[Unemployment in History: Economic Thought and Public Policy • John A. Garraty. Esta crítica se publicó originalmente en Inquiry, 1977]
Un historiador que no sepa de economía sólo puede escribir sobre historia económica o historia del pensamiento económico como un psicólogo conductista ocupándose de la mente humana. Se ve limitado a abordar su materia desde fuera, por decirlo así, informando ciegamente sobre los hechos observados sin una comprensión interna de sobre qué va todo esto. Y al presentar sus conclusiones, el historiador puede, en el mejor de los casos, ser un ecléctico juicioso, que trata de combinar todas las ramas de pensamiento lo mejor posible. Inevitablemente no acabará totalmente equivocado, pero no muy cercano a la realidad.
Por desgracia, esto es lo habitual que ocurra generalmente a historiadores que se hayan aventurado en el ámbito económico. Un buen ejemplo es el profesor John A. Garraty, ilustre historiador estadounidense que aquí intenta hacer una historia de las posturas económicas ante el desempleo y su impacto en las políticas públicas. Normalmente al ocuparse del gran debate moderno entre economistas keynesianos y neoclásicos, Garraty sólo puede registrar ambos puntos de vista. Y cautelosamente, casi sin convicción, concluye que los keynesianos tenían básicamente razón en la década de 1930, mientras que los neoclásicos están en buena parte en lo correcto hoy día, ahora que los remedios keynesianos han ido demasiado lejos y han producido una inflación crónica.
Este tipo de postura intermedia cautelosa es lo mejor que puede hacer un historiador que ignora la economía y nadie va a enfadarse demasiado con este libro. Pero el método de Garraty realmente no es suficientemente bueno. No todas las teorías son moderadamente correctas y no todos los problemas teóricos pueden resolverse diciendo que cada teoría en competencia es parcialmente válida. Algunas teorías (incluso en economía) son simplemente erróneas, otras son correctas independientemente de la década o siglo en que se apliquen.
Por ejemplo, consideremos cómo trata el Profesor Garraty a los opositores del keynesianismo en la década de 1930, defensores de la moneda fuerte y del libre mercado. Esforzándose por presentar equilibradamente sus opiniones, Garray destaca la teoría de Lionel (ahora Lord) Robbins (en The Great Depression [1934]) de que el gobierno había estado prolongando la depresión aumentando precios, salarios y apoyando empresas inviables y que eso tenía que acabar. Sobre el desempleo en concreto, Garraty apunta la opinión de Robbins, Ludwig von Mises y Jacques Rueff (un veterano asesor del gobierno francés) de que los salarios no debían mantenerse artificialmente por encima del nivel del mercado, una acción que generó desempleo masivo. Hasta aquí, es objetivo, excepto porque Garraty no puede resistir añadir una frase insidiosa: “Sus propuestas requerían por tanto una mayor deflación, aunque al principio de 1933 los precios habían estado cayendo durante más de tres años”.
Es verdad que los precios habían estado bajando desde 1929, pero (algo que era notable en la historia de las depresiones) bajaban más rápido que los salarios. Esto significaba que los salarios reales (salarios corregidos por cambios en el poder de compra del dólar o la libra esterlina) estaban subiendo, generando así un desempleo masivo. Ninguno de estos economistas de la moneda fuerte defendía más deflación, ni en el sentido de mayores contracciones en la oferta monetaria, ni en los niveles generales de precios. Sobre los precios, llamaban la atención por el hecho de que mantener un precio concreto artificialmente alto sólo podía llevar a la acumulación de inventarios sin vender en los almacenes y la posible quiebra de las empresas en la industria. Sobre la cuestión del desempleo, decían lo mismo respecto de impulsar al alza los salarios.
Hay otros defectos graves en el tratamiento de Garraty de estos economistas, no tanto por comisión como por omisión; así, olvida explicaciones esenciales de sus marcos teóricos. Garraty no explica su análisis de por qué el mundo occidental estaba abocado a la depresión desde el principio, un problema de importancia igual al de cómo salir de ella. Mientras que Garraty resume brevemente otras teorías del ciclo económico defendidas en su momento, omite a la principal competidora de la teoría keynesiana, la adoptada por Robbins y los demás: la teoría “austriaca” del ciclo económico de Ludwig von Mises y F.A. Hayek. La teoría austriaca, que considera que la raíz del ciclo de auge y crisis está en el estímulo público de la expansión inflacionaria del crédito bancario, ni siquiera se menciona. De hecho, a Mises sólo se le menciona brevemente, y no por su teoría del ciclo económico. Y, sorprendentemente, Hayek (ahora Premio Nobel de Economía), que desarrolló en análisis de Mises en una explicación, no es citado en absoluto, a pesar de haber sido en más conocido e influyente opositor al keynesianismo en la década de 1930. El gran economista sueco Knut Wicksell, cuyas teorías ofrecen el fundamento de la doctrina de Mises-Hayek-Robbins, sólo es nombrado de pasada. Garraty olvida explicar la principal contribución de Wicksell a la teoría del ciclo: su idea de la importancia de los tipos de interés y su efecto sobre el ciclo.
El economista neoclásico W.H. Hutt es otra clamorosa omisión en el tratamiento de Garraty de los adversarios de Keynes. La notable, pero no reconocida The Theory of Idle Resources (1939) aportaba el concepto de “recursos retenidos” como explicación para la falta de uso de recursos, incluyendo el desempleo.
En el número de octubre de 1973 de la American Historical Review, el Profesor Garraty publicó un artículo muy revelador sobre la actitud nazi hacia el primer New Deal. Demostraba que los nazis admiraban a la administración Roosevelt por poner en práctica en Estados Unidos muchas de las mismas políticas económicas corporativistas y nacional-socialistas que los nazis estaban aplicando en Alemania. Los que admiraron el artículo y podían estar esperando su incorporación o expansión en este libro se verán muy decepcionados. Lo único que queda de esa postura es la asimilación del Cuerpo Civil de Conservación con los campamentos juveniles nazis, pues ambos se diseñaron para movilizar a jóvenes parados y sacarlos de las calles.
El ámbito académico estadounidense en las décadas de 1930 y 1940 estaba lleno de elogios al supuesto triunfo de Hitler por haber resuelto el problema del desempleo en Alemania durante la Gran Depresión y haberlo hecho en un momento en que Estados Unidos y Europa Occidental seguían afectado por un alto desempleo crónico. Garraty menciona este hecho, pero no ofrece una explicación. Admite que Alemania, escaldada por la inflación desbocada de principios de la década de 1920, rehusó ser keynesiana durante la Depresión. Y el desempleo se eliminó hacia 1936, antes de llevar a cabo ningún programa de rearme a gran escala. El enlace causal olvidado, que Garraty no menciona, fue la orden de Hitler de que todas las mujeres abandonaran sus trabajos y volvieran a sus casas. Así Hitler conseguía seguir su ideal de la-mujer-en-casa al tiempo que conseguía acabar con el paro, pues no hay nada que “cure” más rápidamente el desempleo (o al menos que haga que mejoren las estadísticas) que prohibir trabajar a una gran parte de los trabajadores.
Mis críticas contra una historia que no tenga ninguna base teórica sólida no deben considerarse un acto de imperialismo intelectual a favor de la economía o en contra de la historia u otras disciplinas. Muy al contrario: el economista que se aventura en el campo histórico armado sólo con unas pocas ecuaciones y confusión matemática ha producido mucho más daño que el historiador no inspirado y ligeramente incompetente. Pues el economista, particularmente el actual “cliómetra”, pretende alardear de sus pretensiones “científicas” arrogantes de abarcar y explicar toda la historia mundial por medio de unos pocos símbolos matemáticos. El economista que no sabe historia entiende mucho menos que su equivalente en la profesión de historiador, pero sus afirmación son mucho más pretenciosas. Por tanto está mucho más errado. Un libro como el del profesor Garraty puede no incluir las ideas más importantes sobre la materia, pero al menos parte de los hechos históricos se ofrecen cuidadosa y equilibradamente al lector. El cliómetra no puede pedir ni siquiera eso.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.