José, Secretario de Agricultura

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Muchos años antes de Freud, un hombre llamado José obtuvo una reputación como intérprete de sueños. Así que cuando los doctores de Egipto, le fallaron, el faraón llamó a este mago y le presentó el enigma que había venido a su subconsciente una noche: algo cerca de siete vacas flacas y siete vacas gordas.

Hace falta dar algunas notas biográficas sobre este José. Desde pequeño se vio dotado de dones especiales, ganándose la preferencia a los ojos de su padre sobre un montón de hermanos. Esto levantó la envidia y el resentimiento de la fraternidad (que probablemente consideró a José una violación del principio de que todos los hombres fueron creados iguales) y se las arreglaron para restaurar la paridad en la mediocridad poniéndole fuera de la circulación. Mediante un artificio taimado fue enviado al servicio de Putifar, un personaje importante de Egipto, muy lejos de casa.

Alguien tan inteligente no podía pasar inadvertido. Rápidamente ascendió a patrón jefe de las propiedades de Putifar. En este momento su carrera casi quedó cortada por la perfidia de una mujer: la esposa de Putifar (probablemente una doméstica que fue “malinterpretada” por su esposa) intentó seducirle, fue rechazada y, como mujer desdeñada, le incriminó por ello. Putifar arrojó a José a la cárcel.

Aquí es donde José alcanza su poder. Entre sus compañeros de cárcel hay dos preocupados por problemas en sus sueños. José estudió esos enigmas y los explicó con total precisión. Esto lo recuerda uno de los prisioneros, que, tras ser liberado, es contratado al servicio del faraón y, cuando escucha que su amo tenía problemas con sus sueños, le recomienda al adivino de la mazmorra.

Así es como José es llamado a palacio. Dándose cuenta de que un psiquiatra impresentable no tiene prestigio se acicala e incluso se afeita la insignia de su tribu y ofrece sus servicios a la preocupada administración. Rápidamente llega a la respuesta. No había nada de particular. El sueño, dijo, indicaba claramente que Egipto iba a experimentar el conocido ciclo de negocio, a veces llamado “auge y colapso”. ¿Cómo lo sabía? El conocimiento le venía por revelación divina, dijo, que era más fiable que el conocimiento de la escuela de economía de Harvard.

En este momento, y mientras el faraón estaba sin habla estupefacto por la seguridad de su predicción, José mostró su verdadera entereza. Propuso un plan. Es verdad que los siete años de bonanza iban a llegar al reino, pero el colapso no era tan inevitable: Jehová podía ser engañado con el sencillo truco de crear una reserva durante los años de plenitud. Para ejecutar ese trabajo, el faraón tenía que encontrar un secretario de agricultura capaz. El plan y el secretariado  no tenían nada que ver con el enigma para que se le había llamado a desvelar, pero al fin y al cabo José lo había diseñado y estaba a punto de retirarse.

Sin embargo, al faraón se le ocurrió que una mente que tenía todas las respuestas no tendría que languidecer en la cárcel de Putifar. Así que allí mismo (la confirmación del Senado no era muy necesaria en aquellos tiempos) nombró al sorprendido José su secretario de agricultura. No había Constitución sobre la que jurar ni Biblia a besar, el faraón hizo el nombramiento poniendo su propio anillo de sello en las manos de José y una pesada cadena de oro en su cuello. Al no haber un automóvil, se asignó un carro oficial al nuevo dignatario. Sin duda, aunque las crónicas no lo reflejen, José debe haber tenido una gran oficina en la que trabajar, con un montón de ayudantes y secretarios, pues se mencionan muchos supervisores.

De aquí en adelante, José no necesitó interpretar sueños: era un administrador con un plan a ejecutar. Como la economía era completamente agrícola, su posición le convertía en el jefe real del país, el comisario principal. Lo primero que hizo fue dictar leyes: sin ellas ningún plan puede funcionar. Y la primera ley en su agenda fue, como es natural, un impuesto. Un quinto de todo lo que esos derrochadores agricultores produjeran durante los años de plenitud debía arrebatárseles y ponerlo bajo llave. Según parece ese impuesto del 20% sobre los ingresos rindió mucho: el grano se apilaba “como arena del mar” y sin duda hubo escasez de cubos, graneros y grúas porque “era innumerable”.

En su momento, como dijo la profecía, vino la depresión. No está claro si esta calamidad vino causada por exceso de producción o falta de consumo y en ese momento los profesores no habían descubierto aun la teoría de las manchas solares o incluso la teoría de la velocidad del dinero. Los magos de entonces no se beneficiaban de cursos de postgrado en economía. La historia, según nos ha llegado, se refiere a una “hambruna”, pero no se nos informa si la escasez se debió a la inundación, la peste u otro accidente imprevisible… o tal vez al continuo minado de la economía durante siete años de altos impuestos. De lo que se deduce de la historia, es bastante posible que el planificador de los sueños haya anticipado las consecuencias de su plan fiscal: el abyecto servilismo del proletariado egipcio.

En un momento dado, el hambre llegó a la tierra del faraón. Y la gente acudió al secretario de agricultura y le pidió que les devolviera el grano que les había quitado. ¿Lo devolvió? Por supuesto, y a un precio. Tomó su dinero y cuando no tuvieron más dinero tomó su ganado. “Y José les dio pan a cambio de sus caballos y de sus rebaños y de sus manadas y de sus burros: y les alimentó con pan a cambio de todo”.

Seguía habiendo hambre en el pueblo, lo que era natural, pues todo su capital había desaparecido y sin capital hay poca producción. Como ahora sabemos. El capitalismo de estado se había establecido bajo el sabio régimen de José, y las masas hambrientas no podían hacer otra cosa que pedir trabajo al estado, al salario que éste quisiera pagar, que era la subsistencia. Se ofrecían como “sirvientes del faraón” a cambio de pan.

“Entonces José dijo al pueblo: ‘Contemplad que hoy os he traído a vosotros y a vuestra tierra para el faraón: ved, aquí hay semillas para vosotros y cultivaréis la tierra’”.

En leguaje común, esto significa que había nacionalizado la tierra y el trabajo en Egipto.

El plan de los sueños hizo maravillas, para el faraón y su secretario de agricultura. Sin embargo, hay razones para creer que parte del proletariado se vio perturbado por un principio moral: el derecho de un hombre a su propiedad. La crónica no menciona este asunto, pero habla de la emigración de granjeros de un extremo del país a otro, por orden de José. ¿Podría ser que hubiera una revuelta de esclavos? ¿Podría ser que José recurriera a la bien conocida purga migratoria? No hay constancia a este efecto, pero tampoco hay una explicación del cambio de población y en ausencia de comentarios explicativos podemos hacer conjeturas.

Por otro lado, se dice que una delegación de egipcios acudió a José y le dijo “Has salvado nuestras vidas: déjanos encontrar el favor a la vista de mi señor y seremos servidores del faraón”. Mostrando que el proletariado se había puesto de acuerdo con el colectivismo (pues era la única amanera de sobrevivir en este mundo) y estaban contentos con cualquier seguridad que proveyera el secretario.

José, sin embargo, tuvo que hacer algunas concesiones a la propiedad privada, quizá para favorecer más producción sobre la que imponer impuestos: restauró a algunos de los egipcios el terreno que les quitó en su adversidad, con una renta. ¿La renta? Un quinto de la producción anual. Con este acto de política bien calculado, informa el historiador Flavio Josefo: “José estableció su propia autoridad en Egipto y aumentó los ingresos de los sucesivos monarcas”.

Aunque a los sucesivos monarcas y los sucesivos comisarios les fue bien bajo el plan de José, parece (de acuerdo con historiadores posteriores) que puso en los proletarios un deterioro moral, así que cuando llegaron a Egipto conquistadores de otras tierras encontraron poca resistencia: quienes no tienen nada que perder no tienen nada por lo que luchar, así que incluso los monarcas tuvieron que rogar a los invasores por trabajos administrativos. Y montones de polvo cayeron sobre la civilización del faraón.


Cuatro mil años después, siglo más o menos, había un país llamado Estados Unidos. Estaba gobernado por un presidente, que estaba al cargo por un complejo sistema de partidos y votos. En el momento en que nos referimos  la presidencia la ocupaba una persona llamada Harry Truman, del que se sabía poco, excepto que él también tenía un sueño: granjeros que obtendrían riqueza sin trabajar, trabajadores urbanos bien alimentados sin que tuvieran que pagar.

La verdad es que el sueño vino inducido por una intensa preocupación política. Impulsado al liderazgo del Partido Demócrata, una secta peculiarmente imprevisible, estaba a cargo de fortalecer y perpetuar su poder en los fondos fiscales de la nación. Ahora, como hemos advertido, el gobierno en este país dependía de los votos. Eran gente extraña, estos estadounidenses, ya que les encantaba sazonar vulgar pragmatismo con la ambrosía del idealismo. Sin embargo, el hecho era que votaban de acuerdo con su contento o descontento gastronómico, según cual fuera.

Bien, el sueño antes mencionado perturbaba mucho al gobernante de los estadounidenses. Hablaba de ello a menudo y muy alto, especialmente cuando pedía otro plazo en su empleo. Finalmente también llamó al secretario de agricultura, un tal Charles Brannan, para que le descifrara su fantasía del maná del cielo.
Este dignatario, está registrado, replicó:

“Es pan comido, jefe, podría arreglarlo ahora mismo, pero me tomaré un día o dos para poner la respuesta en un protocolo, para guardar las apariencias y para darle una capa de erudición, llamaré un par de colegas diplomados en economía. Hay que hacerlo bien, ya sabes”.

Poco después el secretario pasó al presidente un escrito, que en aquellos tiempos se llamaba un proyecto de ley, incluyendo no sólo la solución a la adivinanza de su subconsciente, sino asimismo un plan para poner su propósito en ejecución. El sueño significaba, decía el secretario, que los granjeros debían ser ganados para el sagrado Partido Democrático asegurándoles precios altos para sus productos y también debían serlo los proletarios de las ciudades ofreciéndoles comestibles baratos.

“Puede hacerse. Todo lo que necesitamos es un plan. Lo tengo todo aquí, en forma de proyecto de ley y si puedes obtener el OK de ese inútil Congreso, déjame el resto a mí”.

El presidente estaba encantado.

Lo primero que había que hacer en el plan era apropiarse de una agencia que hiciera cumplir la ley, que además ofrecería una forma fácil de ganarse la vida a un buen número de demócratas leales. Eso estaba bien. Luego se presentaría a los agricultores un plan de producción: en él se les diría cuándo, cómo y qué debían producir. Los granjeros que produjeran más de lo asignado serían sancionados; los que cumplieran serían recompensados con subvenciones. Este control sobre la producción permitiría a los burócratas fijar los precios, independientemente del coste y la demanda. Los habitantes de las ciudades, especialmente en los meses precedentes a las elecciones, obtendrían sus fresas con nata prácticamente gratis, por lo que estarían agradecidos a sus benefactores, mientras que los subsidios a los granjeros que no produzcan los vincularían igualmente al partido.

“Por supuesto, tendrá que haber impuestos”, continuó el secretario, pues si no ¿Cómo iba a funcionar esto?”

“Pero como usted sabe, jefe, los votantes nunca asocian las cosas gratis con los impuestos. A los granjeros y artesanos, si se les menciona esto, se les dirá que los ‘ricos’ pagarán todos los impuestos y esto les satisfará. Los cheques que enviemos a los granjeros compensarán con mucho el enfado causado por las retenciones en sus ingresos y las amas de casa estarán encantadas con el bajo precio del repollo, lo que compensará el disgusto de las retenciones en las nóminas”.

Al principio el plan de Brannan tuvo poca aceptación entre los granjeros estadounidenses, que, aunque tenían que aguantar una media de menos de dos automóviles por familia, estaban bastante satisfechos con la “paridad” de las dádivas y sospechaban de cualquier cambio en su estado.

Sin embargo, pocos años después la depresión llegó al campo e inmediatamente surgió una demanda de control de la producción y precios fijados por exigencias políticas. El sueño de Truman, igual que el del faraón, se hizo real mediante un plan.

Huelga decir que el resultado final del Plan Brannan no fue el de José. Una vez que los supervisores del Departamento de Agricultura tomaron control de los granjeros y las tierras de Estados Unidos, no había manera de volver al régimen de propiedad privada, no había intención, porque los granjeros estaban contentos de cambiar las vicisitudes de su comercio por las migajas de subsistencia que les daban los burócratas.

Igualmente, los habitantes de las ciudades, se las arreglaban para vivir y tener hijos bajo el régimen de ingresos fijos y precios regulados. Nadie anhelaba más (excepto unos pocos recalcitrantes a quienes pronto se les hizo ver el error de sus ideas) y nadie se preocupó por cambiar. De hecho, con las aspiraciones limitadas, nadie se preocupaba por nada. Y la civilización estadounidense siguió el camino de Egipto.

[Este artículo se ha extraído de One Is a Crowd]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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