La mejor obra de su tipo desde For a New Liberty de Rothbard

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[Libertarianism Today • Jacob H. Huebert • Praeger, 2010 • Vii + 254 páginas]

El fantástico estudio del libertarismo de Jacob Huebert se encuadra como la mejor obra desde For a New Liberty, de Rothbard. Huebert navega con éxito por aguas difíciles. Mucha gente, cuando oye por primera vez acerca del libertarismo, lo rechazan como algo extremista e irresponsable. ¿Cómo pueden los libertarios proponer seriamente acabar con la educación pública y obligatoria, derogar todas las regulaciones sobre drogas y dejar toda la medicina al mercado? Huebert aporta una gran riqueza de argumentos y evidencias históricas para demostrar que, en estos y otros casos, los libertarios tienen argumentos convincentes.

Huebert supera con éxito otra dificultad. Definir el libertarismo no supone un gran problema. Como dice Huebert:

Todos deberían ser libres de hacer lo que quieran, siempre que no cometan actos de fuerza o fraude contra cualquier otra persona pacífica. Los libertarios llaman a esto el “principio de no agresión”. (…) Llevada a su último término, la idea libertaria significa que ningún gobierno está justificado, todo gobierno es una empresa criminal porque se paga mediante impuestos y la gente se ve obligada a someterse a su autoridad. Muchos libertarios (incluido este autor) van tan lejos. Pero muchos otros (…) se detienen un poco antes y están dispuestos a aceptar un mínimo “estado vigilante”, como dijo el filósofo Robert Nozick, que ofrezca defensa, policía y tribunales comunes, porque creen que sólo el gobierno puede proveer con éxito estos servicios. (pp. 4-5) [1]

La dificultad que mencioné aparece una vez que la definición nos da una caracterización inicial de la posición. Los libertarios son un grupo polémico y, en muchas cosas, las posturas en competencia van a favor de los libertarios. De hecho, la definición de Huebert ya ha mencionado ese conflicto entre anarquistas y minarquistas. El propio Huebert es un declarado libertario, adhiriéndose al anarquismo rothbardiano: está muy bien, porque es la opinión correcta. Pero ahora viene la dificultad. En un estudio, el autor necesita presentar estas posturas en competencia de forma equilibrada, sin comprometer lo que él mismo acepta.

Huebert realiza esta tarea admirablemente. En algunos casos, indica los puntos fuertes de las posturas, como confiar en acciones judiciales basadas en la Constitución para garantizar la libertad, ante lo que es escéptico. En otras, marca la línea y dice “hasta aquí y basta”. Finalmente muestra un equilibrio de fino juicio al delimitar lo que cuenta como opinión libertaria.

Uno de estos ejemplos de marcar la línea me sorprende como especialmente valioso. Huebert explica sucinta y apropiadamente que aplicar los principios libertarios a los asuntos exteriores lleva a una política de paz y no intervención. La guerra moderna viola directamente el principio de no agresión:

Históricamente, la guerra no implicaba necesariamente la muerte de inocentes a gran escala. La guerra era siempre terrible e indeseable, pero en el siglo XVIII Europa había desarrollado normas de “guerra civilizada” (…) Le guerra moderna es otra historia. Los gobiernos modernos, incluyendo a las democracias, pero no limitándose a éstas, afirman representar al “pueblo”, así que las guerras modernas se considera que se libran, no sólo entre gobernantes, sino entre pueblos enteros (p. 176, énfasis en el original).

Huebert apunta que pocas guerras estadounidenses, si es que hay alguna, cumplen con los criterios indicados de la teoría de la guerra justa. La Revolución Americana llegó muy cerca, pues se realizó en defensa propia, pero incluso esa guerra “se basó en la inflación, los controles económicos y el reclutamiento forzoso”.

Dados los claros dictados del principio de no agresión, Huebert reacciona con sorpresa ante la afirmación de Randy Barnett de que el apoyo a la guerra de Iraq es coherente con el libertarismo. Barnett extiende injustificadamente la noción de autodefensa para permitir la guerra preventiva y la “construcción nacional”. Huebert no lo acepta.

Uno puede decir con seguridad que la posición pro-guerra está en oposición directa al libertarismo tal y como lo hemos definido en este libro (…) En resumen, apoyar la guerra de Iraq es desviarse del libertarismo.

Aunque Huebert concede que algunos libertarios apoyan los cheques escolares, no deja que los lectores duden de que él la considera una posición no libertaria:

Las escuelas independientes no se verían erradicadas por la verdadera competencia del mercado: se verían erradicadas por los privilegios del gobierno [es decir, la aprobación del gobierno de recibir pagos de cheques] a algunas escuelas (las dispuestas a aceptar el control del gobierno) y no a otras. Un programa que hiciera esto no podría ser calificado de libertario (p. 126).

Si esta es la postura libertaria, podría objetar alguien, ¿no nos permite esto considerar a toda la postura como extremista? ¿Cómo podría educarse a los pobres, sin escuelas públicas y pagos para atender a escuelas privadas? Huebert responde con lo que Herbert Hoover calificaría de “una poderosa estadística”. Mucho antes de la educación obligatoria y la extensión de la escuelas públicas “la alfabetización adulta en las [colonias americanas] iba del 70% al 100%. En 1850, justo antes de que Massachussets impusiera la escolaridad obligatoria, la alfabetización en ese estado era del 98%”. Hay todas las razones para pensar que la ayuda pública de cualquier tipo dificulta más que ayuda a la educación.

Una y otra vez, Huebert defiende la postura libertaria. Llama la atención al hecho de que mucha gente muere porque es incapaz de conseguir un órgano que necesita para un trasplante. “El plazo de espera medio para recibir un riñón es de cinco años (y aumentando) y más del 40% de la gente que necesita un riñón puede morir durante ese periodo” (p. 1905). ¿No aliviaría mucho esta situación el libre mercado? Si la gente fuera libre de vender órganos, sin duda habría disponibles muchos más.

Algunos se oponen a los mercados basándose en que la venta de órganos es inmoral o degradante. Por una vez, no me satisface la respuesta de Heubert. Dice:

Los libertarios dirían que le parece bien que piensen así, pero eso difícilmente puede ser una justificación para decir a la gente que pueden hacer o no con sus propios cuerpos o para condenar a la muerte a 6.000 personas cada año. ¿Por qué debería el deseo de una persona de no ver ofendidas sus sensibilidades morales imponerse al derecho de otro a vivir él mismo? (…) Si te ofende que alguien ejercite sus derechos, muy mal (p. 106).

Por supuesto, Huebert tiene razón en que los mercados de órganos no sólo son permisibles sino deseables. Pero no ha respondido a la objeción, que después de todo no alega deseos o sentimiento de ofensa, sino que afirma la degradación o inmoralidad. ¿Seguro que no puede darse por sentado que lo que es degradante se reduce los gustos subjetivos de la gente? Quizá soy injusto al atribuir esta visión subjetivista a Huebert, pero su lenguaje me sugiere que se inclina en este sentido. Lo que necesita añadir para cimentar su defensa es que incluso si una transacción es realmente degradante, no pude prohibirse mientras no viole los derechos de nadie. Además, uno puede atacar directamente la afirmación de que la venta de órganos es degradante. (Explico esto más adelante en la crítica, dentro de este mismo número, de Justice, de Michael Sandel).

La propiedad intelectual ha sido un “asunto caliente” entre muchos libertarios en años recientes y Huebert dedica un revelador capítulo a ello. Se ha visto muy influido por la importante monografía de Stephan Kinsella, Contra la propiedad intelectual. En opinión de Kinsella, que adopta Huebert, las patentes y derechos de autor violan los derechos de propiedad: no garantizan los derechos de los inventores y creadores, sino que son monopolios privilegiados otorgados por el estado que violan los derechos de otros.

¿Cómo es esto? Los derechos de propiedad. De acuerdo con la nueva postura, aparecen porque los recursos son escasos.

Esto es, están limitados en cantidad y el uso de una persona de una propiedad impide que otro la use. Dos personas no pueden ocupar el mismo espacio y comer la misma naranja. Sin derechos de propiedad, habría conflictos irresolubles sobre quién puede usar qué terreno y objetos y cómo puede usarlos. (…) por otro lado, si ciertas cosas no son escasas (si podemos reproducirlas infinitamente sin coste o hay abundancia de ellas) no habría conflicto sobre esas cosas ni necesidad de reglas éticas, derechos de propiedad o leyes que gobiernen esos conflictos. Ocurre que las ideas caen en esta última categoría (p. 107).

Por tanto, patentes y derechos de autor, que implican otorgar derechos de propiedad sobre ideas, son ilegítimos.

Así que de acuerdo con la teoría libertaria, los derechos de PI no son “derechos de propiedad” en absoluto, sino una licencia pública para atacar los derechos de propiedad, y por tanto deben abolirse (p. 208).

Es una opinión de máxima importancia, aunque yo advertiría que el hecho de los recursos escasos decididamente no es suficiente como para generar una regla del primer usuario para distribuir esos recursos. Sin embargo, yo me inclinaría más que Huebert a resaltar la continuidad de la nueva opinión con la postura de Murray Rothbard.

Huebert presenta una explicación más apropiada de las ideas de Rothbard que la mayoría. La formulación breve que la mayoría adopta es que Rothbard rechazaba las patentes pero admitía los derechos de autor. Huebert deja claro que eso simplifica demasiado lo que dice Rothbard.

Rothbard pensaba que el derecho de autor podría justificarse si fuera producto de un contrato. Por ejemplo, si cuando Smith vende un libro a Jones, Smith lo marca como “copyright”, entonces Jones recibe sólo de Smith el derecho a utilizar ese libro físico, pero no el de copiarlo (…) como una persona no puede transferir más derechos de los que tiene, cualquier tercero que obtenga luego el libro después de Jones estaría sujeto a las mismas restricciones que tenía Jones (…) Rothbard justificaba las patentes bajo planteamiento similares. Si Smith vende a Jones un nuevo tipo de aspirador y lo marca como “patentado” (o, como habría dicho Rothbard “copyrighted”), eso dice a Jones que sólo recibe el derecho al objeto físico, no a hacer copias de éste (pp. 205-206).

Quien inventara independientemente el aspirador estaría libre de verse dentro del ámbito de la patente.

La objeción habitual a la postura de Rothbard es que esos contratos sólo pueden obligar a la gente que es parte de ellos. Si encontramos un libro con copyright del que se haya desecho alguien, somos libres de copiarlo si queremos; no tenemos ningún acuerdo para no hacerlo. Creo que por esto Huebert dice: “Murray Rothbard empezó a descartar la idea de la PI pero seguía aceptando partes de ella”. (p. 205).

Es un punto excelente (Robert Nozick estuvo entre los primeros en exponerlo), pero ¿es una objeción a la opinión de Rothbard? En Man, Economy, and State, Rothbard dice:

Los derechos de autor (…) se basan en la persecución de un robo implícito. El acusador ha de probar que el imputado robó su creación reproduciéndola y vendiéndola en violación de su contrato o el de otra persona con el vendedor original (MES, p. 745, énfasis añadido).

Esto sugiere que quien no es parte del contrato debería ser libre de copiar la creación si quiere hacerlo. La situación de terceros sería entonces una consecuencia de la opinión de Rothbard, no una objeción.

El apoyo de Rothbard a la PI se disolvería. Es verdad que a veces Rothbard no describía las consecuencias completas de sus propias afirmaciones, como los lectores de Los fundamentos de la libertad no dejarán de advertir. Pero el pasaje que he citado sienta las bases para el nuevo pensamiento sobre PI.

El libro de Huebert merece un estudio atento por parte de cualquiera interesado en el libertarismo.[2]

[1] La expresión “estado vigilante” proviene de Ferdinand Lassalle, no de Nozick. Tampoco Nozick creía que sólo el gobierno podía proveer los servicios que menciona Huebert.
[2] He encontrado un error menor: Algernon Sidney era un escritor inglés del siglo XVII, no del siglo XVIII (p. 139).

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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