Ecologismo y libertad económica: La defensa de los derechos de propiedad privada

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[Journal of Business Ethic, 17: 1887-1899, 1998]

       I.            Introducción

Este trabajo tratará de reconciliar ecologismo y libertad económica.

Antes de llevar a cabo este intento aparentemente quijotesco, debemos estar seguros de que tenemos claros ambos conceptos. El ecologismo puede definirse de una manera no polémica como una filosofía que ve un gran beneficio en el aire y el agua limpios y un menor grado de extinción de especies. Los ecologistas están particularmente preocupados por la supervivencia y prosperidad de especies en peligro de extinción como árboles, elefantes, rinocerontes y ballenas y con la contaminación sonora y del aire, los derrames de petróleo, el efecto invernadero y la desaparición de la capa de ozono. Advirtamos que esta versión del ecologismo es muy moderada. Además, está dirigida únicamente a un objetivo. No implica ningún medio a usar para estos fines. Desde esta perspectiva, el ecologismo es, en principio, tan compatible con la libre empresa como con su opuesto, las órdenes y el control del gobierno centralizado.

La libertad económica también admite una definición directa. Es la idea de que la gente se posee legítimamente a sí misma y a la propiedad que “captura” de la naturaleza por ocupación,[1] así como la propiedad adicional que obtiene, además, comerciando con su trabajo o con sus posesiones legítimas.[2] A veces llamada libertarismo, para esta opinión la única actividad humana inapropiada es la iniciación de amenaza o fuerza contra otro o contra su propiedad. Esta es también la única razón legítima para la ley. Impedir, asesinatos, robos, violaciones, intrusiones, fraudes, incendios, etc. y todos los demás delitos es la única función adecuada para las normas legales.

A primera vista la relación entre ecologismo y libertad parecería directa y evidente: un aumento uno lleva a una disminución de la otra y viceversa. Y realmente hay fuertes evidencias de una relación inversa entre ambos.

Por ejemplo, tenemos la base marxista e incluso comunista de algunos defensores de preocupaciones medioambientales.[3] Gente como esta llega al movimiento ecologista con la guadaña- Su interés real es el poder: dirigir las vidas de otros, ya sea por su propio bien, por el bien de la sociedad o por el bien de las imparables “fuerzas de la historia”. Les fue bastante bien en este sentido durante décadas en Rusia y Europa Oriental. Gracias a ellos, esta vasta parte del planeta marchaba unánimemente hacia la visión marxista de todo el poder para el “proletariado”. Pero en 1989, gracias a las contradicciones internas del comunismo (Mises, 1969), su mundo cambió de los pies a la cabeza. Algunos trasladaron su fidelidad a los únicos sistemas completamente comunistas que permanecieron: Cuba, Corea del Norte. Respecto de los demás, no se amilanaron, se limitaron a cambiar de caballos en la misma carreta: en lugar de socialismo formal, esta gente adoptó el ecologismo como un medio mejor hacia sus fines inalterados. Pueden calificarse como “sandías”, en el sentido de que son verdes por fuera y todavía rojos por dentro.

Luego están los verdes de verdad. Ven el ecologismo no como un medio para un fin, sino como el verdadero objetivo en sí mismo. Los más radicales son directos. Ven al hombre como un enemigo de la naturaleza y, si pudieran, destruirían al primero para salvar a la segunda. Graber (1989, p. 9), que es biólogo investigador del Servicio de Parques Nacionales de EEUU, dice: “Hasta que llegue el momento en que el Homo sapiens deba decidir volver a unirse con la naturaleza, algunos solo podemos esperar que aparezca el virus apropiado”. En opinión de Foreman (1990, p. 48), cofundador de Earth First![4] y excabildero para la Wilderness Society, “Somos un cáncer para la naturaleza”. Y he aquí cómo describe Mills (1989, p. 106) a los demás miembros de su especie: “Protoplasmas humanos degradados”.[5]

Algunos son ligeramente menos radicales. No reclaman la práctica extinción de la raza humana. Se limitan a sostener que los animales tienen derechos, que los árbolkes tienen derechos, que los organismos microscópicos tienen derechos. Se dice que Ghandi, por ejemplo, a veces llevaba una máscara quirúrgica para no matar inadvertidamente un microorganismo al respirar. Si hubiera sido así, esa práctica indudablemente habría estado de acuerdo con esta filosofía.

Bajando un poco en el extremismo de la gente con preocupaciones ecológicas, están quienes únicamente culpan a los mercados, la libre empresa y el capitalismo por la ruina del planeta. En su opinión, lo que hace falta es controlar esos apetitos malvados y volver a una versión “más amable y gentil” del intervencionismo público. Por ejemplo, con respecto a las playas contaminadas de la ciudad de Nueva York, el Comisionado de Salud de la Gran Manzana decía en la televisión pública de Canadá (30 de julio de 1988):

Creo que la motivación es la codicia, ya sabes, no preocuparse por el planeta, no preocuparse por el océano y no preocuparse por la gente que vive en el planeta y quiere usar el océano: la codicia.

En opinión de la ecologista Renate Kroisa, con respecto a las fábricas papeleras (Reportaje de la CTVm 15 de marzo de 1989):

Destrozarían en su lugar el entorno y ganarían mucho más dinero que si lo destrozaran, limpiaran y luego… se mantuvieran competitivas. Las fábricas están para obtener muchos beneficios y están obteniendo muchos beneficios a costa de nuestro medio ambiente.[6]

Y Commoner declara:[7]

El origen de la crisis medioambiental puede remontarse al precepto capitalista de que la decisión sobre la tecnología de producción ha de regirse solo por el interés privado de la maximización del beneficio.

Otras declaraciones de esta índole incluyen a Porrit y Winner (1988, p. 11): “El peligro no está en la extraña fábrica, industria o tecnología desbocada, sino en (…) el propio industrialismo”; Bookchin (1970, p. 14): “El saqueo del espíritu humano por el mercado se parece al saqueo de la tierra por el capital” y los mercados libres “acaban con la sacralidad de la vida porque no puede haber nada sagrado en algo tenga un precio” (Schumacher, 1973, p. 45).[8]

Además, están quienes se oponen no solo a la competencia del mercado, sino que también quieren prohibir productos concretos que ha hecho posible este sistema. Por ejemplo, hay quien reclama prohibir aviones 747 (Rifkin, 1980, p. 216), automóviles (Sale, 1989, p. 33), gafas (Mills, 1989, p. 106), lavadoras privadas (Bookchin, 1989, p. 22), ropa a medida (Schumacher, 1973, pp. 57-58) o papel higiénico (Mills, 1989, pp. 167-168).

Paradójicamente, hay una manera muy limitada con cierto sentido en que es racional preferir los rojos a los verdes. Es verdad que los primeros, no los segundos, mataron a millones y millones de personas (Conquest, 1986, 1990). Pero al menos su objetivo, su propósito, su fin, era ayudar a los seres humanos. Sí, eligieron una forma trágicamente errónea de conseguir esto, una filosofía por la que todavía tambaleándose los pueblos de todo el mundo. Sin embargo, hay que reconocer que no fueron traidores a su especie.[9] Por desgracia no puede decirse esto de algunos de los verdes, especialmente los más radicales. Tampoco puede negarse que, al menos hasta ahora, con la excepción de unos pocos desafortunados leñadores, los verdes no han matado ni dañado a muchas personas. Pero si hay que creer sus intenciones explicadas públicamente, si alcanzaran el poder podrían ser un peligro peor para la raza humana incluso que los comunistas.[10]

Este es, en resumen, la explicación para creer que hay una relación inversa entre ecologismo y libertad. Sin embargo, no es una relación directa y evidente: un aumento en uno no siempre lleva a una disminución de la otra, ni viceversa.

¿Cuáles son las excepciones? ¿Cómo pueden reconciliarse ecologismo y libertad económica?[11] Es sencillo. Demostrando que la libre empresa es el mejor medio para llegar al fin de la protección medioambiental. Esto parece en principio una tarea ardua, dado el énfasis mostrado por la mayoría de los ecologistas en el socialismo y su odio por el capitalismo. Pero una pista de la solución puede conseguirse del hecho de que el capitalismo del laissez faire, como se columbraba antes, se opone enérgicamente a las invasiones o cruces de fronteras y que muchas tragedias medioambientales, desde la contaminación del aire a los derrames de crudo, pueden interpretarse razonablemente precisamente de esa manera. Así que la razón del daño medioambiental es la incapacidad del gobierno de proteger los derechos de propiedad (por omisión) y otra actividad estatal que, o regula la propiedad privada, o la prohíbe directamente (por comisión). Consideremos unos pocos ejemplos.

    II.            Contaminación del aire

Según el análisis económico ortodoxo, el libertarismo se equivoca. El problema de los contaminantes en el aire no se debe a una incapacidad del gobierno de proteger los derechos de propiedad privada. Por el contrario, se produce debido a un “fallo del mercado”, un defecto básico en la libre empresa. Pigou (1912, p. 159) expresa la postura clásica de esta opinión:

El humo en grandes ciudades que inflige grandes pérdidas a la comunidad (…) se produce porque no hay manera de obligar a los contaminadores privados a asumir el coste social de sus actividades.

Samuelson (1956, 1970) tiene la misma impresión en términos de divergencia entre costes privados y sociales. Lange y Taylor (1938, p. 103) son otros socialistas adicionales que señalan una cosa más:

Una característica que distingue a una economía socialista de una basada en la empresa privada es la integridad de las cosas que entran en el sistema socialista de precios.

En otras palabras, por alguna razón extraña, misteriosa y oscura, los capitalistas, bajo el laissez faire, están excusados de ni siquiera considerar al daño físico que hagan a la propiedad de otros mediante la emisión de sus partículas de humo. Bajo el socialismo, por el contrario, el planificador centralizado, por supuesto, tiene esto en cuenta, arrancando de cuajo el problema de la contaminación.

Hay tantas cosas erróneas en este escenario que es difícil saber por dónde empezar a refutarlo. Tal vez sea mejor que empecemos con una observación empírica. Si esta crítica del mercado fuera cierta, cabría esperar que, incluso si los soviéticos no consiguieron dirigir con éxito una economía, pudieron al menos se dignos de confianza en los que se refiere al medio ambiente. En realidad, nada puede estar más lejos de la realidad.

La primera prueba tal vez sea la desaparición de los mares de Aral y Caspio, debido a una contaminación masiva y descontrolada, el exceso de tala de árboles y la consecuente desertificación. Después está Chernóbil, que causó cientos, si no miles de muertes.[12] En los ferris del río Volga está prohibido fumar cigarrillos. No es por razones sanitarias paternalistas e intrusivas como en Occidente, sino porque está tan contaminado con petróleo y otros materiales inflamables que hay un gran temor a que si se tira por la borda un cigarrillo incendie toda el agua. Además, bajo el comunismo, había poco o ningún tratamiento residual del alcantarillado en Polonia, el tejado dorado de la Capilla de Segismundo de Cracovia se disolvió debido a la lluvia ácida, había una neblina de color marrón oscuro sobre buena parte de Alemania Oriental y las concentraciones de dióxido de sulfuro en Checoslovaquia eran ocho veces las comunes en EEUU (DiLorenzo, 1990).

Tampoco se debía únicamente a la ausencia de democracia en la URSS. El historial ecológico del gobierno de EEUU, donde la democracia está a la orden del día, tampoco es muy alentador. El Departamento de Defensa ha vertido 400.000 toneladas de materiales peligrosos, más que las cinco mayores empresas químicas juntas. El Rocky Mountain Arsenal se deshizo descuidadamente de gas nervioso, gas mostaza, gas TX anticosechas y dispositivos incendiarios. Y esto por no hablar del infame incendio forestal en el parque de Yellowstone, que las autoridades rechazaron apagar, alegando consideraciones ecológicas;[13] ni de las 59 centrales térmicas de carbón de la TVA; ni de la infravaloración y el abuso de los terrenos administrados por el Bureau of Land Management; ni del hecho de que el gobierno subvencione el sobreaprovechamiento de los bosques construyendo carreteras para leñadores.

No son ejemplos de un fallo del mercado. Más bien son ejemplos del fracaso del gobierno: controles directos e incapacidad o falta de voluntad de respetar los derechos de propiedad privada.

¿Pero qué pasa con la acusación de Pigou y Samuelson del efecto de mala asignación de las externalidades negativas o las deseconomías externas? También es erróneo.

Hasta las décadas de 1820 y 1830, la jurisprudencia legal en Gran Bretaña y Estados Unidos seguía más o menos la opinión libertaria de la no invasividad (Coase, 1960, Horwitz, 1977). Normalmente un granjero se quejaba de que una locomotora había emitido chispas que incendiaron sus balas de paja y otras cosechas. O una mujer acusaba a una fábrica de enviar contaminantes aéreos a su propiedad, que ensuciaban su colada. Había quien protestaba por la materia extraña que entraba en sus pulmones sin permiso. Casi invariablemente, los tribunales reconocían esta violación de los derechos del demandante.[14] El resultado habitual en esta época eran las medidas cautelares, además de una indemnización por daños.

Al contrario de lo que dicen Pigou y Samuelson, fabricantes, fundiciones, ferrocarriles, etc., no podrían actuar en un vacío, como si los costes que impusieran a otros no tuvieron importancia. Había una “manera de obligar a los contaminadores privados a asumir el coste social de sus operaciones”: demandarlos, hacerlos pagar por sus transgresiones pasadas y obtener una orden de un tribunal que les prohíba esas invasiones en el futuro.

Respetar así los derechos de propiedad tenía varios efectos saludables. Para empezar, había incentivos para usar combustibles limpios como la ligeramente más cara antracita en lugar de las variedades más baratas, pero más sucias, de mayor contenido en sulfuro: menos riesgo de demandas. Segundo, hacía que mereciera la pena instalar filtros y otras técnicas para reducir la salida de contaminación. En tercer lugar, había un impulso para dedicarse a la investigación y desarrollo de nuevos y mejores métodos para la internalización de las externalidades: quedarse con los contaminantes. Cuarto, había una tendencia al uso de mejores chimeneas y otros dispositivos de prevención de humos. Quinto, estaba en proceso de desarrollo un incipiente sector forense de la contaminación.[15] Sexto, las decisiones de ubicación de las fábricas se veían íntimamente afectadas. La ley implicaba que sería más rentable construir una fábrica en un área con pocas personas o ninguna en absoluto. Instalar un taller en un área residencial, por ejemplo, expondría a las empresas a demandas debilitantes.[16]

Pero posteriormente, en las décadas de 1840 y 1850 se impuso una nueva filosofía legal. Ya no se respetaban los derechos de propiedad privada. Ahora había una consideración todavía más importante: el bien público. ¿Y en qué consistía el bien público en esta nueva disposición? El crecimiento y progreso de la economía de EEUU. Hacia este fin se decidió que la jurisprudencia de las décadas de 1820 y 1830 era innecesariamente indulgente. Consecuentemente, cuando llegaba a los tribunales una demanda medioambiental, bajo este sistema, se le prestaba poca atención. Se decía que, en efecto, se habían violado sus derechos de propiedad privada, pero que esto era completamente adecuado, ya que hay algo todavía más importante que los egoístas e individualistas derechos de propiedad. Y esto era el “bien público” de estimular las fábricas.[17]

Bajo esta convención legal, todos los incentivos económicos del régimen anterior dieron un giro de 180 grados. ¿Por qué usar combustibles limpios, como la ligeramente más cara antracita en lugar de las variedades más baratas de carbón, pero más sucias y con mayor contenido de sulfuro? ¿Por qué instalar filtros y otras técnicas para reducir la emisión de contaminación o dedicarse a la investigación y desarrollo medioambientales o usar mejores chimeneas y otros medios de prevención de humos o tomar decisiones de ubicación para afectar a la menor cantidad posible de gente? No hace falta decir que el incipiente sector forense de la contaminación no llegó a nacer.

¿Y qué pasa con el fabricante “verde” que no quiere estropear la atmósfera del planeta, o el libertario que rechaza hacer esto debido a que es una invasión injustificada de la propiedad de otros? Hay un nombre para esa gente y es “bancarrota”.[18] Pues dedicarse a buenas prácticas medioambientales en los negocios bajo un régimen legal en el que ya no se requiere esto es imponerse una desventaja competitiva. En igualdad de condiciones, esto garantizaría la bancarrota.

Desde aproximadamente 1850 a 1970 las empresas podían contaminar sin sanciones. Por esto es por lo que “no hay manera de obligar a los contaminadores privados a asumir el coste social de sus actividades”, como decía Pigou, por esto es por lo que había una “divergencia entre costes privados y sociales” samuelsoniana. No era un fallo del mercado. Era un fallo del gobierno al no mantener a la libre empresa dentro de un sistema legal protector de los derechos de propiedad privada.

En la década de 1970 se hizo un “descubrimiento”: la calidad del aire era peligrosa para los seres humanos y otras criaturas vivas. Tras crear él mismo el problema, el gobierno se dispuso ahora a remediarlo, con toda una serie de regulaciones que solo empeoraron las cosas. Se reclamaban coches eléctricos, un recorrido mínimo por galón de gasolina, subvenciones al sector eólico, hidráulico, solar y nuclear,[19] impuestos al carbón, el petróleo, el gas y otros combustibles, recortes arbitrarios en la cantidad de contaminantes en el aire. El límite nacional de velocidad de 55 millas por hora no estuvo motivado inicialmente por consideraciones de seguridad, sino ecológicas. La “búsqueda de rentas” desempeñó un papel en este barullo, ya que los intereses del carbón en el este (combustión sucia de sulfuro) prevalecieron sobre los de sus equivalentes en el oeste (combustión limpia de antracita). Los primeros querían filtros obligatorios, los segundos la sustitución obligatoria del carbón de sus competidores por el suyo.

¿Y cuál fue la postura de la Escuela de Chicago, supuestamente orientada hacia el libre mercado? En lugar de recuperar un sistema de derechos de propiedad privada, reclamaron las “más eficientes” regulaciones estatales. En lugar de un sistema de orden y control, pidieron la adopción de derechos intercambiables de emisión (TER, por sus siglas en inglés). En este sistema (Hahn, 1989, Hahn y Stavins, 1990, Hahn y Hester, 1989), en lugar de obligar a todos y cada uno de los contaminadores a recortar, digamos, un tercio, reclamarían que todos juntos alcanzaran este objetivo. ¿Por qué es esto beneficioso? Podría ser difícil y caro reducir la contaminación de 150 a 100 para algunas empresas y fácil y barato para otras. Bajo los TER, algunos podrían reducir los niveles de contaminación en menos de 1/3 (o incluso aumentarlos), pagando en la práctica a otros para reducir los suyos en más de esta cantidad. El medio a través del que se lograría esto sería un sistema de “derechos a contaminar” y un mercado organizado a través del cual estos se compraran y vendieran.

Las consecuencias de este plan para la libertad están claras. Anderson (1990) dice:

Por suerte, hay una aproximación sencilla y eficaz disponible, apreciada desde hace tiempo, pero poco usada. Una aproximación que se base firmemente en (…) los derechos de propiedad privada.

Esencialmente toda contaminación es eliminación de basura de una forma u otra. La esencia del problema es que nuestras leyes y la administración de justicia no han asimilado el rechazo producido por el crecimiento explosivo de industria, tecnología y ciencia.

Si tomas una bolsa de basura y la tiras en el césped del vecino, todos sabemos que va a ocurrir. Tu vecino llamará a la policía y descubrirías enseguida que la eliminación de tu basura en tu responsabilidad y que debe hacerse de manera que no viole los derechos de propiedad de nadie más.

Pero si tomas la misma bolsa de basura y la quemas en una incineradora en el jardín, dejando que sus negras cenizas planeen sobre el vecindario, el problema se vuelve más complicado. La violación de los derechos de propiedad está clara, pero protegerlos es más difícil. Y cuando la basura es invisible a la vista, como pasa con mucha de la contaminación del aire y agua, el problema parece a menudo casi irresoluble.

Hemos probado muchas soluciones en el pasado. Hemos tratado de disuadir a los contaminadores con multas, con programas públicos con los que todos pagan para limpiar la basura producida por unos pocos, con multitud de regulaciones detalladas para controlar el grado de contaminación. Ahora hay quien propone seriamente que deberíamos tener incentivos económicos para cobrar a los contaminadores una tasa por contaminar (y cuanto más contaminen, más paguen). Pero eso es como poner impuestos a los ladrones como incentivo económico para impedir que la gente robe tu propiedad, e igual de inaceptable.

La única manera eficaz de eliminar la contaminación grave es tratarla exactamente como lo que es: basura. Igual que alguien no tiene derecho a tirar una bolsa de basura en el césped de su vecino, tampoco tiene el derecho a poner ninguna basura en el aire o en el agua o en la tierra, si viola de alguna manera los derechos de propiedad de otros.

Lo que necesitamos son leyes medioambientales más claras y que se apliquen, no con incentivos económicos, sino con sentencias de cárcel.

Lo que haría la aplicación estricta de la idea de los derechos de propiedad es aumentar el coste de la eliminación de basuras. Ese mayor coste se reflejaría en un coste mayor para los productos y servicios resultantes del proceso que produzca la basura. Y así debería ser. Mucho del coste de eliminar los desperdicios ya está incorporado en el precio de los bienes y servicios producidos. Todo debería ser así. Así que solo los que se benefician de la basura creada pagarían por su eliminación.[20]

Así que la libertad económica implica una vuelta al estatus legal de la contaminación de la época anterior. Tampoco tenemos que temer una dureza y dislocación económicas indebidas debido a los problemas de ajuste. Pues aparte de la contaminación evidente y obvia, que ya se ha rebajado mediante órdenes y regulaciones de control, llevaría al menos unos pocos años que los forenses medioambientales se desarrollaran hasta el punto en el que la industria tuviera que hacer más cambios básicos.

Hay por supuesto objeciones a “retrasar el reloj” hasta la década de 1820. Para empezar, está el temor a que, si permitimos que cualquiera demande a cualquier otro por contaminación, esto signifique el final completo de la industria. Y no solo de la industria y otros accesorios de la vida civilizada moderna. Podría asimismo echar el telón a la propia vida, ya que, hablando estrictamente, incluso expirar (dióxido de carbono) podría verse como un contaminante y por tanto prohibirse. Por suerte, este escenario no es posible. En primer lugar, aunque la industria hasta la década de 1830 no era gran cosa en comparada con la época moderna, tampoco era tan inexistente como implicaría esta objeción. En segundo lugar, hay una razón para esto: la carga de la prueba la tiene el demandante, así que solo los casos más evidentes de contaminación serían demandables en la práctica, y se aplicaba el principio de minimis, así que se rechazaban las demandas legales injustificadas o las que alegaban solo pequeñas cantidades de contaminación.[21]

Otra objeción, más razonable, es que, si permitimos de nuevo demandas de contaminación, aunque no hagamos que la industria se pare de repente, al menos se desorganizaría enormemente. Tal vez sería mejor esperar diez años o un periodo prudente de forma que la industria pueda ajustarse antes de imponer esas medidas tan draconianas.

Esta opción parece realmente más pragmática, pero hay problemas con ella. Hemos dicho que la contaminación equivale a una invasión. Supongamos que alguien tuviera autoridad para acabar inmediatamente con una invasión, por ejemplo, la esclavitud, y rechazara hacerlo durante 10 años diciendo que sería demasiado “perjudicial” o “poco práctica”. Decid que queráis acerca de una decisión bajo esas bases pragmáticas, pero no puede sostenerse que mejore la libertad.

Por suerte, podemos estar al plato y a las tajadas en este contexto. Es decir, podemos admitir inmediatamente demandas medioambientales, pero también tener un “periodo de espera” de quizá 10 años o algo así, en cualquier caso. Esto puede hacerse debido a la pausa de cientos 50 años, desde aproximadamente 1845 a 1995 en la que podría haberse desarrollado la técnica forense medioambiental, pero no lo hizo, debido a un régimen legal que no la favorecía.[22] El caso es que si la técnica forense medioambiental se habría desarrollado a lo largo de estos últimos 150 años, pero no se hubiera implantado por alguna razón y tuviéramos que permitir repentinamente demandas medioambientales por primera vez en el presente, estoy llevaría realmente a la industria a una paralización inmediata, porque la carga de la prueba del demandante sería fácil de satisfacer bajo estos supuestos. Además, habría bastante contaminación invasiva en torno como para encontrar personas culpables de perpetrarla.

Porque con emisiones estrictamente controladas (en el primer período) se habría producido desarrollo sin seguir líneas intensivas en contaminación. Por el contrario, con carta blanca sobre las emisiones (el periodo posterior) la industria se ha desarrollado de una manera intensiva en contaminación. Pasar de un sistema en el que la contaminación era completamente legal (1845-1970) a uno en el que estuviera estrictamente controlada (como antes de 1845) reclamaría una reestructuración radical de la industria.

Dejadme que lo explique en otra manera. Hay una dificultad con la que debe bregar la teoría de los derechos de propiedad privada para la protección medioambiental: si instituimos un sistema así abruptamente, especialmente si lo hubiéramos hecho, supongamos, en la década de 1960 antes de que estas preocupaciones llegaran a la imaginación del público, correríamos el riesgo de paralizar la industria, algo a lo que habría que resistirse al menos por razones pragmáticas. Por otro lado, si ofreciéramos, por ejemplo, un periodo de espera diez años antes de que pudieran aceptarse demandas medioambientales, seríamos cómplices de violaciones del código libertario durante esta década. Felizmente podemos evitar este dilema. Primero, permitimos demandas tan pronto como tengamos el poder de hacerlo, eludiendo así la segunda parte (paralización de la industria) del dilema. Eludimos también la primera debido al hecho de que para que el demandante tenga éxito en su demanda debe demostrar más allá de cualquier duda razonable que un contaminador particular concreto es responsable de invadir su persona propiedad. Pero para hacerlo, dado el triste estado de la técnica forense medioambiental, al menos en el momento en que escribo esto, tomaría tiempo, probablemente tanto tiempo como tome a la industria acabar con el error de sus actividades sin ninguna perturbación grave. Es decir, supongamos que lleve diez años a la industria ajustarse a la disposición legal de la década de 1830. No sería tan dañino para la economía como podría suponerse, porque podría suponer una cantidad similar de tiempo averiguar con precisión quién está contaminando a quién.[23]

 III.            Eliminación de basuras

Todo el revuelo con respecto al papel frente al plástico y los envoltorios de poliestireno tienen también implicaciones para libertad económica.

A finales de la década de 1980 un restaurante McDonald’s abrió sus puertas en Moscú. En muchos sentidos, no fue un hecho muy importante. La compañía de hamburguesas de Ray Kroc hacía negocios en ese momento en cientos de otros países. Pero en otros muchos sentidos era también algo muy importante. En ese tiempo Rusia seguía bajo control del comunismo. Permitir una empresa privada hacer negocios en el corazón de la bestia mostraba de esta manera una debilidad del totalitarismo de la URSS. Qué podría ser una grieta más grande en su armadura que un restaurante popular ligado íntimamente al capitalismo occidental.

McDonald’s es un ejemplo razonable de una empresa capitalista. Emplea miles de personas, particularmente a jóvenes, miembros de minorías e inmigrantes. Hace felices a millones de clientes y ha vendido, casi increíblemente, miles de millones de hamburguesas. Es una indicación de calidad. Puedes viajar prácticamente por todo el mundo y tener garantizado el mismo tipo de comida que sirven en “Kansas”. Esta cadena (y otras imitadoras) ha sido una bendición para los pobres. Antes de su nacimiento, a los pobres le será difícil disfrutar de una comida en un restaurante. Gracias a esta iniciativa, comer fuera de casa se ha convertido en algo común para gente con medios modestos. En todo caso, McDonald’s no era una mala elección como ficha en las altas apuestas con los comunistas acerca del futuro de la economía política del mundo.

Pero aproximadamente al mismo tiempo que Ronald McDonald establecía su residencia detrás del telón de acero, en su casa, en “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”, se enfrentaba a restricciones de establecimiento y otras barreras. Docenas de ayuntamientos a lo largo de este gran país estaban rechazando dar permisos a McDonald’s para abrir nuevos locales. ¿Por qué? ¿Una toma del poder de quintacolumnistas soviéticos? ¿Una revolución comunista en los viejos EEUU? Nada de eso. Por el contrario, todo se debía al ecologismo de izquierdas.

¿Por qué los verdes locales se oponían tan enérgicamente a que se vendieran más bigmacs? Porque estaban envueltos en poliestireno y otros envoltorios plásticos y si hay algo que garantiza en la práctica una apoplejía para un ecologista son precisamente estos materiales.

Supongamos, solo para seguir con el argumento, que todo lo que dicen los ecologistas acerca del plástico y el poliestireno sea verdad. Que comparadas con el papel estas sustancias no son ecológicamente amistosas, no son biodegradables, no son reciclables, no son reutilizables, no pueden devolverse a la naturaleza. Por el contrario, cuando se entierran en el suelo vuelven a perseguirnos en el futuro como peligrosas basuras. Y como consecuencia de esto, cualquiera lo suficientemente estúpido como para tirarlas arruinaría el terreno para su posterior uso como granjas, viviendas, fábricas, centros comerciales, etcétera.

Bajo estas condiciones, averigüemos la capacidad del mercado para transmitir este conocimiento (papel, bueno; plástico, malo) de forma que se tenga en cuenta en la economía. Después de todo esto es precisamente lo que el sistema de precios presumiblemente pretende hacer. Los precios, después de todo, son como las señales de circulación. Igual que estas últimas nos guían por el espacio geográfico,[24] las primeras se supone que nos dan indicaciones sobre la economía.

A primera vista parecería que mientras que los precios cumplen con su tarea en la economía general, hay un lamentable fracaso en lo que se refiere a las preocupaciones medioambientales. Pongámonos en la caja del supermercado. Acabamos de seleccionar nuestras compras y el cajero nos ha cobrado por ellas. Después de pagar, nos hace esa inevitable y funesta pregunta del millón de dólares: ¿bolsa de papel o de plástico?

En estas circunstancias, la única razón para elegir el papel amigable con el medio ambiente y desechar el plástico tóxico, es la benevolencia. Pues supongamos que el coste sea de un centavo cada una. En algunos casos, esto es explícito. Pagas un centavo por cada una de ellas. En otros casos, solo está implícito: no pagas por la bolsa, de papel o plástico; más bien está incluida en el precio de los productos, de la misma manera que la electricidad o la limpieza o la publicidad de la tienda. La benevolencia por el planeta o por tus semejantes es tu única motivación posible para elegir el papel, pues por estipulación las consideraciones económicas son iguales. Un centavo cada una.

Pero todos sabemos lo que decía Smith (1776) acerca de la benevolencia. No es por benevolencia, sino más bien por una apreciación adecuada de su propio interés, por lo que el carnicero, el panadero y el fabricante de bebidas comparten sus productos con nosotros. Dados los males de plástico, la benevolencia es realmente un débil hilo en el que basar nuestras esperanzas para su eliminación. Tampoco es una cuestión de benevolencia frente a egoísmo. Dada la importancia de eliminar del planeta estas sustancias nocivas, nos toca movilizar ambas motivaciones, no solo una de ellas.

La benevolencia está lejos de ser suficiente. Pues supongamos que la mitad de todos los industriales tuvieran la personalidad de una Madre Teresa libertaria y rechazaran contaminar, aunque la ley se lo permitiera. ¿Qué les ocurriría? Irían a la quiebra, porque se impondrían una desventaja competitiva. Si todos los industriales tienen capacidades aproximadamente iguales, pero algunos contaminan y los otros gastamos dinero en dispositivos de prevención de humos, está claro que la mano invisible nos estaría ahogando, no ayudándonos. No, la única solución es cambiar la ley a una que defienda los derechos de propiedad, de manera que los intrusos no continúen estando privilegiados.

¿Por qué ha fallado aparentemente el sistema de precios? ¿Es esto intrínseco al capitalismo, uno de los “fallos del mercado” sobre lo que siempre están hablando los economistas socialistas? En absoluto. El fallo deriva, no del laissez faire, sino de la prohibición estatal. En concreto, el gobierno ha nacionalizado o municipalizado el sector de la gestión de los residuos sólidos.

Ahora mismo no pagamos ni un centavo por la eliminación de basuras. Por el contrario, estamos obligados por el gobierno a desembolsar dinero de impuestos para este fin y por tanto estos servicios se proporcionan “gratis”. En otras palabras, este servicio se gestiona siguiendo las líneas de la medicina socializada. Ahí también los servicios se nos ofrecen “gratis”, por cortesía de los dólares de nuestros impuestos.

Esto sistemas tienen varias desventajas. [25] Por ejemplo, está el fenómeno del “riesgo moral”. Si cobramos a la gente un precio muy bajo o nulo empezará a comprar mucho más que a precios normales. Además, “desperdiciarán” el bien o servicio.[26] Esto se ve en el hecho de que la medicina socializada es el sueño de un hipocondriaco hecho realidad y de que los consumidores compran cosas que están bien envueltas. Dado que el ama de casa no tiene que pagar por tirar los envoltorios, no sorprende que el fabricante tenga pocos incentivos para economizar en envases.[27]

¿Cómo funcionaría un mercado privado de la basura? Todo estaría privatizado. Los camiones harían recogidas en los hogares, así como en los propios vertederos. No habría obligación de reciclar ni requisitos de depósito de botellas,[28] solo habría leyes contra las intrusiones: echar basura en la propiedad privada de otros.

¿Cómo se establecerían los precios? Supongamos que enterrar papel inofensivo cueste solo un centavo por bolsa, pero que la variedad de plástico sea tan dañina que cada una suponga un daño de 5$[29] al terreno en que se encuentre. Dada la competencia, ningún dueño de vertedero podrá cobrar más que 5$ por tirar una bolsa de plástico sin que los beneficios adicionales obtenidos atraigan nuevos participantes en el sector. De igual manera, el precio no puede caer por debajo de esta cantidad, ya que, si lo hace, llevará a la quiebra a todos los que lo hagan. Por ejemplo, si el dueño de un vertedero privado aceptara 4$ de pago para aceptar almacenar permanentemente una bolsa de plástico en su terreno, perdería 1$ en cada transacción. Multiplicad esto por la carga de varios camiones y ya no será capaz de continuar en el negocio.[30]

Volvamos ahora a nuestro escenario de la caja del supermercado. Solo que esta vez, bajo una completa privatización, hacemos un cálculo económico completamente distinto del anterior:

Coste de compra

Coste de eliminación

Total

Papel

0,01$

0,01$

0,02$

Plástico

0,01$

5,00$

5,01$

Previamente, no había razón para elegir papel o plástico. Cada uno cuesta 0,01$ y eso era todo. Sin embargo, ahora las cosas son diferentes. Pues no se nos reclama únicamente comprar la bolsa material, sino desecharla posteriormente a nuestra costa. Dados los costes de desecho de un centavo para el papel y cinco dólares para el plástico, nuestros costes totales se calculan de inmediato: dos centavos para el papel y cinco dólares y un centavo para el plástico.

¿Cabe alguna duda de que todo el problema desaparecería de un solo golpe bajo estas condiciones económicas? Prácticamente ningún consumidor sensato elegiría el plástico tan poco amigo del medio ambiente. Los costes sencillamente serían prohibitivos. Todos “harían lo correcto ecológicamente” y elegirían el papel.

Por supuesto, esto no significa que las bolsas de plástico estén completamente prohibidas por la economía. Seguirían utilizándose, pero solo cuando su valor para el usuario sea mayor de 5,01$. Por ejemplo, la sangre, las soluciones intravenosas y otros medios médicos podrían seguir empleando contenedores de plástico.

Así que, gracias a la “magia del mercado”, podemos estar de nuevo al plato y a las tajadas. Bajo un régimen de derechos de propiedad privada completo, no hay razón para prohibir legislativamente a McDonald’s. Si el plástico y el poliestireno fueran realmente dañinos para la salud del planeta, impondrían tremendos costes sobre los dueños de los vertederos. Estos se trasladarían a los consumidores. Si McDonald’s insistiera en continuar usando plásticos y poliestireno, esta empresa perdería ante otros competidores (Burger King, Wendy’s, Pizza Hut, Taco Bell, A&W, etc.) que estuvieran más preocupados por los bolsillos de sus clientes. Bajo los supuestos actuales, sencillamente no hay necesidad de reducir la libertad para proteger el planeta. Ambas cosas trabajan en tándem.

Pero ahora es el momento de cuestionar nuestros supuestos acerca del daño relativo al planeta del plástico y el poliestireno. Según el “basurólogo”[31] Rathje (1989), el plástico no es tan dañino para el planeta al ser inerte. Si hay algo peligroso para el planeta es el papel, no en la forma de bolsas, sino como guías telefónicas. Después de muchos años de enterramiento, producen gas metano y otras sustancias peligrosas. Si es así, tal vez papel y plástico podrían competir entre ellos sobre una base algo más igualada.

Es una cuestión empírica, que no puede resolverse sobre la base de teoría económica de salón. Puede dejarse tranquilamente en manos del sector de los dueños privados de vertederos, pues estos empresarios, al contrario que los burócratas medioambientales, se exponen a perder sus propias fortunas personales si sus precios no están de acuerdo con el daño real a su propiedad y por tanto al medio ambiente en general.

 IV.            Conclusión

He tratado de demostrar que, al menos en dos casos, la contaminación del aire y la eliminación de basuras, pueden reconciliarse las preocupaciones de los ecologistas y de quienes están a favor de la libertad económica. Sin embargo, podría parecer haber lo que un revisor anónimo llamaba un “defecto estructural básico en el desarrollo de (mi) argumentación” en el sentido de que las conclusiones de política pública en cada uno de estos dos casos parecen ser muy distintas. “Por un lado” continúa este revisor, “aplaudo (…) La existencia de un sistema legal anterior a 1850 que aplicaba derechos de propiedad privada. Pero en (mi) argumentación final de permitir que el mercado control de la eliminación de basuras no hay una indicación clara de qué pasaría si hubiera algún papel para la ley medioambiental”.

Estoy enormemente agradecido a este revisor porque me da la oportunidad de explicar con más detalle la teoría ecologista libertaria. La aparente contradicción en cómo resuelvo los dos asuntos ecológicos puede resolverse de esta manera. En el caso de la contaminación del aire, la violación de la libertad económica y de los derechos de propiedad privada se debía a que a los contaminadores la ley les permitía invadir en la práctica el terreno de otra gente, por no hablar de sus pulmones. En el caso de la eliminación de basuras, la quiebra de la libertad económica y los derechos de propiedad privada no es menos evidente, aunque tome una forma completamente diferente. Aquí la infracción consiste en la nacionalización (por ejemplo, la municipalización) de lo que en caso contrario serían vertederos privados. Pero en ambos casos hay una transgresión de la ética de la libre empresa. Por tanto, en ambas, el ecologista de orientación capitalista defendería una vuelta a los principios del mercado. En un caso esto consiste en el fin de la invasión legal, en el otro de la privatización de la eliminación de basuras. Así que no hay “defecto estructural”, ni realmente ninguna incoherencia en absoluto en este análisis.

Dejadme que lo explique de una manera distinta. Los socialistas igualitarios se oponen tanto las disparidades de renta como a la medicina privada. Para lo primero defienden la redistribución de rentas; para lo segundo la medicina socializada. Estas son dos cosas muy distintas. Aparentemente, son incompatibles entre sí. Pero no en realidad, ya que ambas son aspectos una visión subyacente.

Pasa lo mismo en este caso. Las leyes que prohíben la invasión de partículas de humo y la privatización de vertederos son superficialmente muy distintas. Pero en realidad, no son sino las dos caras de la misma moneda, ya que ambas derivan del mismo principio filosófico.

Una última cosa. La manera habitual de tratar la contaminación en la literatura es como una “externalidad”. Ahora debería quedar claro que rechazo completamente esta aproximación. Una deseconomía externa se define como un daño perpetrado por A sobre B, del cual B no puede reclamar daños ni detenerlo mediante interdictos. ¿Pero por qué está tan indefenso B? Mi opinión es que la víctima de la contaminación se encuentra en esta situación precaria únicamente debido a la inadecuación de la ley. Antes de 1850, por ejemplo, no había ninguna externalidad en la contaminación. Esta se produjo debido a un “fallo del gobierno” en mantener la ley contra la invasión, no por ningún supuesto “fallo del mercado” como una externalidad.

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El artículo original se encuentra aquí.

El autor quiere agradecer a Jonathan Adler, de CEI, Dianna Reinhart, Jane Shaw y Rick Stroup de PERC, P. J. Hill, de Wheaton College y Jan Leek, de NCPA por su ayuda bibliográfica y de otro tipo. Ninguno es responsable del contenido de este trabajo. El autor quiere asimismo agradecer a dos evaluadores anónimos por su ayuda muy importante en la reescritura de este ensayo. Sin su ayuda este artículo habría sido mucho menos convincente.

 

[1] Para una crítica de la ocupación, ver Stroup (1988). Para una refutación, ver Block (1990b); para otra defensa de la ocupación, ver Hoppe (1993).

[2] Para una explicación General de la propia privada pasada en el sistema de libre empresa, ver Rothbard (1973), Hoppe (1989). Para perspectivas económicas políticas que están a veces confundidas con esta visión, ver Hayek (1973), Nozick (1974). Para una refutación de éstas, ver Rothbard (1982b).

[3] Nombre que me vienen a la mente a este respecto incluyen a Tom Hayden, Jane Fonda, Helen Caldicott, Jeremy Rifkin, Kirkpatrick Sale y E. F. Schumacher. Para explicaciones de este fenómeno, ver Horowitz (1991), Bramwell (1989), Rubin (1994) y Kaufman (1994).

[4] Este es el grupo que pide poner barras de hierro en los árboles de forma que cuando la sierra mecánica del leñador se tropiece con ella, se produzca su lesión o muerte. Su lema para manifestarse es “Volvamos al Pleistoceno”.

[5] Estas opiniones se citan en Goodman, Stroup et al. (1991, p. 3).

[6] Reportado en “On Balance”, Vol. II, Nº 9, 1989, p. 5.

[7] Citado en DiLorenzo (1990).

[8] Citado en Goodman, Stroup e. al., 1991, p. 4.

[9] Por este mismo motivo pueden preferirse los comunistas a los nazis. Pues aparte de los miembros de las naciones arias, los nazis sí intentaron realmente matar a cantidades masivas de personas, y realmente lo consiguieron. En términos reales de personas muertas, sin embargo, es todo lo contrario.

[10] Por supuesto, la acción habla más alto que las palabras y sobre esta base los verdes no merecen siquiera ser mencionados en la misma frase. Por otro lado, aunque las intenciones sean menos importantes que los hechos reales, las primeras no son moralmente irrelevantes.

[11] Para un libro que trata de hacer justamente esto, ver Block, 1990a.

[12] Es verdad que existe el caso análogo de fusión nuclear en EEUU en Three Mile Island. Per una pegatina popular pone esto bajo cierta perspectiva. Dice: “Murió más gente en Chappaquidick que en Three Mile Island” (“Chappaquidick” se refiere a la muerte una sola persona, Mary Jo Kopechne, en un accidente en el que conducía el senador Ted Kennedy). Por supuesto quiere decir que nadie, ni un solo individuo, perdió su vida en Three Mile Island.

[13] Los incendios forestales resulta que son “naturales” y no hay que hacer nada que interfiera con la naturaleza.

[14] Llamadas en su momento “demandas de molestias”, podemos verlas a posteriori como quejas medioambientales.

[15] Solo porque el asesinato y las violaciones eran ilegales se necesitaba un sector forense capaz de determinar la culpabilidad basándose en el semen, la sangre, los folículos pilosos, el ADN, etc. Si estas actividades fueran legales, estas técnicas no se habrían desarrollado. Igualmente, cuando se puede demandar por contaminación, es de la máxima importancia determinar la culpabilidad o la inocencia, de ahí la creación de las técnicas forenses medioambientales.

[16] Por supuesto, “venir a la molestia” no se consideraba aceptable. Es decir, no se puede construir una zona residencial en un área ocupada antes por emisores de contaminación y luego demandarlos por ello. Sobre esto, ver Rothbard (1982a, 1990).

[17] Como concesión a los demandantes, la ley y la práctica judicial se alteraron para requerir alturas mínimas muy elevadas para las chimeneas. De esta manera, el perpetrador local de contaminación invasiva ya no impactaba negativamente en el demandante local. Pero esto por supuesto no hacía más que poner el problema debajo de la alfombra, o más bien por las nubes. Pues si el contaminador A ya no afectaría al demandante A. afectaría a otros. Y los contaminadores B, C, D… que previamente no dañaban a A, ahora empiezan a hacerlo.

[18] Es exactamente lo contrario de la “mano invisible” de Adam Smith (1776). Normalmente, en el capitalismo de laissez faire, la búsqueda egoísta del beneficio lleva al bien público. Por ejemplo, se invierte en un bien que tiene poca oferta y por tanto es muy demandado por la gente y se obtiene el mayor beneficio posible. Aquí, por el contrario, si una persona actúa de una forma ecológicamente responsable, va a la quiebra.

[19] La Ley Price-Anderson, que protegía a las empresas frente a responsabilidad legal por accidentes, es el ejemplo más claro de esta última.

[20] Para otra crítica de los derechos transmisibles de emisión, ver McGee y Block, 1994.

[21] Sobre esto, ver Rothbard, 1982a (1990).

[22] Desde 1845 hasta 1970 aproximadamente los contaminadores mantenido acceso gratis a la atmósfera, a la propiedad de otros y a sus pulmones. Desde aproximadamente 1970 a 1995 y en la actualidad, hubo preocupación por los contaminantes vertidos en el aire y el agua, pero solo regulaciones de orden y control (y en los últimos años planes de derechos de emisión comercializables). La aceptación de demandas medioambientales sigue siendo, mientras escribo esto en 1995, prácticamente inexistente. Ver Horwitz (1977), Block (1990, pp. 282-285).

[23] Agradezco a un revisor anónimo que me obligue a aclarar mi presentación de este punto.

[24] En tiempos pasados, cuando una ciudad se enfrentaba al asedio de un ejército, una de las medidas defensivas que se tomaba era eliminar las señales de las calles. Lo hacían sabiendo que esto difícilmente perjudicaría a sus ciudadanos, pero crearía problemas a la capacidad del invasor de moverse por el pueblo.

[25] Es decir, aparte de la inmoralidad de obligar a la gente, ya sea por voto democrático o no (Spooner, 1870, 1966) a pagar por cosas que no desea adquirir.

[26] Si dirigiéramos un programa lácteo socializado como hacemos con la recogida de basuras o la atención sanitaria, la gente probablemente haría “peleas de leche” (en lugar de agua), lavaría sus coches con leche y se bañaría con leche.

[27] Además de la excesiva cantidad de envoltorios, nuestra política de precio cero ha llevado también a la combinación de distintos materiales en ellos, como papel, plástico, hojalata y otros metales, cartón, etc. Todo esto hace más caro el reciclado.

[28] Que no son sino otras infracciones contra la libertad económica.

[29] La ciencia no puede actualmente determinar con precisión la cantidad de daño que podría causar. (Debo este apunte a un revisor anónimo). Sin embargo, esto no presenta ningún reto filosófico para el emprendimiento. Aquellos dueños de vertederos cuyas predicciones se acerquen más a la realidad, prosperarán, al menos comparados con sus colegas que se alejen más, en igualdad de condiciones. Pero no os equivoquéis: dadas las suposiciones sobre la base de las cuales estamos actuando ahora, almacenar papel casi con seguridad dañará al propio vertedero, al menos en términos económicos. Pues, repito, estamos suponiendo que el plástico y el poliestireno tienen un efecto similar a los desechos tóxicos. Aquellos dueños de vertederos que permitan tirar estos bajo su terreno reducirán su valor económico cuando se llene dicho vertedero y se han considerado usos alternativos (viviendas, granjas, etc.).

[30] Estoy suponiendo implícitamente que el (des)valor descontado presente de enterrar una solo bolsa de plástico es de 5$. Evidentemente, cobrar solo 4$ por este servicio sería perder dinero en el trato.

[31] Un basurólogo es a los montones de material desechado lo que un arqueólogo a unas ruinas antiguas. Ambas tratan de “llegar al fondo” de sus respectivas materias. Cada uno las analiza desde su propi perspectiva.

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