El asunto del que quiero hablar es la teoría de la educación en Estados Unidos. Esta explicación tiene sus dificultades. Nos pone frente a frente con una buena cantidad de serias decepciones. Reclama el reexamen y la crítica de una buena cantidad de asuntos que parecen confortablemente establecidos y que deberíamos mejor dejar tranquilos. La dificultad más descorazonadora acerca de esta explicación es, sin embargo, que aparentemente no puede llevar a ninguna conclusión calificada como práctica; sin duda a ninguna conclusión, hasta donde yo lo veo, que pueda responder en absoluto a la fe general en el maquinismo como sustituto eficaz del pensamiento y a la confianza general en el maquinismo en solitario para generar todas y cada una de las formas de mejora social.
Si Sócrates se hubiera presentado ante los atenienses con alguna nueva pieza de maquinismo como aranceles proteccionistas, compensaciones a trabajadores, pensiones para ancianos, propiedad colectiva de los medios de producción o todo eso, si le hubiera dicho que lo que debían hacer para salvarse era sencillamente instalar esta pieza de maquinaria inmediatamente y dejarla funcionar, sin duda habría interesado a mucha gente, tal vez suficiente para ponerle al frente como abanderado de un liberalismo ilustrado y progresista. Sin embargo, cuando apareció ante ellos sin nada que decir, excepto «Conócete a ti mismo», encontraron su discurso insatisfactorio y se impacientaron con él.
Así que si pudiera darse una explicación de nuestra teoría educativa que llevara a algo que pudiéramos llamar «constructivo» (es decir, algo que sea inmediata y mecánicamente practicable como premiar escuelas o un nuevo tipo de edificios o un nuevo estilo de exámenes de acceso) podríamos esperar hacerla fácilmente aceptable. No parece haber manera de hacerlo. Las únicas grandes reformas indicadas por una discusión completa del asunto deben expresarse de una vez como bastante impracticables por lo general y los pequeños cambios mecánicos que se indican son asimismo impracticables en casos especiales, aparte de tener la apariencia de un valor incierto y por tanto de generar probablemente poco interés.
Aún a pesar de esta perspectiva bastante estéril para nuestra explicación, puede que una cosa redima de ser absoluta dicha esterilidad: que siempre estaremos supuestamente mejor conociendo dónde estamos y siendo capaces de identificar y medir las fuerzas que están en juego contra nosotros. No quiero aducir un paralelismo demasiado deprimente al decir que el diagnóstico tiene valor aún en un caso sin esperanzas. La desesperanza, en muchos casos, por ejemplo, en casos de tuberculosis incipiente, como sabemos, es circunstancial, y las circunstancias pueden cambiar. Así que el diagnóstico tiene un valor evidente cuando sólo demuestra que en esas circunstancias no hay esperanza, e incluso cuando revela el caso como sin esperanza en cualquier circunstancia, permite al menos la melancólica satisfacción de saber cuál es nuestra postura.
Podemos observar por tanto, en primer lugar, que nuestro sistema educativo ha sido siempre objeto de una fuerte crítica adversa. Nadie ha estado nunca especialmente bien satisfecho con él o le ha agradado la forma en que funciona, nadie, quiero decir, cuya opinión fuera al mismo tiempo informada y desinteresada y por tanto merezca atención. A finales del siglo pasado, Ernest Renan dijo que «países que, como Estados Unidos, hayan establecido una instrucción popular considerable sin ninguna educación superior seria, tendrán que expiar por mucho tiempo su error mediante mediocridad intelectual, vulgaridad en sus modos, espíritu superficial, falta de inteligencia en general». Es un lenguaje muy duro y no propongo, por el momento, que debamos empezar a decir hasta dónde puede considerarse esta severidad como justificable.
Sin embargo, puedo pedirles a ustedes que adviertan dos cosas: primera, la distinción que hace Renan entre instrucción y educación, y segunda, su uso de la palabra inteligencia. No aportaremos una definición de educación aquí, al principio de nuestra explicación: creo que sería más satisfactorio, si con su permiso, trabajamos gradualmente hacia la expresión de nuestra idea de lo que es la educación y de cómo es una persona educada. A veces, de hecho a menudo, resulta difícil construir con palabras la definición del objeto que sin embargo reconocemos de inmediato por lo que es y sobre el cual no hay ninguna duda posible. Por ejemplo, a mí me sería imposible hacer una definición de una ostra, aunque estoy seguro de conocer una ostra cuando la veo. Además, al ver una ostra puedo apuntar una serie de diferencias, más o menos genéricas y superficiales tal vez, pero bastante válidas para determinar mi conocimiento. Así que creando gradualmente una expresión de nuestra idea de educación, encontramos especialmente útil la distinción realizada por Renan.
Tal vez no seamos completamente conscientes del grado en que instrucción y educación se consideran como algo esencialmente igual. Creo que encontrarán, si miran, por ejemplo, que todas las cualificaciones formales para un puesto de profesor se basan en sus conocimientos. Un candidato está certificado (¿o no?) simplemente por haber estado expuesto satisfactoriamente a cierto tipo de instrucción durante cierto periodo de tiempo y por tanto se supone elegible para un puesto en el que todos estaremos de acuerdo que sólo puede cubrir una persona instruida. Aun así, puede no ser en absoluto una persona educada, sino sólo una persona instruida. Hemos visto a muchos así, y cinco minutos de charla con uno de ellos es suficiente para demostrarnos que es erróneo entender instrucción como sinónimo de educación. No son en modo alguno la misma cosa. No vayamos más allá ahora mismo en tratar de determinar qué es la educación, sino simplemente tomemos nota de que no es lo mismo que la instrucción.
Mantengamos en mente esta diferencia, sin perderla de vista por el momento y considerando cuidadosamente todos los puntos en la práctica de la pedagogía a los que sea aplicable. Si lo hacemos, me atrevo a predecir que cambiaríamos un asombroso número de estos puntos y que nuestras opiniones sobre la pedagogía actual se modificarían consecuentemente de una forma muy considerable. Un hombre educado debe estar instruido de alguna manera, pero es una mera non distributio medii decir que una persona instruida debería ser una persona educada.
Una distinción igualmente útil deriva del uso de la palabra inteligencia en Renan. Pienso que para la mayoría de nosotros esa palabra no significa lo mismo que para un francés o lo que significa Intelligenz para un alemán. Para un francés como Renan, inteligencia no significa una rapidez de ingenio, una destreza lista para manejar ideas o incluso una accesibilidad a las ideas. Implica esto, por supuesto, pero no significa esto y uno debería tal vez decir de paso que no significa la inteligencia descarada e ignorante que el uso vulgar actual ha asociado a la palabra.
Es de nuevo nuestra experiencia diaria común la que nos da la mejor ayuda posible para establecer las necesarias diferenciaciones. Todos hemos visto hombres de ingenio, accesibles a ideas y hábiles en su manejo, a quienes nos resistiríamos a calificar como inteligentes: somos conscientes de que el término no se las ajusta correctamente. La palabra nos devuelve a la frase de Platón. La persona de inteligencia es la que tiende a “ver las cosas como son”, la que nunca permite que su opinión sobre ellas esté dirigida por lo convencional, por la esperanza de beneficiarse o por un autoritarismo arbitrario. Permite que la corriente de su consciencia fluya en perfecta libertad sobre cualquier objeto que se le presente, no controlada por el prejuicio, la presuposición o la fórmula y por tanto podemos decir que hay ciertas integridades en la raíz de la inteligencia que le dan un cierto aspecto de un atributo moral así como intelectual.
Aparte de haber logrado el beneficio de un par de distinciones fundamentales muy valiosas, estamos ahora tal vez en situación de discernir más claramente la fuerza de la crítica de Renan de nuestro sistema educativo. Unos 10 a 15 años después de que Renan hiciera estas observaciones, encontramos una curiosa corroboración de ellas que merece especialmente ser citada porque la hizo alguien no sospechoso de arrogancia. Walt Whitman fue «el gran poeta gris» de la vida común, el profeta de la sociedad media. Su amor por Estados Unidos y su fe en sus instituciones puede admitirse sin dudarlo, creo. Su optimismo era robusto y evidente, podríamos calificarlo de flagrante.
Aun así lo encontramos reflexionando con mucha severidad acerca de «cierta intelectualidad popular superficial engañosa» que encontraba que existía en nuestra sociedad a finales de la década de 1870. Va más allá de esto para decir que «nuestra democracia del Nuevo Mundo», sea cual sea su éxito en otros sentidos, «es, hasta ahora, un fracaso casi completo en sus aspectos sociales y en resultados religiosos, morales, literarios y estéticos realmente grandes».
Renan era extranjero y académico y su crítica podríamos decir que ha de tomarse con precaución: no podría esperarse que valore correctamente el espíritu de Estados Unidos. Bien, pero aquí tenemos a Whitman que era precisamente lo contrario a un extranjero y un académico, que es aceptado en todas partes y por todos como el mismo espíritu de Estados Unidos, aquí tenemos a Whitman mostrando la crítica de Renan en todos sus puntos.
¿Para qué sirve un sistema educativo, podemos preguntarnos, si no es para producir resultados sociales precisamente opuestos a los que atestiguaba Renan antes de que se produjeran y Whitman después de que se produjeran como característicos de nuestro país? Por tanto, si nuestro sistema no pudiera ser mejor de lo que es, debería revisarse y repararse.
Este artículo se ha extraído de The Theory of Education in the United States: The Page-Barbour Lectures for 1931 at the University of Virginia (1932), capítulo 1.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.