La búsqueda de una fórmula para la “buena sociedad” no se ha abandonado nunca, siendo la esperanza como es y saliendo del laboratorio de la mente humana una pila de utopías. La connotación de irrealidad que ha adquirido el mundo deriva del hecho de que toda utopía ignora la herramienta esencial del hombre: éste busca satisfacer sus deseos con el menor gasto de esfuerzo.
Toda “buena sociedad” ideada por filósofos y reformistas presupone un hombre imaginario gestionando su comportamiento por los dictados de la razón pura y teniendo en mente los efectos a largo plazo de sus propios actos. Como ese hombre no existe, o nadie lo conoce, todo plan utópico se pone indulgentemente en la categoría de cuento de hadas, interesante pero irreal.
Es verdad que el hombre es un animal racional y si tuviera que referirnos al objeto de su razón concluiría que obtener algo por nada es imposible; lo que uno adquiere “gratis” debe proveerlo otro. Admitiría que una Sociedad compuesta totalmente de consumidores, digamos piratas, no podría existir. Concedería sin discusión que la producción debe preceder al consumo, que el fin de la producción es el consumo, que no se produciría nada si no hubiera perspectiva de disfrutarlo. No necesita ser un economista para llegar a esas conclusiones. Todo eso, diría, es de sentido común.
Y aún así, ¡qué fácilmente desaparece el sentido común ante la perspectiva de gratuidad o de un beneficio inmerecido! A la razón no le falta la lógica suficiente para eludir la razón cuando hay una dádiva. El beneficiario no encuentra nada incongruente en un régimen de “pan y circo”: aquí hay una evidencia visible de que un algo por nada no es un espejismo.
¿Es la fría lógica la que genera la petición de aranceles “protectivos” o es una pasión por obtener más de lo que uno da? Cuando el Estado asume proveer electricidad “barata” para una parte de la población a costa de otra, hay suficientes razonadores como para apoyar la disposición. Las bibliotecas están llenas de tomos justificando subvenciones de todo tipo y la igualación (o la toma por la fuerza de uno para dar a otro) hace tiempo que ha sido la preocupación favorita de cerebros profesionales. Aristóteles, el señor de los lógicos, encontró un silogismo para apoyar la más antigua forma de explotación conocida por el hombre.
Aún así, el hombre disfruta del don de la razón, pero también está poseído por apetitos y una aversión al trabajo y a menudo su razón cede ante sus otras características. El fracaso de los utópicos en aceptar este hecho, o en aceptar el hombre tal y como es no como tendría que ser, da a sus planes un aspecto de ensoñación.
En general, los utópicos caen en dos categorías principales: los anarquistas y los comunistas. El primero pone como premisa primaria la razonabilidad y bondad esencial del hombre, que se ve pervertida por la introducción de la fuerza. Es el policía, dice el anarquista, el que crea al criminal: eliminemos a uno y desaparecerá el otro.
La utopía comunista, por otro lado, echa toda la culpa del desorden social a la institución de la propiedad privada: abolamos esa institución (con o sin fuerza, de acuerdo con la presunción de la utopía) y la “buena sociedad” la seguirá inmediatamente. (Por cierto, la mayoría de los anarquistas utópicos también abolirían la propiedad privada por la misma fuerza que execran: aparentemente la fuerza es recomendable cuando la usa la persona correcta para el fin correcto).
La premisa anarquista de que el policía aparece primero y crea al ladrón, no tiene justificación histórica: el sheriff aparece sólo cuando el robo de ganado lo reclama. La premisa comunista de que la propiedad privada es la raíz de todos los males sociales supone que el hombre trabaja simplemente por trabajar, sin considerar la perspectiva de posesión y disfrute. Ninguna premisa coincide con la experiencia observable y por tanto los silogismos basados en cada una cuelgan en medio de la irrealidad.
Significativamente todos los programas utópicos prestan considerable atención a la organización política del hombre. El anarquista filosófico (confiando en la perfectibilidad del hombre mediante la educación) está convencido de que cuando el individuo entre en razón no necesitará o tolerará el Estado. El comunista cree que es necesario un Estado todopoderoso no sólo para eliminar la propiedad privada, sino asimismo la inclinación del individuo a poseer, y espera que ese instrumento se “marchite” cuando haya alcanzado ese propósito.
Luego están los utópicos que se sitúan en algún punto entre estas escuelas: aceptando el Estado como un hecho de la vida deseable o inevitable (o incluso disfrutando de la sanción divina), proponen eliminar sus reconocidas limitaciones mediante reformas legales; la República de Platón es la más conocida de este tipo. Todas las utopías se han caracterizado por evitar el hecho de que el Estado está hecho por el hombre y a su imagen, que si no estuviéramos constantemente al acecho del algo por nada nunca habría creado dicha institución.
Se encuentra algún reconocimiento indirecto de que el Estado es la imagen del hombre, o viceversa, en esas utopías que proclaman una exactitud científica. Empezando con una teoría que no es sino una hipótesis no probada, se las arreglan bastante bien atribuyendo al Estado un carácter socialmente benéfico. La teoría sostiene que el hombre no es un animal racional, o al menos pensante, y ciertamente no tiene instintos fijos o inmutables: su comportamiento consiste completamente en acciones reflejas inducidas por el condicionamiento del entorno.
A partir de esta premisa (que sus defensores aceptan como axiomática) se deduce que el hombre será lo que sus influencias del entorno le obliguen a ser y que el hombre “perfecto” aparecerá en el entorno “perfecto”. Es el molde el que hace al hombre. Por tanto, si queremos mejorar la condición del hombre debemos aplicarnos a la mejora del molde en el que esta especie de protoplasma debe derramarse.
¿Pero cómo se construye este molde y quién los hace? Hay que reconocer que es un trabajo colosal, que sólo el Estado con su monopolio del poder es capaz de realizar. Pero el propio Estado es una institución humana y aparece la cuestión de la capacidad del humano no pensante de poner el Estado a producir el entorno “perfecto”.
Los “científicos” se alejan de este dilema lógico sencillamente dejando de lado su teoría básica por el momento y admitiendo, al menos tácitamente, que alguna gente de hecho es capaz de pensar. Por una razón aún no explicada, estos “científicos” han sido capaces de liberarse de sus influencias del entorno y son realmente capaces de usar su cerebro; por esa razón han sido elegidos (por ellos mismos, por supuesto, pues nadie más es capaz de juzgar sus capacidades) para realizar el proyecto del entorno “perfecto” que, por el uso de su fuerza, puede efectuar el Estado.
La certidumbre del éxito se verá garantizada otorgando el poder a los “científicos”. Y a los que no podemos pensar se nos impide por esa misma razón cuestionar la lógica o la sensatez de su utopía.
[De The Rise and Fall of Society]
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.