Es un pensamiento reprobador el que algunas partes de este libro tengan una existencia prenatal de aproximadamente 22 años. Cuando empecé la etapa final de limitarme a escribir un libro inédito, tenía en mente la elaboración de lo que debería ser, por tamaño y otras razones, un libro de complemento de The Development of Economic Doctrine, que aparentemente ha resultado servir para cierto propósito en la educación del joven economista. Sin embargo, a pesar de mis buenas intenciones, se ha rechazado comprimirlo y al final ha resultado tener más del doble de las modestas dimensiones originalmente planeadas. Posiblemente los socialistas, al ser los principales disidentes, rebeldes y profetas, son un grupo más interesante que sus primos ortodoxos y respetables, los “economistas”.
No voy a pedir disculpas por escribir este libro. Puede que no sea el libro que el lector medio necesite como introducción al desarrollo del pensamiento socialista, pero en este momento el hecho de que se necesita un libro es indiscutible. La History of Socialism de Kirkup data de 1892 y desde entonces las obras sobre este asunto han sido asombrosamente pocas y (como puede parecerles a muchos) muy desfiguradas por los prejuicios de un lado u otro. Tendría que ser posible escribir sobre socialismo sin la suposición subyacente de que sólo los socialistas tienen razón y rectitud, de que sólo ellos son los verdaderos cruzados contra los poderes de la oscuridad. Por supuesto, igualmente tendría que ser posible escribir sobre socialismo sin suponer que todos los socialistas son esencialmente deshonestos y que el socialismo atrae exclusivamente a los incompetentes y fracasados del mundo. Y también hay algunos ejemplos llamativos de esta segunda opinión.
No es que pueda esperarse que cualquiera de estos asuntos se escriba sin parcialidad: si fuera posible ese milagro, el resultado probablemente no merezca la pena leerse. Sin embargo, es tarea evidente para el expositor tratar de entender un punto de vista, incluso si está en desacuerdo. En el caso presente, mi parcialidad (algunos dirían mi “prejuicio”) es indudablemente bastante evidente. Se me dirá que no simpatizo con Marx y la tradición marxista. En su prólogo, un autor, habiendo evitado rigurosamente la primera persona del singular durante 18 capítulos, puede permitirse hablar algo más informalmente a sus lectores y por ello estoy dispuesto a reconocer que no me gusta Marx y que no me gusta Lasalle, así como mirando más atrás no me gusta Rousseau.
Y aunque uno puede admitir como principio que no tendría que permitir que un pequeño asunto de gustos y disgustos influya en el juicio, los que somos honrados con nosotros mismos admitiremos que en general lo hace. Es difícil imaginar que cualquier persona normal desee encontrarse con Marx por tercera vez. Además, si en la intimidad de un prólogo puedo continuar siendo indiscreto, Marx me irrita porque en la última generación ha llevado con éxito a tantos “intelectuales” a su jardín, donde en buena medida discuten lo que Marx quería decir realmente y dicen cosas que nos asombrarían, como sin duda también habrían asombrado a Marx si les hubiera oído perorar en el jardín.
A ellos cabe atribuir el que Marx, como está registrado, protestó en una ocasión diciendo que no era un marxista. E.H. Carr, quien escribe en esta generación casi en solitario con equilibrio sobre Marx, comenta sobre la actitud de los pseudomarxistas en este asunto y su patética fe que “con que pudiera salvarse al menos un aspecto de la desacreditada plataforma del marxismo, estaría bien”. Es un espectáculo poco edificante. Nadie sugeriría que Marx fuera conscientemente deshonesto, pero una gran parte de la falsedad intelectual se ha ido en la explicación (y en la explicación negativa) de Marx. Por ello, considerando todo, no me gusta la compañía de Marx.
Espiritualmente, a pesar de sus absurdos, o por causa de ellos, me encuentro más cómodo con Saint-Simon y Fourier. Mientras que haría bastante por evitar a Marx (pues estos Diótrefes de la iglesia socialista simplemente me ladrarían su desacuerdo), apreciaría mucho una larga tarde con Fourier en una tranquila posada y, si el bar no estuviera muy lleno, creo que podría convencerlo para que hiciera su magnífica imitación de un zorro o un petirrojo o una jirafa, con copiosos comentarios sobre las cualidades que simbolizaba cada uno. Era una actuación que sólo hacía cuando su compañía era completamente amiga.
Así que aunque estoy dispuesto a reconocer que tengo mis simpatías y antipatías de entre el equipo que he reunido y aunque esto puede haberme hecho en algunos casos simpatizar más que en otros, no pienso que haya sido “injusto” en ningún caso. Al menos, dentro del espacio disponible, he intentado que mis testigos digan lo que tienen que decir y decirlo en sus propias palabras. Como contribución final a la “imparcialidad”, he confesado, después de un examen de conciencia, que si después de todo nos reuniéramos más tarde en un Elíseo, concebido por Eric Linklater, sólo espero no tener que visitar a Marx, Lasalle y Rousseau. Una vez advertido esto al lector, mi posible parcialidad, puede hacer las correcciones que le parezca en sentido contrario.
La única compensación que puede dar un autor por escribir un libro del doble de longitud de lo previsto es indicar qué partes puede saltarse el lector con prisa. Aunque oficialmente estoy obligado a decir que cada capítulo contribuye en algo a una comprensión de los demás, en realidad la mayoría de los capítulos son razonablemente completos y por tanto cada uno puede leer la porción que le interese.
El lector al que le preocupen sólo los problemas del socialismo actual puede estar tentado por empezar con Marx en el capítulo 12, pero le rogaría (salvo que tenga mucha prisa) que se remontara más atrás: en este país no sabemos bastante acerca de los padres del (llamado) socialismo y en el lado humano son mucho más interesantes que los hijos que engendraron. Por tanto, yo sugeriría que el lector apresurado, después de leer el prólogo, que da el marco, empezara en el capítulo 5, con William Godwin. Podría omitir el capítulo 11, salvo que para ver ejemplos, elija leer las secciones de dos de los premarxistas ingleses (le sugiero Hall y Gray). En el capítulo 12, si quiere evitar el gran colectivo, podría omitir a Lasalle y Rodbertus. En el capítulo 13 podría limitarse a Bakunin y en el capítulo 14 podría probar su estrechez de miras dejando aparte a Bernstein.
El capítulo final, como simplemente contiene comentarios inconexos e irresponsables por parte del autor, puede asimismo dejarse de lado por parte de quienes buscan un “curso abreviado”.
Este artículo se ha extraído del prólogo de The Socialist Tradition: Moses to Lenin (1946).
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.