Los costes de la educación obligatoria

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Las élites educativas y sus amigos políticos han implantado incontables iniciativas dirigidas a reformar la educación. Desde la Ley de Educación Elemental y Secundaria de 1965 a la No Child Left Behind Act de 2001, todo plan expuesto no ha generado sino gastos ineficientes, nuevas capas de burocracia y un continuo declive en los logros de los estudiantes.

La educación sólo se reformará una vez que padres y empresarios sean libres de crear alternativas reales al sistema averiado que existe hoy. Revocar las leyes de educación obligatoria y permitir a los padres gastar libremente sus dólares educativos deberían ser los primeros pasos en esta dirección.

Curiosamente, las leyes de educación obligatoria, que reclutan a los niños en programas de estudio regulados por el estado, se discuten raramente en el contexto de la reforma educativa: la naturaleza ostensiblemente benevolente de estas leyes permite a los demagogos marginalizar a los detractores y acallar cualquier intento de discusión seria. Esto genera regulaciones de largo alcance que controlan cómo educan los actores privados y por tanto prohíben a los estudiantes conseguir la educación individualizada que necesitan.

El origen de la educación obligatoria se caracterizó por la opresión y la asimilación forzada. El movimiento moderno fue liderado inicialmente por Martín Lutero y los primeros protestantes, que buscaban inculcar a las masas sus opiniones religiosas. La despótica Prusia fue la primera en aprobar leyes a nivel nacional y la educación obligatoria pronto fue un arma elegida por los estados para destruir culturas y lenguajes problemáticos. En Estados Unidos, Massachussets empezó a aplicar la presencia obligatoria en 1852 y en 1918 todos los estados habían aprobado legislaciones similares. El propósito principal de los políticos era asimilar a los niños de los inmigrantes pobres. Los sindicatos fueron también decididos defensores, ya que buscaban disminuir la oferta de trabajo en la mano de obra.

Las leyes actuales varían en cada estado en detalles, pero son bastante homogéneas en espíritu. Todas requieren una cantidad mínima de tiempo de instrucción (yendo de 160 a 186 días al año) en instituciones aprobadas. La mayoría de los estadounidenses de entre 5 y 18 años están obligados a cumplir este requisito, con algunos estados aplicando leyes un poco más indulgentes. Aunque los padres son libres de elegir una educación privada para sus hijos, esas opciones están casi siempre reguladas por los gobiernos estatales.

Probablemente haya una minoría de niños que se beneficien de la educación obligatoria. Aunque estos desarraigados no sean en modo alguno insignificantes, los beneficios que les reporta no justifican los efectos agregados impuestos. Para evaluar objetivamente los méritos de dichas leyes, debemos tener en cuenta todos sus costes. Evaluar los efectos en formas privadas de educación es un buen punto de partida.
Las escuelas privadas y la educación en casa raramente son verdaderas alternativas de libre mercado a la educación regulada por el gobierno. Al obligar a estar presentes, los estados tienen un dominio virtual sobre la naturaleza de la educación privada. Después de todo, para convertirse en un programa de estudios aprobado por el estado al que se reconozca presencia “oficial”, se obliga a los actores privados a satisfacer cierta combinación de requisitos curriculares, informativos y de pruebas.

Por ejemplo, en Nueva York, para escolarizar en casa debe presentarse una declaración de intenciones, mantener un registro de asistencia, rellenar informes trimestrales y presentar Planes individualizados de instrucción en casa para su aprobación por el estado. Además, los estudiantes deben realizar con éxito una evaluación anual, incluyendo exámenes obligatorios estandarizados anualmente para los grados del noveno en adelante. Sin embargo, tal vez lo más problemático sea la obligación de que la instrucción que se dé a un niño deba ser “al menos sustancialmente equivalente a las asignaturas de igual edad en las escuelas públicas, una disposición claramente susceptible de abuso por parte de los funcionario del estado. Esto obliga a los padres a cumplir con el sistema de creencias de reguladores distantes que son libres de definir los términos “sustancialmente equivalente” como les parezca.

En el caso de que los valores personales de un padre se opongan a los del estado, prevalecen en último término los intereses del estado. Este conflicto llevaba a Murray Rothbard a advertir que en el centro del debate de la educación obligatoria esta “la idea de que los niños pertenecen al Estado en lugar de a sus padres”. Si intentas discutir esta idea, tu hijo puede ser acusado de “hacer novillos” y puedes verte sometido a multas prisión y la devolución forzosa de tu hijo a su escuela pública correspondiente. La educación obligatoria impone así la definición de “educación” del estado en todas las partes que caen bajo sus auspicios, incluso las que pretenden un desarrollo “privado” de los estudios.

El monopolio del estado en lo que define la “educación” suprime inevitablemente las opiniones alternativas, eliminando así la complejidad y diversidad que debería prevalecer en el mercado. En su lugar, se usa un sistema homogéneo para servir a estudiantes heterogéneos, otro coste de la educación obligatoria.

La naturaleza de las escuelas debería ser tan diversa como la propia población. El currículo, el método de enseñanza y el tiempo de instrucción no son más que unas pocas de la miríada de variables que deben ajustarse si se quieren cumplir las necesidades individuales de un niño. Rothbard apuntaba la ventaja de un desarrollo no obstaculizado de escuelas privadas en que “tenderá a desarrollarse en el mercado privado un tipo de escuela distinto para cada tipo de demanda”.

Las regulaciones que ordenan el carácter de la instrucción sólo sirven para silenciar la demanda e impedir el emprendimiento y la innovación. Es imposible conocer la forma y ámbito de programas que existirían en otro caso. Se debería permitir innovar libremente a iglesias, organizaciones civiles y empresarios.

Las clases bajas y medias son las más dañadas por la falta de innovación que genera el monopolio público de la educación, ya que no tienen los medios para pagar la oferta artificialmente limitada de educación privada disponible. En su lugar se obliga a sus hijos a atender escuelas públicas de bajo rendimiento a las que a menudo les preocupan poco las facultades únicas de los estudiantes individuales. Es probable que la educación generalizada impuesta a éstos no haga sino retardar su desarrollo, suprima su talento y les cree un desdén permanente por aprender. El experto en creatividad Sir Ken Robinson compara inteligentemente la estandarización masiva en la educación con el modelo de los restaurantes de comida rápida:

La otra cuestión importante es la conformidad. Hemos construido nuestros sistemas educativos bajo el modelo de la comida rápida. Es algo de lo que hablaba el otro día Jamie Oliver. Sabes que hay dos modelos de garantía de calidad en la comida. Uno es la comida rápida, donde todo está estandarizado. El otro son cosas como los restaurantes Zagat y Michelin, en los que todo no está estandarizado, se ajusta a las circunstancias locales. Y nos hemos metido en un modelo de educación de comida rápida. Y está empobreciendo nuestro espíritu y nuestras energías igual que la comida rápida está agotando nuestros cuerpos físicos.

Los peligros de los patrones estatales impuestos en las escuelas equivalen a los defectos de los precios planeados centralizadamente: ninguna cantidad de investigación o experiencia podrían considerar las infinitas variables que definen los deseos y necesidades de consumidores únicos. Los costes de oportunidad de no conseguir llegar a áreas de aptitud e interés son sencillamente incalculables y no generan sino aburrimiento y frustración para los estudiantes. Al escribir sobre ese colectivismo en la educación, Rothbard apuntaba sabiamente:

En lugar de hombres espontáneos, diversos e independientes, aparecería una raza de seguidores pasivos, ovejunos, del Estado. Como estarían desarrollados de forma incompleta, estarían sólo medio vivos.

Un sistema así impide el pensamiento crítico y las habilidades de liderazgo.

Sin embargo, tal vez el coste más significativo de la educación obligatoria sea la deducción de que la libertad puede otorgarse a la carta. En este entorno, un derecho individual sólo se garantiza hasta que una masa crítica de demagogos determine lo contrario. Las leyes de curso legal, el servicio militar y las obligaciones de seguro sanitario son parientes cercanos de la educación obligatoria: todos dictan las acciones de individuos privados y sobreviven bajo la premisa de que los ciudadanos están sometidos a los intereses del estado.

Las leyes de educación obligatoria invitan a más intrusiones en nuestras vidas personales. Aún así, el liberal de izquierdas que apoya la despenalización de la marihuana y el conservador que defiende el derecho a portar armas a manudo no ven esta relación evidente. Dicho de forma sencilla, la libertad a la carta es una tiranía velada: es imposible sacrificar un derecho sin poner en peligro otros. Aunque sólo fuera por esta razón, estas leyes deberían rechazarse bajo la premisa de que ayudan a crear una resbaladiza pendiente hacia el despotismo.

¿Qué pasaría en la sociedad si se revocaran las leyes de educación obligatoria? ¿Nos convertiríamos en una sociedad analfabeta de ignorantes sin ley? Por supuesto que no. Si los padres fueran así de malos, la fibra moral y educativa de la sociedad se manifestaría independientemente de esas leyes. La religión, los deportes organizados y los grupos juveniles se las arreglan para sobrevivir bastante bien sin interferencias ni decretos gubernamentales. La educación seguiría estando disponible para todos y sólo en casos limitados de seria negligencia se dejaría sin desarrollar el intelecto de un niño. Los beneficios netos sobrepasan con mucho cualquier deficiencia potencial.

Los padres tendrían más libertad para determinar cómo son educados sus hijos, los empresarios y filántropos crearían modelos educativos nunca imaginados antes, las escuelas privadas y domésticas se verían libres de pesadas regulaciones, las escuelas públicas perderían sus monopolios de facto y la competencia por los niños les obligaría a mejorar, y la carga de los niños olvidados recaería en organizaciones comunitarias y religiosas en lugar de en las escuelas públicas.

Como en cualquier mercado, nadie puede decir con seguridad qué se creará cuando se permita innovar libremente a mentes brillantes. Sin embargo, una cosa es cierta: los planes fracasados sólo se convertirán en planes fracasados cada vez más grandes. Como estadounidenses celebramos el derrumbe del sistema soviético de gobierno que producía escasez de comida y una edad de hielo económica. Es hora de darse cuenta de que la educación obligatoria está teniendo un efecto similar en las mentes de nuestra juventud. El mejor plan de reforma de la educación es no tener plan: permitir a padres, educadores y empresarios hacer lo que hacen mejor. Lo último que necesitan los niños son nuevos patrones curriculares y más requisitos de examen.

Resumiré mi argumentación como hizo Rothbard, apelando a Thomas Jefferson, que defendía las escuelas públicas pero rechazaba de plano la educación obligatoria.

Es mejor tolerar el caso raro de un padre que rechaza dejar que sea educado su hijo, que sacudir los sentimientos e ideas comunes por el traslado y la educación por la fuerza de menor contra la voluntad del padre.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.