos tres siglos, en la que sus propagandistas discuten con asombro acerca de si es una bendición o una maldición poseer las Indias, y por qué, con todas las supuestas condiciones para la prosperidad en sus manos estaba en constante decadencia. Ahora vemos que se argumenta que está mejor libre de sus colonias y que si dedicara sus energías a su desarrollo interno y evita sus políticas de corrupción de oficiales e intereses coloniales, podría regenerarse. Es una opinión razonable. Es el mejor diagnóstico acerca de su condición y la mejor prescripción de un remedio que haya podido traer la situación. Pero entonces, ¿qué ocurrirá con el estado que se ha quedado con sus colonias? No veo otra respuesta que la de que esa nación, con ellas, se ha contagiado la enfermedad, y que ahora se va a ver corrompida por explotar a las comunidades independientes, tal y como ha estado haciendo. Que está expuesta a este peligro es innegable.

No voy a intentar exponer en un párrafo las causas de la decadencia de España, y aunque la historia económica de ese país ha atraído tanta atención como me ha sido posible sin dejar de cumplir con mis obligaciones, sigo sin sentirme listo para impartir justicia en este caso; pero pueden definirse con seguridad una o dos características de la historia y son tales que nos resultan especialmente instructivas.

En primer lugar, España nunca intentó ni tuvo el propósito de arruinar su prosperidad económica o la de sus colonias. Su historia económica es una larga lección que prueba que cualquier política de prosperidad es una ilusión y un camino hacia la ruina. No hay lección económica que el pueblo de los Estados Unidos tenga que asumir más que ésta. En segundo lugar, los errores españoles aparecen, en parte, por confundir el tesoro público con la riqueza nacional. Pensaban que cuando el oro fluía al tesoro público, era al tiempo un aumento de la riqueza del pueblo. Realmente significaba que el pueblo estaba soportando la carga del sistema imperial y que sus beneficios iban al tesoro público, es decir, a las manos del rey. Por tanto, no sorprende que el pueblo se empobreciera a medida que las cargas aumentaban. El rey gastaba los ingresos en extender el sistema imperial en Alemania, Italia y Holanda, así que los ingresos en realidad se convirtieron en una nueva causa de corrupción y decadencia. La única gente que mejoró en medio del incremento del dolor, fue el clero y la nobleza, protegidos por asignaciones y privilegios, que, a su vez, eran nuevas causas de restricciones y destrucciones de industrias del país.

Respecto del tratamiento de los aborígenes en las posesiones externas de España, los decretos del gobierno fueron tan buenos como seguramente podrían haber sido. Ningún gobierno europeo ha dictado otros que se aproximen a su ilustración o testimonien tanta atención al asunto. Hispanoamérica sigue cubierta de instituciones fundadas por España en beneficio de los aborígenes, siempre que no hayan sido confiscadas o dedicadas a otros usos. Sin embargo, el poder hispano casi exterminó a los aborígenes en ciento cincuenta años. El Papa los otorgó como siervos para los españoles. Los españoles les consideraban salvajes, herejes, bestias, que no merecían ser considerados como humanos.

Aquí tenemos las gran explicación de la inhumanidad del hombre para con el hombre. Cuando los españoles torturaban y quemaban protestantes y judíos, era porque los consideraban herejes, es decir, que eran intolerables, abominables, no merecían ser considerados humanos. Los hombres y mujeres humanos y píos no se sentían más compungidos por los sufrimientos de los protestantes judíos de lo que nosotros lo estaríamos por la ejecución de perros rabiosos y serpientes de cascabel.

Hoy día hay mucha gente en los Estados Unidos que considera que tal vez los negros sean seres humanos, pero de un orden diferente de los hombres blancos, por lo que las ideas y convenciones sociales de los blancos no les pueden ser aplicadas con propiedad. Otros sienten lo mismo respecto de los indios. Esta actitud mental, dondequiera que la encontremos, es lo que causa la tiranía y la crueldad. Es esta disposición a decidir sin razonar que algunos pueblos no están preparados para la libertad y el autogobierno la que concede una relativa veracidad a la doctrina de que todos los hombres son iguales, y como la historia de la humanidad ha sido una larga secuencia de abusos de unos sobre otros, que, por supuesto, camuflaron su tiranía mediante algunas bellas doctrinas de religión, ética o filosofía política, que demostraban que todo era por el bien de los oprimidos, por ello la doctrina de que todos los hombres son iguales ha llegado a ser la piedra angular del templo de la justicia y la verdad. Se ha presentado como algo justo esta idea de que como somos mucho mejor que otros, para ellos la libertad sería que les gobernáramos.

Los estadounidenses se han adherido desde el principio a la doctrina de que todos los hombres son iguales. La hemos elevado a doctrina absoluta como parte de la teoría de nuestra estructura social y política. Siempre ha sido un dogma nacional, a pesar de su formulación estricta y como dogma nacional siempre ha estado en flagrante contradicción con los hechos relacionados con indios y negros y nuestra legislación sobre chinos. Por supuesto, en su formulación estricta debe aplicarse a kanakas, malayos, tagalos y chinos, igual que a yanquis, alemanes e irlandeses. Es algo asombroso que hayamos llegado a ver a las armas estadounidenses trasladar este dogma nacional allá donde debe probarse su aplicación a pueblo no civilizados o medio civilizados. En la primera ocasión, abandonamos la doctrina y adoptamos la doctrina española. Los imperialistas nos dicen que esa gente no está preparada para la libertad y el autogobierno, que es una rebelión que resistan nuestra beneficencia, que debemos enviar flotas y ejércitos para matarles si lo hacen, que debemos idear un gobierno para ellos y administrarlo nosotros, que podemos comprarles y venderles como queramos y disponer de su “comercio” como nos favorezca. ¿Qué es eso, salvo la política de España en sus dependencias? ¿Qué podemos esperar en consecuencia? Nada, salvo que nos llevará a donde ahora se encuentra España.

Pero entonces, si no es correcto que mantengamos estas islas como dependencia, ustedes podrían preguntarme si pienso que tendríamos que incorporarlas a la Unión, al menos a algunas, y dejarles que nos ayuden a gobernarnos. Sin duda, no. Si se hiciera esa pregunta, entonces no procedería la cuestión acerca de si a nuestro juicio están preparados para el autogobierno. El pueblo estadounidense, desde la Guerra Civil, ha perdido en buena medida de vista el hecho de que nuestro estado, losEstados Unidos de América, es un estado confederado con una forma artificial muy peculiar. No es un estado como los estados europeos, con la excepción de Suiza. El campo del dogmatismo en nuestros días no es la teología, sino la filosofía política. La “soberanía” es el término más abstracto y metafísico de la filosofía política. Nadie puede definirlo. Por ello, se ajusta exactamente a los propósitos del político ignaro. Pone en él lo que quiera obtener de él y últimamente se ha empleado para que aparezca como una prueba de que Estados unidos en un gran estado imperialista, a pesar de que la Constitución, que nos dice con precisión qué es y qué no es, está ahí para probar lo contrario.

Como todos sabemos, las trece colonias eran comunidades independientes entre sí. Se tenían poca simpatía y bastante recelo. Llegaron a una unión con las demás en términos que se estipularon y definieron en la Constitución, pero se unieron sin desearlo y sólo bajo la presión de la necesidad. Lo que al principio sólo fue una frágil combinación o alianza se ha consolidado como un gran estado en el transcurso de un siglo. Sin embargo, nada ha alterado lo que era la primera condición de la Unión: que todos los estados miembros deberían estar al mismo nivel de civilización y desarrollo político, que debían mantener las mismas ideas, tradiciones y credo político, que sus estándares sociales e ideales fueran tales que permitieran mantener una cordial simpatía entre ellos. La Guerra Civil se produjo por el hecho de que esta condición se cumplió defectuosamente. En otros tiempos, las diferencias reales de puntos de vista y principios, o de ideales y opiniones, han producido discordias dentro de la confederación. Esas crisis son inevitables en cualquier estado confederado. El mejor arte de la política en un sistema así es evitarlas o suavizarlas y, sobre todo, nunca admitir voluntariamente elementos heterogéneos. La prosperidad de ese tipo de estado depende de la mayor simpatía entre las partes con el fin de que las diferencias que aparezcan puedan armonizarse fácilmente. Lo que necesitamos es más comprensión, no más extensión.

De esto se deduce, por tanto, que no es inteligente traer a un estado como éste ningún elemento extranjero que congenie con él. Cualquier elemento así actuaría como un disolvente. En consecuencia, nuestras nuevas conquistas nos ponen frente a este dilema: debemos mantenerlas como posesiones inferiores, que gobernaremos y explotaremos bajo el viejo sistema colonial o las debemos considerar como iguales, con lo que nos ayudarían a gobernarnos y a corromper un sistema político que no entienden y en el que no pueden participar. No hay escapatoria para este dilema, excepto darles la independencia y dejarles que se busquen sus soluciones o no.

Haití lleva un siglo siendo independiente y ha sido escenario constante de revoluciones, tiranías y baños de sangre. No hay ningún estado hispanoamericano que haya probado aún su capacidad de autogobernarse. Cabe preguntarse si alguno de ellos estaría peor de lo que está ahora si el gobierno español se hubiera mantenido. La principal excepción es México. Mr. Lummis, un estadounidense, ha publicado recientemente un libro en que nos dice que haríamos bien en ir a la escuela en México a causa de varios intereses públicos importantes, pero México ha estado durante diez o quince años bajo un dictador, y las formas republicanas han estado suspendidas. Nadie sabe que pasará cuando muera el dictador.

La doctrina de que vamos a arrebatar a otras naciones aquéllas posesiones que pensemos que podemos gestionar mejor o de que vamos a apoderarnos de países a los que no creamos capaces de autogobernarse nos llevaría muy lejos. Con el trasfondo de esa doctrina, nuestros políticos no tendrían problemas para encontrar enseguida guerras en las que podamos participar cada vez que lleguemos a un punto en el que piensen que es el momento de tener otra. Se nos ha dicho que debemos tener a partir de ahora un gran ejército. ¿Para qué, salvo que nos propongamos volver a hacer lo que acabamos de hacer? En ese caso, nuestros vecinos tienen motivos para preguntarse a quién atacaremos a continuación. Deben también empezar a armarse y por nuestra acción todo el mundo occidental se sumerge en la inquietud que sufre el mundo oriental. Aquí hay otro punto respecto del cual los elementos conservadores del país cometen un gran error al permitir que continúe todo este militarismo e imperialismo sin oposición. Debería establecerse como una norma que siempre que se amenace la ascendencia política, puede restablecerse mediante una pequeña guerra, llenando las mentes del pueblo con glorias y desviando su atención de sus propios intereses. El viejo cabezota Benjamín Franklin daba en el clavo cuando, el recordar los tiempos de Malborough, hablaba de la “peste de la gloria”. La sed de gloria es una epidemia que priva a la gente de su juicio, seduce su vanidad, le engaña acerca de lo que le interesa y corrompe su conciencia.

Este país debe su existencia a una rebelión contra el sistema colonial y de navegación, que, como he dicho, España puso por primera vez en práctica. El sistema colonial inglés nunca fue ni siquiera remotamente tan duro y tiránico como el de España. La primera gran cuestión que aparece sobre las colonias inglesas era si eran parte de las posesiones del rey de Inglaterra o del dominio de la corona. La diferencia constitucional era importante. En un caso estaban sujetas al rey y no tenían las garantías constitucionales, en el otro estaban sujetas al Parlamento y tenía las garantías constitucionales. Es exactamente la misma cuestión que surgió en este país acerca de los territorios y que hizo que llegara la Guerra Civil. Ahora está volviendo a surgir. Es la cuestión de si la Constitución de los Estados Unidos se extiende por todos los hombres y territorios propiedad de los Estados Unidos o si hay distintos grados y niveles de derechos para distintas partes de dominios sobre los que ondea nuestra bandera. Esta cuestión ya promete generar disensiones entre nosotros que tocarían los elementos más vitales de nuestra existencia nacional.

Sin embargo la cuestión constitución es algo aún más profundo que esto. No soy competente para hablar de la interpretación de cláusulas de la Constitución, pero ésta es la ley orgánica de este estado confederado en que vivimos y por tanto es su descripción de cómo se planeó y cómo es. De lo que se trata es nada menos que de la integridad de este estado y sus elementos más esenciales. Los expansionistas han reconocido este hecho al dejar de lado la Constitución. Por supuesto, los militares han sido los primeros en hacerlo. Está en la esencia del militarismo que bajo éste los militares pueden despreciar constituciones, burlarse de los parlamentos y mirar a los civiles con desdén.

Algunos imperialistas no están dispuestos a ir tan aprisa de momento. Han protestado contra la doctrina militar, pero eso sólo prueba que los militares ven más claramente que los demás de qué se trata. Otros dicen que si las piernas de la Constitución son tan cortas que no permiten abarcar el espacio entre la vieja y la nueva política, pueden estirarse un poco, una opinión que es tan poco seria como de mal gusto. Requeriría mucho tiempo reseñar las distintas referencias despectivas y frívolas a la Constitución que conocemos a diario y son al menos de la misma clase que, hace dos años,  se sorprendía por la interpretación de la Constitución que se incluía en la plataforma de Chicago.

Por tanto la cuestión del imperialismo es la cuestión de si vamos a desmentir el origen de nuestra propia existencia nacional estableciendo un sistema colonial de viejo tipo español, aunque tengamos que sacrificar nuestro actual sistema civil y político para hacerlo. Admito que es una extraña incongruencia pronunciar grandes perogrulladas acerca de las bendiciones de la libertad, etc. que vamos a impartir a esa gente y empezar rehusando extender a ellos la Constitución y aún más echando la Constitución a la alcantarilla en casa. Si dejamos de lado la Constitución, ¿qué es la libertad americana y todo eso? Nada más que un montón de frases.

Algunos me contestarán que no intentan adoptar ningún sistema colonial español, que intentan imitar la política moderna inglesa respecto de las colonias. El hecho de la historia de Inglaterra del que pueden estar más orgullosos es que, desde las guerras napoleónicas, ha ido corrigiendo continuamente los abusos, modificado sus instituciones, atendiendo protestas y así haciendo se su reciente trayectoria una historia de mejora en todas sus instituciones sociales, políticas y civiles. Para hacerlo, ha tenido que superar viejas tradiciones, costumbres establecidas, derechos creados y todos los demás obstáculos que retrasan o evitan las mejoras sociales. La consecuencia es que las tradiciones de sus servicios públicos en todas sus ramas se han purificado y que se desarrollado un grupo de hombres con un espíritu noble, altas convicciones, métodos honorables y excelente preparación. Al mismo tiempo, la política del país ha ido continuamente haciéndose más y más ilustrada en lo referente a todos los grandes intereses de la sociedad. Estos triunfos de la paz son mucho mejores que cualquier triunfo de la guerra. Hace falta más valor nacional para corregir abusos que para ganar batallas. Inglaterra se ha demostrado realmente muy dispuesta a aprender de nosotros lo que podamos enseñarle y podríamos aprender bastantes cosas de ella es asuntos mucho más importantes que la política colonial. Su reforma de su política colonial es sólo una parte, quizás una consecuencia, de las mejoras hechas en todo su sistema político.

Hemos adquirido cierta experiencia este último verano al intentar improvisar un ejército. Tenemos que ser muy conscientes de que es igualmente imposible improvisar un sistema colonial. El actual sistema colonial inglés es aristocrático. Depende de un cuerpo grande de hombres especialmente formados, que actúan bajo tradiciones ya bien establecidas y son un firme espíritu de cuerpo. Nadie puede integrarse en él sin formación. Es sistema nos es extraño para nuestras ideas, gustos y métodos. Requeriría un largo plazo y cambios radicales en nuestros métodos políticos, que aún no estamos dispuestos a hacer para establecer algo así y aun así sería una imitación. Más aún, Inglaterra tiene tres sistemas coloniales distintos, de acuerdo con el desarrollo de la población residente en cada colonia o dependencia, y la selección de uno de esos tres sistemas que adoptáramos y aplicáramos implica todas las dificultades que hemos estado exponiendo.

Sin embargo hay otra objeción al sistema inglés. Mucha gente habla acerca de los beneficios que vamos a obtener de estas posesiones. Si intentamos obtener beneficios de ellas, repetiremos la conducta de Inglaterra respecto de aquellas de sus colonias que se rebelaron. Inglaterra afirmaba que era razonable que las colonias pagaran su parte de los gatos imperiales que se gastaban en beneficio de todos. Nunca he sido capaz de ver por qué no era una demanda justa. Como ustedes saben, las colonias lo desdeñaron con indignación, basándose en que los impuestos, al estar bajo la discreción de un poder extranjero, podrían resultar injustos. Nuestros historiadores y divulgadores nos han enseñado que la posición de los colonos era correcta y heroica y la única digna de hombres libres. La rebelión se hizo bajo el principio de la no tributación, no del tamaño de los impuestos. Los colonos no pagarían ni un penique. Al ser así, no podemos obtener ni un penique de beneficio de las dependencias, ni siquiera por la justa distribución de los gastos imperiales, sin echar abajo toda nuestra historia, revisar los grandes principios de nuestro periodo heroico, repudiar a nuestros grandes hombres de ese periodo y abrazar la doctrina española de poner impuestos a las dependencias como convenga al estado gobernante. Ya uno de estas dependencias está en armas luchando por la libertad contra nosotros. Leed las amenazas de los imperialistas contra estos pueblos que se atreven a rebelarse y ved si me estoy equivocando o exagerando la corrupción del imperialismo entre nosotros. La cuestión es nuevamente si estamos preparados para repudiar los principios en los que hemos estado insistiendo durante ciento cincuenta años y abrazar aquéllos de los que España es el más antiguo y conspicuo representante, o no.

Respecto de este asunto de los impuestos y los beneficios, el presente sistema colonial inglés es tan injusto o más para el país colonizador como el viejo era para las colonias. Ahora las colonias ponen impuestos al país colonizador. Éste gasta grandes cantidades en beneficio de las colonias, sin obtener nada a cambio. Éstas ponen barreras impositivas contra el comercio con ellas. No creo que los Estados Unidos consientan nunca un sistema así y soy claramente de la opinión de que no tendrían que hacerlo. Si las colonias no tendrían que convertirse en tributarias del país colonizador, tampoco éste debería ser tributario de aquéllas. La propuesta de imitar la política colonial inglesa se hace evidentemente sin el conocimiento necesario de lo que significa y prueba que quienes dejan de lado objeciones sensatas y declaran a continuación que imitaremos a Inglaterra no entienden seriamente qué lo que nos proponen hacer.

La conclusión de este capítulo es que mantener dependencias que no puedan integrarse en la Unión es algo completamente opuesto a nuestro sistema nacional. Nuestro sistema no puede extenderse hasta abarcarlas o ajustarse a ellas para mantenerlas fuera sin sacrificar su integridad. Si integramos dependencias que, como hemos acordado, no están listas para convertirse en estados, habrá una constante agitación política para admitirlas como tales, pues esa agitación será fomentada por cualquier partido que piense que así ganará votos. Es un enorme error político empezar una guerra que sin duda nos llevará a este aprieto.

Comercio colonial frente a libre comercio.

Parece como si esta nueva política fuera destinada a hundir una espada en cada articulación de nuestro sistema histórico y filosófico. Nuestros antepasados se rebelaron contra el sistema colonial  y de navegación, pero, tan pronto como obtuvieron su independencia, se fijaron su propio sistema de navegación. La consecuencia es que nuestra industria y comercio están hoy organizados bajo un sistema restrictivo, que es retoño directo del antiguo sistema restrictivo español y se basa en las mismas ideas de política económica, es decir, en que los políticos pueden idear una política de prosperidad para un país que hará más por él que el desarrollo espontáneo de la energía del pueblo y los recursos del territorio. Por otro lado, en el interior de la Unión hemos establecido el mayor experimento de libre comercio absoluto que jamás se haya realizado. La combinación de ambos no es una novedad, pues es lo que Colbert intentó en Francia, pero aquí es original y es un interesante resultado de la presencia de dos filosofías opuestas en la mente de los hombres, filosofías cuyo ajuste hasta nunca se había intentado. La extensión de nuestra autoridad sobre estos nuevos territorios fuerza a una inconsistencia entre nuestra política interior y exterior, trasladándolas del campo de la filosofía al de la política práctica. Independientemente de dónde se ponga la línea limítrofe del sistema nacional, tenemos unas normas dentro y otras fuera de él. ¿Se van a  tratar a los nuevos territorios como internos o externos? Si nos ocupamos de este dilema, veremos que es de vital importancia.

Si tratamos a las dependencias como internas al sistema nacional, debemos tener un libre comercio absoluto con ellas. Por tanto, si, bajo la política de “puertas abiertas”, permitimos a otros que actúen en los mismos términos, las dependencias tendrían libre comercio con todo el mundo, mientras que nosotros estamos bajo un sistema restrictivo. Luego también las dependencias podrían no obtener ingresos por importaciones.

Si escogemos la otra opción del dilema y tratamos a las dependencias como externas a nuestra política nacional, entonces deberíamos dejar sus productos fuera de nuestro mercado mediante impuestos. Si hacemos estos con la política de “puertas abiertas”, cualquier impuesto que las islas impongan a importaciones de otros lugares también deberían imponérsenos. Luego nos estaríamos poniendo impuesto entre sí. Si elegimos una política proteccionista, determinaremos nuestros impuestos contra ellas y los suyos contra las demás naciones y deberemos dejarles que no nos pongan ninguno. Ése es exactamente el sistema español. Bajo éste las colonias se verán aplastadas como entre piedras de un molino. Se rebelarán contra nosotros exactamente por la misma razón por la que se rebelaron contra España.

He leído con mucho interés los periódicos durante seis meses, para ver qué indicios aparecían de las posibles corrientes de opinión sobre el dilema que he descrito. Hay unas pocas. Unos pocos periódicos proteccionistas extremos han declarado agresivamente que nuestro sistema protectivo iba a extenderse alrededor de nuestras posesiones y que todos los demás iban a quedar excluidos. De varias entrevistas y cartas de personas privadas, he seleccionado la siguiente como expresiva de lo que sin duda sería el punto de vista del hombre irregenerable, especialmente si tiene algún interés a proteger, como en el caso de este escritor.

“Me opongo a la política de ‘puertas abiertas’ tal y como yo la entiendo. Abrir libremente al mundo los puertos de nuestros nuevos territorios tendría el efecto de malbaratar y destruir muchos de los beneficios de la adquisición territorial, que nos ha costado sangre y dinero. Como nación, estamos bien cualificados para desarrollar y manejar el comercio en nuestras nuevas posesiones y el permitir a otros venir y compartir las ventajas y beneficios de este comercio no sólo es algo inapropiado para nuestros ciudadanos, sino que además demuestra una debilidad que casa mal con una nación de nuestra importancia.”

Éste era precisamente el punto de vista que se sostenía en España, Francia, Holanda e Inglaterra en el siglo XVIII y en el que se basaba el sistema de navegación contra el que se rebelaron nuestros padres. Si adoptamos este punto de vista, podemos contar con  que nos veremos envueltos en guerra constantes con otras naciones, que no consentirán que les cerremos el paso a partes de la tierra, a menos que les probemos que podemos hacerlo por la fuerza. Entonces seríamos parte de una renovación de todas las guerras del siglo XVIII por colonias, por la supremacía naval, por el “comercio”, como se suele decir, por la supremacía mundial y por todo el resto de grandes estupideces contra las que lucharon nuestros padres para ser libres. Es la política actual de Rusia y Francia y tenemos ante nuestros ojos pruebas de su efecto en la paz y el bienestar de la humanidad.

Nuestros proteccionistas modernos siempre nos han dicho que el objetivo de su política es asegurar el mercado interno. Han llevado a su sistema un exceso desmesurado. Los partidarios del libre comercio suelen decir que están construyendo una muralla china. Responden a eso que desean que nos separe de otras naciones un golfo ardiente. Resulta que son quienes están gritando que les encierra una muralla china. Cuando hayamos excluido al mundo entero, descubriremos que nos hemos quedado encerrados.

El sistema proteccionista se aplica especialmente a ciertas líneas concretas de producción. Por supuesto, éstas se estimulan desproporcionadamente para los requisitos de la comunidad e igualmente se exponen a fluctuaciones abruptas  de altos beneficios y sobreproducción. Con grandes gastos y pérdidas hemos seguido la política del mercado interno y ahora se nos solicita con grandes gastos y pérdidas que salgamos a conquistar territorios con el fin de ampliar el mercado. Para comerciar con otra comunidad, la primera condición es que debemos producir lo que ésta necesita y ésta debe producir lo que nosotros necesitamos. La segunda condición es que debe haber paz y seguridad y libertad ante obstáculos arbitrarios impuestos por el gobierno. Es la condición política. Si se cumplen estas condiciones, habrá comercio, no importa si las dos comunidades están en un cuerpo político o no. Si no se cumplen estas condiciones, no habrá comercio, sin que importe que bandera ondee.

Si queremos más comercio, lo podemos obtener inmediatamente mediante un tratado de reciprocidad con Canadá, que sería mayor y más beneficioso que uno con todas las posesiones españolas. No nos costaría nada obtenerlo. Por el contrario, a tiempo que luchábamos por Puerto Rico y Manila y gastábamos trescientos o cuatrocientos millones para obtenerlos, las negociaciones con Canadá fracasaron por al estrechez de miras y la intolerancia que pusimos en la negociación. La conquista no puede hacer nada por el comercio, excepto eliminar los obstáculos políticos que los conquistados no podían o querían eliminar. De esto se deduce que la única justificación para una extensión territorial es la expansión de las políticas de libertad e ilustración respecto del comercio. Incluso la expansión es una necesidad fastidiosa. La cuestión siempre es si adquirimos un activo o un pasivo. Adquirir tierra significa en realidad obtener territorio y cerrarlo al resto del mundo, para poder explotarlo nosotros. Adquirir tierra no es tomarla, administrarla y dejarla abierta a todos. Ésa es la política de “puertas abiertas”.

Nuestra política exterior comercial es, en todos sus principios, la misma que la de España. Partiendo de esto, no tenemos justificación para quitarle nada. Si ahora buscamos justificarnos, debe ser mediante una política de libertad, pero, como he explicado, eso lleva a una crisis por al contradicción entre nuestras políticas internas y externas respecto del comercio. De hecho, es muy probable que la destrucción de nuestro sistema restrictivo sea el primer buen resultado de la expansión, pero mi objetivo en este momento ha sido mostrar la red de dificultades que nos rodea al intentar establecer una política comercial para esas dependencias. Ciertamente, nos esperan años de confusión y acritud política, con todas las posibilidades consiguientes de disensión interna antes de que puedan superarse esas dificultades.

Los principios americanos.

Otro fenómeno que merece una detenida atención por parte del estudiante de la historia contemporánea y de las tendencias de las instituciones políticas es el fracaso de las masas de nuestro pueblo por percibir el inevitable efecto del imperialismo en la democracia. El pasado de 21 de noviembre [de 1898] se citaba en un cable al Primer Ministro de Francia como sigue:

“Durante veintiocho años hemos vivido bajo una contradicción. El ejército y la democracia subsisten uno junto a otro. El mantenimiento de las tradiciones del ejército es una amenaza para la libertad, aunque aseguren que la seguridad del país es su tarea más sagrada.”

La oposición entre democracia y militarización está ahora mismo en crisis en Francia y sin duda la militarización triunfará, pues el pueblo francés haría cualquier otro sacrificio antes de disminuir su poderío militar. En Alemania llevan treinta años intentando establecer un gobierno constitucional con instituciones parlamentarias. Las partes del sistema germánico están en guerra entre sí. El Emperador constantemente interfiere en el funcionamiento del sistema y realiza declaraciones completamente personales. No es responsable y no se le puede contestar ni criticar. La situación no es tan delicada como en Francia, pero es extremadamente inestable. Todo el deseo de los alemanes de autogobierno y libertad civil se queda en socialismo y el socialismo se reprime por la fuerza o por artimañas. Las clases conservadoras del país consienten la situación al tiempo que la deploran. La razón está en que el Emperador es el jefe de guerra. Su poder y autoridad son esenciales para la fortaleza militar del estado frente a sus vecinos. Ésa es la consideración principal a la que todo debe rendirse y su consecuencia es que hoy día apenas hay institución alguna en Alemania excepto el ejército.

A cualquier sitio de Europa continental al que vayamos en este momento, vemos el conflicto entre militarización e industrialización. Vemos la expansión del poder industrial alentado por la energía, esperanza y la previsión de los hombres y vemos el desarrollo frenado, desviado, paralizado y derrotado por medidas dictadas por consideraciones militares. Al mismo tiempo, la prensa está llena de comentarios sobre economía política, filosofía política y política social. Hablan sobre pobreza, trabajo, socialismo, caridad, reformas e ideales sociales y presumen de ilustración y progreso, al tiempo que las cosas que se hacen no vienen dictadas por ninguna de esas consideraciones, sino sólo por intereses militares. Es la militarización la que aprovecha todos los productos de la ciencia y el conocimiento, agotando la energía de la población y derrochando sus ahorros. Es la militarización la que impide que la gente dedique su atención a los problemas de su propio bienestar y su esfuerzo a la educación y confort de sus hijos. Es la militarización la que combate los grandes esfuerzos de la ciencia y el conocimiento para mejorar la lucha por la existencia.

El pueblo estadounidense cree que tiene un país libre y se nos dan discursos grandilocuentes acerca de la bandera y nuestra reputación en favor de la libertad y la ilustración. La opinión común es que tenemos esas cosas porque las hemos elegido y adoptado, porque están en la Declaración de Independencia y la Constitución. Por tanto, suponemos que las mantenemos y que los disparates de otros pueblos son cosas de las que podemos enterarnos con autocomplacencia. La gente dice que este país es distinto de los demás, que su prosperidad demuestra su excepcionalidad y cosas así. Son errores populares que descubriremos en su momento al tropezar con la dura realidad.

Los Estados Unidos están en una situación protegida. Es fácil tener igualdad donde la tierra es abundante y la población pequeña. Es fácil tener prosperidad donde unos pocos hombres tienen un gran continente por explotar. Es fácil tener libertad cuando no hay vecinos peligrosos y la lucha por la existencia es sencilla. Bajo esas circunstancias, no hay sanciones severas a los errores políticos. En ese caso, la democracia no tiene que ser protegida y defendida, como pasa en un país viejo como Francia. Esté enraizada y basada en las circunstancias económicas del país. Los oradores y constituyentes no crearon la democracia. Ésta les creó. Sin embargo, esta posición protegida sin duda acabará desapareciendo. A medida que el país aumente su población y ganarse la vida a partir desde el principio se vaya haciendo más difícil, la lucha por la existencia se hará más dura y la competencia más severa. Entonces la libertad y la democracia tendrán un coste si queremos mantenerlas.

¿Qué haría que se adelantara el día en que nos ventajas actuales desaparezcan y nos encontremos en las condiciones de naciones más viejas y densamente pobladas? La respuesta es: guerra, deudas, impuestos, diplomacia, un sistema de gobierno grande, pompa, gloria, un gran ejército y una gran armada, prodigalidad, corrupción política… en una palabra, imperialismo. Durante los viejos tiempos las masas democráticas de este país, que sabían poco acerca de las doctrinas modernas de filosofía social, tenían una gran intuición sobre estos asuntos y causa no poca inquietud política verlas declinar. Resistieron cualquier apelación a su vanidad en forma de pompa y gloria por la que tuvieran que pagar. Temían una deuda pública y un ejército regular. Eran estrechos de miras e iban demasiado lejos en estos asuntos, pero en todo caso tenían razón en ello, si querían fortalecer la democracia.

El gran adversario de la democracia hoy y en el futuro inmediato es la plutocracia. Cada año que pasa nos trae más claramente este antagonismo. Va a ser la guerra social del siglo XX. En esa guerra, el militarismo, la expansión y el imperialismo favorecerán la plutocracia. En primer lugar, la guerra y la expansión favorecerán la corrupción, tanto en las dependencias como en la metrópoli. En segundo lugar, distraerán la atención de la gente de lo que hagan los plutócratas. En tercer lugar, ocasionarán grandes gastos de dinero del pueblo, cuyos beneficios no irán al Tesoro, sino a las manos de unos pocos conspiradores. En cuarto lugar, generarán una gran deuda pública e impuestos y estas cosas tienden especialmente a hacer desiguales a los hombres, pues cualquier carga social acaba siendo más pesada para los débiles que para los fuertes y hace así a los débiles más débiles y a los fuertes más fuertes. Por tanto, la expansión y el imperialismo son un gran ataque violento contra la democracia.

Lo que he tratado de explicar en este discurso es que la expansión y el imperialismo están en conflicto con las mejores tradiciones, principios e intereses del pueblo estadounidense y que nos sumirán es una red de difíciles problemas y peligros políticos, que deberíamos evitar, al tiempo que no nos ofrecen ninguna ventaja a cambio.

Por supuesto, siempre se recurre a “principios”, frases y lemas para promover cualquier política que se intente recomendar. Lo mismo pasa en este caso. La gente que nos ha llevado a encerrarnos y quiere ahora que nos abramos, nos advierte sobre los terrores del “aislamiento”. Todos nuestros antepasados vinieron aquí para aislarse de las cargas sociales y errores heredados del viejo mundo. Cuando todos los demás están hasta las orejas de problemas ¿quién no se aislaría en libertad frente a la preocupación? Cuando los demás se ven aplastados bajo la carga del militarismo, ¿quién no se aislaría en la paz y la industria? Cuando todos los demás se revuelven bajo deudas e impuestos, ¿quién no se aislaría en el disfrute de sus propias ganancias para beneficio de su propia familia? Cuando todos los demás tiemblan de ansiedad, por miedo a que algún acontecimiento diario pueda conllevar un cataclismo social, ¿quién no se aislaría quedando fuera del alcance del desastre? Lo que estamos haciendo es abandonar este bendito aislamiento para reclamar una parte del problema.

La respuesta de los expansionistas a nuestras reticencias respecto de los grandes principios estadounidenses es decir que los tiempos han cambiado y que hemos superado a los padres de la república y sus doctrinas. En lo que se refiere a la autoridad de los grandes hombres, bien puede sacrificarse sin lamentarlo. La autoridad de personas y nombres es algo peligroso. Quedémonos con la verdad y la razón. Por mi parte, también temo los grandes principios y no pelearía por ellos. En los diez años anteriores a la Revolución, nuestros antepasados inventaron una magnífica serie de “principios” que pensaron que les ayudarían en sus dificultades. Rechazaron muchos de ellos tan pronto como obtuvieron la independencia y el resto nos han ocasionado desde entonces una buena cantidad de problemas. He examinado todos críticamente y no hay ninguno que yo considere sensato tal como se entiende popularmente. He sido acusado de hereje por ello por gente que ahora los repudia todos en una sola frase. Pero eso sólo despeja el camino para lo que realmente importa.

Las naciones mantienen un carácter, igual que los hombres. Un hombre que cambia cada semana sus principios no tiene carácter y no merece confianza. Los grandes hombres de esta nación lo fueron porque representaron y expresaron la opinión y sentimientos de la nación de su tiempo. Sus nombres son algo más que mazas con las que golpear a un oponente cuando sirven para ese propósito, pero que pueden abandonarse sin problemas cuando están del otro lado. Lo mismo pasa con los grandes principios: si algunos de nosotros somos escépticos acerca de su completa validez y queremos definirlos y limitarlos de alguna manera, eso apenas importa. Si la nación los ha aceptado, los ha acatado, ha basado su legislación en ellos, los ha incluidos en las decisiones de sus tribunales y luego los abandona en el plazo de seis meses, podemos asegurar que la nación sufrirá en su rectitud moral y política un impacto muy severo.

Hace tres años estábamos listos para pelear con Gran Bretaña  para que arbitrara una disputa que tenía con Venezuela. El asunto del Maine es uno de los más apropiados para la mediación que hayan aparecido entre ambas naciones y rechazamos escuchar esa propuesta. Hace tres años, si alguien dijera que cualquier propuesta que aportara cualquiera era “inglesa”, podía haber sido agredido en la calle. Ahora los ingleses son nuestros queridos amigos y vamos a tratar de imitarlos y adoptar su forma de hacer las cosas. Nos animan a ponernos en dificultades, primero porque estaremos ocupados y así no podremos interferir en otras partes y en segundo lugar, porque cuando estemos en dificultades necesitaremos aliados y creen que ellos serán nuestra primera opción.

Algunos de nuestros periódicos has estado hablando sentimentalmente durante años acerca de la mediación, pero el último verano cambiaron radicalmente y empezaron a hablar sentimentalmente acerca de los beneficios de la guerra. Nos felicitamos continuamente sobre el incremento de medios para producir riqueza y luego hacemos lo contrario y realizamos alguna estupidez para probar que hay algo más importante que la búsqueda de la prosperidad.

Hace tres años estábamos a punto de aprobar una ley para no permitir inmigrantes que no fueran lo suficientemente buenos para nosotros. Ahora vamos a admitir ocho millones de bárbaros y semibárbaros y a gastarnos veinte millones de dólares en ello. Durante treinta años lo negro ha estado de moda. Tenía valor político y se cuidaba. Ahora nos hemos hecho amigos de los sureños. Nos damos abrazos. Estamos todos unidos. Lo negro ya no vale. Está pasado de moda. No podemos tratarlos de una forma y a los malayos, tagalos y kanakos de otra. Un senador sureño hace dos o tres días agradecía a un senador expansionista de Connecticut que enunciara doctrinas que probaban que lo sureños venían teniendo razón durante los últimos treinta años, y su lógica era incontrovertible.

Así que los “grandes principios” cambian constantemente o, lo que es mucho más importante, cambian su expresión. Algunos pasan de moda, aparecen otros, pero los creadores de expresiones están constantemente con nosotros. Así que cuando nuestros amigos los expansionistas nos dicen que los tiempos han cambiado, esto significa que tienen una serie nueva de expresiones que quieren emplear en lugar de las viejas. Indudablemente las nuevas no son más válidas que las viejas. Toda la validez que hayan tenido los grandes principios la siguen teniendo. Quien los haya estudiado sin prejuicios y los haya aceptado en lo que valen puede apoyarlos ahora igual que antes. El momento en que un principio merezca la pena es cuando aparece la tentación de violarlo.

Otra respuesta que dan los imperialistas es que los estadounidenses pueden hacer algo. Dice que no hay que encogerse ante las responsabilidades. Desean meterse en un hoyo, confiando en la suerte y la inteligencia para salir de él. Hay cosas que los estadounidenses no pueden hacer. Los estadounidenses no pueden hacer que 2+2=5. Pueden ustedes contestar que esa es una imposibilidad aritmética y no nos estamos refiriendo a eso. Muy bien, los estadounidenses no pueden recaudar un impuesto de dos dólares por galón de whisky. Lo han intentado durante muchos años sin éxito. Es una imposibilidad económica o política, cuyas razones están en la naturaleza humana. Es una imposibilidad tan absoluta en este aspecto como la anterior en el dominio de las matemáticas.

Por lo que parece, los estadounidenses no pueden gobernar una ciudad de cien mil habitantes y lograr que sea cómoda y habitable con un coste bajo y sin corrupción. El cuerpo de bomberos de esta ciudad está actualmente desmoralizado por la corrupción política… y España y todas sus posesiones no nos importan tanto a ustedes y a mí como la eficiencia del cuerpo de bomberos de New Haven. Los estadounidenses de Connecticut no pueden abolir los distritos diminutos de su sistema parlamentario. Los ingleses los abolieron hace setenta años, a pesar de nobles y terratenientes. No podemos abolir el nuestro a pesar de los pueblos pequeños. Los estadounidenses no pueden reformar la lista de pensiones. Sus abusos enraízan en los métodos del autogobierno democrático y nadie se atreve a tocarla.

Realmente es muy dudoso que los estadounidenses puedan mantener un ejército de cien mil hombres en tiempo de paz. ¿Dónde podrían encontrarse en este país cien mil hombres deseando dedicar sus vidas a ser soldados, y si se encuentran, qué paga haría falta para inducirles a seguir esta carrera?

Los estadounidenses no pueden desligar su moneda de la confusión en la que la metió la Guerra Civil y no pueden situarla en un nivel sencillo, seguro y sólido que dé estabilidad a los negocios del país. Es una imposibilidad política.

Los estadounidenses no pueden garantizar el sufragio a los negros en todos los Estados Unidos: lo han intentado durante treinta años y ahora, al tiempo que esta guerra con España, ha quedado demostrado finalmente el fracaso. Como lo negro está pasado de moda, no se harán más intentos para lograrlo. Es una imposibilidad teniendo en cuenta la complejidad de nuestro sistema de gobierno estatal y federal. Si tuviera tiempo, volvería sobre la historia del sufragio negro y les mostraría qué retorcidos argumentos, similares en todo a los argumentos a favor de la expansión, se usaron para favorecerlo y cómo las objeciones se despreciaron de la misma forma vociferante e insensible que se contestan las objeciones al imperialismo. Se nos dice que la votación es un modo de educación y resuelve todas las dificultades al irse produciendo, como si fuera magia. Aún peor, los estadounidenses no pueden garantizar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad de los negros dentro de los Estados Unidos. Cuando la casa del jefe negro de correos fue incendiada una noche en Carolina del Sur y no sólo él, sino asimismo su esposa e hijos, fueron asesinados al tratar de escapar y cuando, además, este incidente quedó sin investigación legal ni castigo, fue un mal presagio para la extensión de la libertad, etc. para malayos y tagalos sencillamente imponiéndoles la bandera estadounidense.

Después un ligero examen serio del desprecio injustificado de una importante cuestión política por la declaración de que los estadounidenses puedan hacer cualquier cosa, se prueba que es sólo una tonta forma pretenciosa y tras una breve reflexión descubrimos que tenemos que estamos rodeados de problemas domésticos con cuya solución podría aumentarse enormemente la paz y la felicidad del pueblo estadounidense.

Las leyes de la naturaleza y de la naturaleza humana son tan válidas para los estadounidenses como para todos los demás y si realizamos actos tenemos que asumir las consecuencias, igual que el resto de la gente. Por tanto, la prudencia demanda que miremos al futuro para ver qué es lo que vamos a hacer y que estimemos los medios a nuestra disposición si no queremos traer calamidades para nosotros y nuestros hijos. Vemos que las peculiaridades de nuestro sistema de gobierno nos generan limitaciones. No podemos hacer cosas que podría hacer una gran monarquía centralizada. Las mismas bendiciones y ventajas especiales de que disfrutamos, comparadas con otras conllevan incapacidades. Esta es la causa fundamental de lo que he tratado de demostrar en esta conferencia, que podemos gobernar dependencias de acuerdo con nuestro sistema político y que, si lo intentamos, el Estado que fundaron nuestros padres sufrirá una reacción que lo transformará en otro imperio del estilo de los que le precedieron. Eso es lo que significa el imperialismo. Eso es lo que será, y la república democrática que hubo quedará en la historia, como la organización colonial de los primeros días, como una mera forma de transición.

Aún así, este esquema de república que crearon nuestros padres fue un sueño glorioso que merece más que una palabra de respeto y afecto antes de que desaparezca. De hecho, no es justo calificarla como un sueño o incluso un ideal: fue una posibilidad que estuvo a nuestro alcance si hubiéramos sido lo suficiente inteligentes como para atraparla y mantenerla. Se vio favorecida por nuestro aislamiento comparativo o, al menos, por nuestra distancia de otros estados fuertes. Los hombres que llegaron aquí fueron capaces de dejar de lado todas las restricciones de la tradición y las doctrinas establecidas. Se internaron en tierra salvaje, es cierto, pero llevaron consigo el conocimiento, la ciencia y la documentación que hasta ese momento había producido la civilización. No podían, es cierto, arrancar de sus mentes las ideas que habían heredado, pero con el tiempo, al ir viviendo en el nuevo mundo, tamizaron y seleccionaron esas ideas, reteniendo lo que prefirieron. También seleccionaron y adoptaron de las instituciones del viejo mundo las que prefirieron y desecharon el resto. Fue una gran oportunidad para ser así capaces de deshacerse de todos los disparates y errores que habían heredado, eligiendo hacerlo así.

Tenían tierra ilimitada sin restricciones feudales que les dificultaran su uso. Su idea era que nunca permitirían que crecieran aquí los abusos sociales y políticos del viejo mundo. No debería haber latifundios, ni barones, ni categorías, ni prelados, ni clases pasivas, ni pobres ni desheredados, aparte de los depravados. No habría más ejército que la milicia, que no tendría más función que la de policía. No habría corte ni pompa, no habría órdenes, ni insignias o adornos o títulos. No habría deuda pública. Rechazaban con desdén la idea de que la deuda pública es un beneficio público si lo que se gastaba en la guerra se pagaba en la paz y no implicaban a la posterioridad.

No iba a haber una gran diplomacia, porque intentaban ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en ninguna de las intrigas en las que acostumbran a participar los estadistas europeos. No iba a haber equilibrio de poderes ni “razón de estado” a costa de la vida y felicidad de los ciudadanos. La única parte válida de la doctrina Monroe era su determinación de que los sistemas políticos y sociales de Europa no se extenderían a parte alguna del continente americano, no fuera que los pueblos más débiles perdieran la oportunidad que les daba el nuevo continente de escapar de esos sistemas si así lo deseaban.

Nuestros padres tendrían un gobierno económico, aunque la gente importante lo calificara de parsimonioso, y los impuestos no serían mayores de lo estrictamente necesario para pagar ese gobierno. El ciudadano mantendría el resto de sus ganancias y las usaría para lo que le pareciera mejor para su felicidad y la de su familia: sobre todo, se le aseguraría la paz y la tranquilidad mientras siguiera con su trabajo honrado y obedeciera a las leyes.

Una república democrática libre nunca se embarcaría en políticas aventureras de conquista o ambición, como, según creían nuestros padres, las que forzaban reyes y nobles al servicio de sus intereses. Por tanto, a los ciudadanos nunca se les forzaría a abandonar a su familia o dar a sus hijos para derramar sangre y gloria y dejar viudas y huérfanos en la miseria a cambio de nada. La justicia y la ley reinarían en medio de la sencillez y un gobierno que tuviera poco que hacer dejaría poco espacio a la ambición. En una sociedad que honre el trabajo, la frugalidad y la prudencia, se creía que los vicios de la riqueza nunca prosperarían.

Sabemos que esas creencias, esperanzas e intenciones sólo se han cumplido parcialmente. Sabemos que a medida que ha pasado el tiempo y nos hemos ido volviendo numerosos y ricos, algunas de estas cosas han resultado ser ideales imposibles, incompatibles con una sociedad grande y floreciente, pero ha sido por virtud de esta concepción de comunidad por lo que los Estados Unidos han resultado ser únicos y grandes en la historia de la humanidad y su pueblo ha sido feliz. Ha sido por virtud de esos ideales que hemos estado “aislados”, aislados en una posición que las demás naciones de la tierra han observado con silenciosa envidia y aún así hay gente que alardea de su patriotismo, porque dicen que hemos ocupado nuestro lugar entre las naciones de la tierra por medio de esta guerra. Mi patriotismo es del tipo del que le enfurece la idea de que los Estados Unidos no haya sido una gran nación hasta que en una pequeña campaña de tres meses destrozó un estado pobre, decrépito y en bancarrota como España. Sostener esa opinión es abandonar todos los principios estadounidenses, poner deshonra y desdén en todo lo que nuestros antepasados trataron de construir y adoptar los principios que representa España.


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