Liberal a fuer de conservador

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El término conservador es víctima de una gran confusión, especialmente en estos últimos tiempos, en que suele ser utilizado con carácter peyorativo.

A primera vista, un conservador es alguien que quiere mantener el orden social, político, económico o moral vigente en un momento histórico determinado y, en consecuencia, rechaza los cambios por su desconfianza hacia nuevas formas de ordenar la vida en sociedad. Desde esta perspectiva, los partidarios de la revolución social instaurada por Zapatero en España a través de iniciativas tales como la llamada memoria histórica, la llamada educación para la ciudadanía, la secesión ventajista de Cataluña o la entrada de la banda terrorista ETA en las instituciones vascas serían conservadores en lugar de progresistas, como a ellos les gusta denominarse, pues pretenden conservar en el tiempo los principios en que el actual gobierno basa su acción política, más allá de los turnos en el poder fruto del imperativo democrático.

El presidente del gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, lo expresó muy claramente cuando afirmó que los efectos de las reformas sociales que había impuesto en España tenían vocación de permanecer durante décadas, con independencia de cuál sea el partido encargado de dirimir los destinos del país. Nadie más conservador en estos momentos, por tanto, que el presidente Zapatero.

Pero no es esta la definición de conservador que nos interesa, pues su dependencia de la tesitura social del momento despoja al término de su verdadero sentido político, que es lo que pretendemos desentrañar a continuación.

En realidad, un conservador es alguien que constata y acepta la existencia de un orden natural, en virtud del cual las cosas que afectan al ser humano son dispuestas de una determinada manera y no de otra. En consecuencia, el conservador luchará contra la imposición de normas de ingeniería social que subviertan este orden espontáneo por el que las sociedades se vienen rigiendo desde los comienzos de la civilización, y gracias al cual la humanidad ha venido experimentando un desarrollo constante.

Este orden primigenio tiene tres elementos fundamentales que los conservadores intentarán siempre preservar, pues son los que garantizan la existencia de sociedades libres y prósperas. Me refiero, naturalmente, a la familia como célula básica de ordenación social, la propiedad privada como derecho básico imprescindible para el progreso y el libre intercambio de los bienes y servicios producidos como fórmula pacífica y fructífera de ordenar los millones de interacciones sociales que se producen constantemente en cualquier grupo humano.

Junto a estas tres instituciones básicas, el conservador será partidario de la vigencia de un código moral ampliamente compartido que dé consistencia al armazón social sostenido por los tres pilares anteriores. La conducta correcta de los seres humanos en términos morales y la sanción oportuna en los casos de desviación obedecen también a ese principio inherente al ser humano, que busca la forma más eficiente de ordenar su vida en sociedad.

A este respecto, no es casual que, dejando al margen el plano religioso, fenómenos como la bastardía o la infidelidad conyugal hayan recibido siempre una dura sanción por parte de la sociedad, en algunos casos con consecuencias penales para el infractor de la norma, pues tanto la preservación de la familia en el tiempo como el mantenimiento de la propiedad privada adquirida por las generaciones familiares pasadas podían verse dañadas por unas prácticas que, al menos en público, siempre fueron consideradas aberrantes. El hecho de que la infidelidad descubierta sea la tumba política de un candidato en los países anglosajones tiene menos que ver con la hipocresía, según la acusación clásica de nuestras elites continentales, que con el respeto que aquellas sociedades todavía muestran por los principios elementales del derecho natural, algo que en una Europa dominada por la ingeniería social ha dejado de tener virtualidad, al menos en la escena pública, como es suficientemente conocido.

Es el moderno estado del bienestar la principal amenaza que hoy tienen las sociedades libres; sin embargo, hay una coincidencia generalizada en el arco político sobre la necesidad de su mantenimiento, vano deseo, por otra parte, dada la imposibilidad práctica de sostener semejante dispendio con la actual pirámide demográfica.

El sistema público de pensiones, la sanidad y la educación estatales de carácter obligatorio o los miles de grupos organizados que depredan el presupuesto público a través del monstruoso régimen actual de subvenciones son elementos que amenazan con acabar con aquellos valores que permiten el progreso humano señalados con anterioridad.

La familia queda desencuadernada con la retirada de la patria potestad, ejercida de facto por el estado para educar a los niños en los esquemas ideológicos de una minoría en el poder, o con la previsión social obligatoria de carácter público, que mantiene a los mayores con unos salarios ínfimos a costa del esfuerzo de las generaciones jóvenes, lo que también contribuye a que las familias se desentiendan de la suerte de sus miembros más necesitados. El razonamiento primario es que ya no es necesario que los hijos cuiden de sus padres ancianos, ni que los padres se preocupen de la educación de los niños, porque para eso está el estado, con sus vastos programas de bienestar.

Las regulaciones estatales invasivas y los impuestos confiscatorios destruyen la propiedad privada, coartan la libertad económica y restringen las posibilidades de emprender nuevos negocios para satisfacer necesidades de forma más eficiente, con lo que el progreso se ralentiza o –como sucede en las recurrentes crisis causadas por el intervencionismo monetario– acaba retrocediendo hasta niveles superados muchos años atrás.

El respeto a la privacidad familiar, la propiedad privada y el libre mercado no son, pues, simples construcciones sociológicas elaboradas por pensadores de una escuela llamada liberal, sino, por el contrario, el basamento sólido de unos principios en función de los cuales se ordenan las sociedades de forma espontánea. No podría ser de otro modo, dado que el liberalismo, por su propia esencia, no es puramente una ideología, sino la sencilla recopilación de los mecanismos que han demostrado funcionar para promover de la forma más eficiente las interacciones sociales entre los individuos de un grupo humano.

Conservadores socialistas

Los principales movimientos conservadores, algunos de ellos con una más que estimable hoja de servicios en el terreno político, yerran en las recetas que proponen para volver a una sociedad basada en los principios que la tradición conservadora siempre ha promovido. El rechazo a la intrusión de los poderes públicos en el ámbito privado que caracterizó al conservatismo ha dado paso a una preocupante querencia por alcanzar el poder político, simplemente, para imponer mediante la coacción institucional esas otras conductas que se consideran necesarias para revertir la lamentable situación de las sociedades modernas.

En España, pero también en los Estados Unidos –que, como siempre, es el lugar en el que se articulan con más fuerza estas ideas–, los grupos organizados de carácter conservador son en realidad valedores de los principios socialistas de injerencia en la sociedad. Estos grupos no quieren que el poder político respete escrupulosamente el ámbito de la familia, la propiedad privada o el libre comercio para que la sociedad se articule con naturalidad, como ha ocurrido en el pasado, sino que, por el contrario, buscan con ahínco alcanzar cuotas cada vez mayores de poder para imponer sus normas morales a toda la sociedad.

En el caso de España, los partidos políticos con un perfil más conservador defienden el llamado estado del bienestar con el mismo fervor que las formaciones socialistas. La única diferencia es que aquellos afirman que utilizarán esa fuerza coactiva para acabar con cuestiones que consideran nocivas, como la vagancia subsidiada, el abuso de las drogas, una educación depauperada, la desprotección económica de las familias o unas pensiones públicas de miseria. Los conservadores actuales ven mal que se subvencionen cursos de masturbación, pero en lugar de exigir la abolición de todas las subvenciones quieren que ese dinero se entregue en forma de sueldo a las amas de casa mientras estén criando a sus hijos, para así fortalecer el vínculo familiar, lo que no deja de ser incoherente con la exigencia de respeto a la autoridad familiar que el conservatismo clásico preconizaba. También denuncian a los gobiernos socialdemócratas de PSOE y PP por mantener unas pensiones públicas miserables, pero su receta pasa por aumentar los fondos a ellas destinadas, pues no perciben que es el propio sistema el que arruina progresivamente a todas sus víctimas. En el colmo del declive intelectual, los conservadores contemporáneos defienden el subsidio generalizado para algunos sectores, como la agricultura, la ganadería, la industria o el turismo, subvenciones que, a modo de barrera autárquica, impiden intercambiar bienes y servicios con otros proveedores más eficientes en régimen de igualdad.

Estos conservadores, por poner un ejemplo definitivo, no quieren acabar con las subvenciones al cine español, sino decidir ellos qué películas han de ser financiadas con el dinero de los contribuyentes. No quieren eliminar un agravio, sino volverlo en contra de los que consideran culpables, utilizando para ello el mismo mecanismo que aparentan denunciar.

Liberales a la fuerza

A la vista de lo anterior, un conservador no tiene más remedio que defender los principios clásicos del liberalismo, si no quiere caer en profundas contradicciones.

La única manera de preservar las instituciones sociales básicas pasa por limitar el poder del estado devolviendo la iniciativa a los ciudadanos, las familias y las empresas. No se trata de cambiar a los dirigentes de un sistema que no funciona para que se gestione de manera distinta, sino de desmontarlo de arriba abajo para evitar las descoordinaciones sociales que la coacción institucional provoca.

La educación pública es mala por sí misma. El hecho de que la gestione un grupo de fanáticos de izquierdas sólo hace que empeore el conjunto, pero aunque estuviera perfectamente gerenciado el mastodonte público seguiría siendo una maquinaria ineficiente y creadora de situaciones injustas en lo que respecta al derecho de los padres a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. La solución no pasa por la mera sustitución de los responsables políticos, sino por el desmantelamiento progresivo del sistema, para devolver a los padres el control sobre la educación de sus hijos, algo que es de su exclusiva competencia, no del estado.

El actual sistema público de pensiones, basado en el principio del reparto, no va a dejar de ser tremendamente injusto porque cambie el señor ministro del ramo o el propio gobierno. Se trata de un sistema insolidario, injusto, dañino y empobrecedor que no admite más medidas que su progresiva sustitución por otro que permita a los trabajadores capitalizar el fruto de su esfuerzo y emplearlo al final de su vida laboral como mejor estimen.

Exactamente lo mismo puede decirse de cualquier subvención. No se trata de sustituir un fin malo por uno bueno, según cada particular criterio; es que la vileza de los métodos empleados para la obtención de las mismas exige su abolición inmediata, algo que, además, aliviaría de forma espectacular la penuria de fondos de la administración, y que necesita para realizar labores básicas.

Una alianza inevitable

Liberales y conservadores están llamados a formar una sólida alianza contra el socialismo porque, en esencia, ambos son la misma cosa. Un liberal ha de ser por fuerza conservador en el respeto a las instituciones sociales tradicionales, y, a su vez, un conservador tiene que defender las ideas liberales, especialmente en lo referido a la limitación constante del poder coercitivo del estado y sus políticos.

Los conservadores y los liberales conscientes de las ideas que configuran sus esquemas doctrinales no tienen por qué mantener una disputa excluyente. Al contrario, ambas corrientes pueden enriquecerse mutuamente, dado que sus cuerpos básicos de doctrina defienden los mismos principios y valores, así como el diagnóstico de los problemas de las sociedades intervenidas y las posibles soluciones.

Hace poco, una encuesta revelaba que gran parte de los votantes de un partido comunista se consideraban liberales. Se referían, obviamente, a la permisividad para con las conductas sexuales del prójimo, incluidas las más aberrantes. Precisamente los liberales más importantes de la historia (Menger, von Mises, Rothbard, etc.) fueron grandes defensores de la tradición conservadora también en el terreno moral. El argumento no es categórico, pero sirve para esmaltar el hecho de que no hay la menor contradicción en declararse liberal y conservador a un tiempo. Lejos de ello, lo que resultaría inasumible en términos racionales sería afirmar lo contrario.


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