El más importante de entre los servicios que el estado proclama ofrecer a la sociedad es su protección frente a otros estados depredadores. Es un servicio importante, seguro.
En otros tiempos, cuando la ética política era diferente, el estado buscaba la guerra con el declarado propósito de añadir gloria a su nombre mediante la adquisición de territorios, por no decir nada del fin complementario de llevar la civilización a los bárbaros: la ambición expresa de Napoleón fue imponer a sus víctimas las bondades de la “libertad, igual, fraternidad”.
Esto no está de moda hoy: las guerras ahora se libran para proteger a la nación del agresor, que es el nombre que cada bando da al otro. Sin embargo, sigue siendo de rigor para el estado victorioso aumentar su territorio explotable a costa del conquistado.
Pero aquí no nos importan los objetivos de la guerra ni sus causas ni cómo evitarlas, lo que nos interesa es el efecto en la economía de la sociedad. ¿Tiene el ama de casa más o menos cosas en su despensa como consecuencia de la gloriosa aventura? ¿Adquiere la sociedad escaseces o abundancias? ¿Cuál es el beneficio económico de la protección militar financiada por el estado?
Dejando aparte estas consideraciones económicas, está el hecho inevitable de que rendir homenaje a un extranjero va en contra de la tradición. Hasta que se acostumbraron a lo inevitable, ningún sajón decente quiso saber nada de sus señores normandos y a los indios nunca les gustó el rajá británico. Es este aborrecimiento del gobierno de los extranjeros lo que hace más fácil organizar una revuelta contra un estado así compuesto que contra uno indígena. Aún así, en comparación, ¿están económicamente mejor los indios con su propio estado de lo que estaban cuando mandaban los británicos? Y los canadienses, que no emularon a los estadounidenses en desvincularse de la Corona Británica, sin embargo disfrutan un nivel de vida parecido. Es decir, independientemente de la nacionalidad del estado, la sociedad tiene que arreglárselas mediante el proceso habitual de aplicar trabajo a los materiales en bruto y la jactanciosa protección del estado ni promueve ni facilita ese proceso.
Como la sociedad da un valor tan alto a la independencia frente a un estado extranjero, no debería objetar al coste de mantener su independencia. Debe pagarse lo que se desea. Sin embargo, cuando examinamos el método más usado para financiar la guerra descubrimos que se basa en una reticencia a pagar la factura. Toda guerra se lucha con producción actual (no hay forma de disparar armas no fabricadas o alimentar a los soldados con comida que se producirá en la siguiente generación) y en un sentido real toda guerra sigue el principio de “paga mientras luchas”.
Pero los fabricantes de medios bélicos parecen dar menos valor a ello que los directores, pues reclaman facturas de lo que entregan para desarrollar la guerra, facturas que serán una futura reclamación sobre la producción futura, no sólo por su valor facial sino también al interés que demanda el patriotismo: es posible que si un estado obtuviera el dinero necesario para todos los costes de la guerra con impuestos, no emitiera bonos y ni siquiera emitiera bonos sin interés, la guerra se suspendiera, lo que probaría que la Sociedad pone poco empeño en sus fines políticos.
La consecuencia económica del método más seguido para financiar las guerras es que se establece una hipoteca sobre la futura producción, que casi siempre es una hipoteca permanente. Es decir, para todo el futuro, o mientras el estado persista, las despensas de las amas de casa deberán contribuir a los costes de las guerras “protectoras” del pasado nacional.
Pero la guerra y sus preparativos se atienden con una carga que no tiene nada que ver con la protección y que cada vez daña más a la sociedad en su busca de una vida mejor. Es el poder que el estado adquiere durante la guerra y al que no renuncia cuando ésta acaba.
Cuando el enemigo está a las puertas de la ciudad, o hay un gran temor de que llegue a ellas, el individuo pierde la confianza en sí mismo y se pone sin reservas a disposición del capitán: entrega su libertad con el fin de obtener libertad. O eso piensa. Pero se trata de un hecho que lo que entrega nunca se le devuelve completamente, que debe luchar contra su propio capitán para recuperar su herencia natural.
El estado defiende celosamente el poder sobre la sociedad que ha adquirido durante un ambiente de temor. Para demostrarlo, no necesitamos revisar la historia de la antigua Roma, donde una serie de guerras protectoras acabaron con la servidumbre del pueblo a los emperadores: sólo necesitamos listar y sumar los poder intervencionistas adquiridos por el estado estadounidense durante las guerras que ha entablado: la suma total es una monstruosa carga fiscal, una monstruosa burocracia, un monstruoso código legal y una convicción popular de que el estado (que era temido y despreciado en 1789) es quien da todas las cosas buenas.
Luego el servicio “protector” que rinde el estado se paga no sólo con impuestos sino también con sumisión. La sociedad es mucho más pobre por ello.
Este artículo se ha extraído del capítulo 13 de The Rise and Fall of Society.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.