El enemigo de Nock, y el nuestro

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Cuando Albert Jay Nock escribió Our Enemy, The State [Nuestro enemigo, el Estado] en 1935, estaba aguantando la marea y no tenía ninguna falsa esperanza de que sus palabras tuvieran un efecto inmediato en el curso de los acontecimientos humanos. Pero era un devoto de la verdad y estaba acostumbrado a ir con el paso cambiado. Así que, con un cínico distanciamiento, diseccionó la deriva del poder social hacia el poder estatal, completamente consciente de su desagradecida tarea. Entonces ¿por qué el doloroso esfuerzo de escribir un libro? Por dos razones, replicaba Nock:

“La razón general es que cuando en cualquier área del pensamiento una persona tiene, o cree que tiene, una visión del orden de las cosas completamente inteligible, es adecuado que registre esa visión públicamente, sin pensar en las consecuencias prácticas o la falta de ellas para embarcarse en la labor. Podría sin duda pensar que está obligado a realizar esto como una especie de tarea abstracta, no como un cruzado o propagandista de su opinión o para intentar imponerla a todos (¡lejos de ello!) sin que le importe en absoluto su aceptación o rechazo, sino simplemente para dejar constancia. Debo decir que podría pensarse que es su tarea para con la verdad natural de las cosas, pero en todo caso, su derecho: es admisible.

La razón especial tiene que ver con el hecho de que en toda civilización, por muy generalmente prosaica, por muy adicta al punto de vista inmediato sobre los asuntos humanos que sea, hay siempre ciertos espíritus extraños, que aunque conformes externamente con los requisitos de la civilización que los rodea, siguen teniendo una preocupación desinteresada por la simple comprensión de la ley de las cosas, sin tener en cuenta su fin práctico.

Éstos tienen una curiosidad intelectual, a veces con un tinte de emoción, sobre el augusto orden de la naturaleza: les impresiona su contemplación y quieren conocer todo lo que puedan sobre él, incluso en circunstancias en las que su operación es siempre tan manifiestamente desfavorable para sus mayores esperanzas y deseos.

Para éstos, una obra como ésta, aunque no es práctica en el sentido actual del término, no es del todo inútil, y a quienes les llegue se darán cuenta de que se escribió para gente como ellos y sólo ellos”.

Nock sostenía que hay dos instituciones políticas: el gobierno y el estado. El gobierno es una institución de la sociedad limitada a intervenciones negativas dirigidas a proteger al individuo frente a la fuerza y el fraude: los gobiernos se establecen para garantizar a las personas sus derechos y castigar cualquier infracción a éstos.

Por el contrario, el estado interviene positivamente en la sociedad: somete al pueblo en busca de distintos objetivos nacionales, guerrea contra la pobreza, ofrece bienestar, paga subvenciones, ofrece seguridad de la cuna a la tumba, etc.

Nock se oponía al sistema del estado, cualquiera que sea el nombre que éste asuma, pero no era un anarquista. No tenía una opinión ingenua sobre la naturaleza humana y nuca habría suscrito la opinión de que hombres y mujeres, libres de toda ley y obligaciones legales, se establecerían para vivir felizmente para siempre en algún Jardín del edén del futuro. Creía que mantener al gobierno estrictamente limitado y descentralizado es la forma de preservar nuestras libertades.

Siendo el estado lo que es, importa poco quién esté al frente y ejerza sus exorbitantes poderes. La verdad está calando hoy en algunas personas, pero el público en general, aunque desilusionado por los políticos, sigue teniendo fe en la política como medio de curación de todas las enfermedades de la sociedad y de mejora en la calidad de vida. Esperemos que la gente algún día se dé cuenta de que lo que importa es la sobreextensión del poder del estado, no quien tenga el poder. Lo importante es refutar las ideas estatistas, como quiera que se disfracen y el libro de Nock es una gran arma en nuestro arsenal.

Este artículo está extraído de The Freeman, Vol. 24, Nº 5, pp. 383-384.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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