Si miramos por debajo de la superficie de nuestros asuntos públicos, podemos apreciar un hecho fundamental: una gran redistribución del poder entre la sociedad y el Estado. Este es el hecho que interesa al estudioso de la civilización. Tiene sólo un interés secundario o derivado en asuntos como la fijación de precios, la inflación, la banca política, el “ajuste agrícola” y asuntos similares de política del Estado que llenan las páginas de periódicos y las bocas de publicistas y políticos. Todo esto puede agruparse en una sola cosa. Tienen una importancia inmediata y temporal, y por esta razón monopolizan la atención pública, pero todas resultan ser la misma cosa, que es un aumento del poder del Estado y una correspondiente disminución del poder social.
Desgraciadamente no se ha entendido muy bien que, igual que el Estado no tiene dinero propio, tampoco tiene poder propio. Todo el poder que tiene es el que le da la sociedad, más el que confisca de vez en cuando con un pretexto u otro; no hay otra fuente de la que el Estado pueda obtener poder. Por tanto, cualquier asunción de poder por el Estado, ya sea por entrega o apropiación, deja a la sociedad con mucho menos poder. No hay ni puede haber ningún fortalecimiento del Estado sin un correspondiente y aproximadamente equivalente agotamiento del poder social.
Además, de esto se sigue que con cualquier ejercicio del poder del Estado, tiende a menguar no sólo el ejercicio del poder social en la misma dirección, sino la disposición a ejercitarlo en esa dirección. El alcalde Gaynor asombró a toda Nueva York cuando apuntó a un corresponsal que se había venido quejando acerca de la ineficacia de la policía, que cualquier ciudadano tiene derecho a arrestar a un malhechor y llevarlo ante un magistrado. “La ley de Inglaterra y la de este país”, escribió, “ha tenido mucho cuidado en no conferir mayor derecho en este aspecto a policías y agentes del que confiere a cualquier ciudadano”. El ejercicio estatal de ese derecho a través de una fuerza de policía ha aumentado tan constantemente que no sólo los ciudadanos no estaban dispuestos a ejercerlo, sino que probablemente ni uno de entre diez mil sabía que lo tenía.
Hasta ahora, en este país las crisis de desgracia repentinas han sido afrontadas con una movilización del poder social. De hecho (excepto en ciertas empresas institucionales como los asilos, manicomios, hospitales ciudadanos y casas de pobres de los condados), la indigencia, el desempleo, la “depresión” y males similares no han sido preocupación del estado, sino que han sido aliviados por la aplicación del poder social. Sin embargo, bajo Roosevelt el Estado ha asumido esta función, proclamando públicamente la doctrina, completamente nueva en nuestra historia, de que el Estado debe dar a los ciudadanos un medio de vida.
Por supuesto, los estudiosos de la política vieron en esto simplemente una astuta propuesta para un aumento prodigioso del poder del Estado (simplemente lo que, ya en 1794, James Madison llamaba “el viejo truco de convertir cualquier contingencia en un recurso para acumular fuerza en el gobierno”) y el paso del tiempo ha probado que tenían razón. El efecto de esto sobre el equilibrio entre poder del Estado y poder social está claro y también su efecto en un adoctrinamiento general con la idea de que un ejercicio del poder social en esos asuntos ya no es necesario.
Es en buena parte de esta forma como la progresiva conversión del poder social en poder del Estado se convierte en aceptable y se acepta.[1] Cuando se produjo la inundación de Johnstown, el poder social se movilizó inmediatamente y se aplicó con inteligencia y vigor. Su abundancia, medida sólo en dinero, fue tan grande que cuando todo acabó por quedar en orden, sobraron cerca de un millón de dólares. Si hoy en día se produjera una catástrofe así, en caso de que aún quedara poder social, el instinto general sería dejar al Estado ocuparse de ella. No sólo se ha atrofiado el poder social hasta ese punto, sino que la disposición a ejercerlo en esa dirección en concreto se ha atrofiado con él. Si el Estado ha hecho de su incumbencia esos asuntos y ha confiscado el poder social necesario para ocuparse de ellos, bueno, dejemos que se ocupe de ellos.
Podemos tener una medida aproximada de esta atrofia general por nuestra propia disposición cuando se nos acerca un mendigo. Hace dos años podríamos inclinarnos por darle algo; hoy nos inclinamos por mandarle a la oficina de atención del Estado. El Estado ha dicho a la sociedad: “O no estáis ejerciendo poder suficiente para atender a la emergencia o lo ejercéis en una forma que pienso que es incompetente, así que confiscaré vuestro poder y los ejerceré a mi gusto”. Así que cuando el mendigo nos pide un cuarto, nuestro impulso es decir que el Estado ya nos ha confiscado nuestro cuarto en su beneficio y que debería ir al Estado a por él.
Toda intervención positiva que haga el Estado en la industria y el comercio tiene un efecto similar. Cuando el estado interviene para fijar salarios o precios o para prescribir las condiciones de la competencia, prácticamente dice al empresario que no está ejerciendo correctamente el poder social y por tanto propone confiscárselo y ejercitarlo de acuerdo con el propio juicio del Estado de lo que es mejor. De ahí que el impulso del empresario es dejar que el Estado considere las consecuencias. Como ejemplo simple, un fabricante de un tipo de textil altamente especializado me decía hace unos días que había mantenido su fábrica en funcionamiento con pérdidas durante cinco años porque no quería dejar en la calle a sus trabajadores en tiempos tan duros, pero que ahora que el estado había dado un paso adelante al decirle cómo debía gestionar su negocio, bien podía el estado tomar alegremente la responsabilidad.
El proceso de convertir poder social en poder del Estado tal vez pueda verse en su forma más simple en casos en que la intervención del Estado es directamente competitiva. La acumulación de poder del Estado en diversos países ha sido tan acelerada y diversa dentro de los últimos 20 años que ahora vemos al Estado funcionando como telegrafista, telefonista, vendedor de cerillas, operador de radio, cañonero, constructor y propietario de ferrocarriles, operador de ferrocarriles, tabaquero al por mayor y al detalle, naviero, químico, constructor de puertos y muelles, constructor de viviendas, educador jefe, propietario de periódicos, proveedor de alimentos, asegurador y así sucesivamente en una larga lista.[2]
Es evidente que las formas privadas de estas empresas tienden a decaer en proporción al aumento de la energía de las invasiones del Estado en ellas, pues la competencia del poder social con el poder del Estado está siempre descompensada, pues el Estado puede modificar los términos de la competencia como le venga en gana; en otras palabras, dándose un monopolio. Son comunes los ejemplos de este caso; del que somos probablemente más conscientes es del monopolio del Estado en el transporte de cartas. El poder social se ve impedido por la mera aplicación de esta forma de empresa, a pesar de que podría llevarla a cabo de forma mucho más barata y, al menos en este país, mucho mejor. Las ventajas de este monopolio en promover los intereses del Estado son peculiares. Sin embargo, ninguna podría asegurar un volumen tan grande y bien distribuido de patronazgo bajo el disfraz de un servicio público en constante uso por un número tan grande de gente: pone un funcionario del Estado en cada cruce de camino del país. No es en modo alguno pura coincidencia que sea nombrado habitualmente como jefe general de correos el principal limosnero y componedor de la administración.
Así el Estado convierte “cualquier contingencia en un recurso” acumulando poder en sí mismo, siempre a costa del poder social y con éste desarrolla un hábito de aceptación en la gente. Aparecen nuevas generaciones, cada una ajustada (o como creo que dice ahora nuestro nuevo vocabulario estadounidense, “condicionada”) temperamentalmente a nuevos aumentos del poder del Estado y tienden a considerar el proceso de acumulación continua como algo muy normal.
Todas las voces institucionales del Estado se unen para confirmar esta tendencia; se unen en mostrar la progresiva conversión del poder social en poder del Estado como algo no solamente muy normal, sino incluso como sano y necesario para el bien público.
[1] El resultado de una encuesta publicada en julio de 1935 mostraba que el 76,8% de las respuestas eran favorables a la idea de que es tarea del Estado hacer que cada persona que quiera un trabajo obtenga uno; el 20,1% estaba en contra y el 3,1% estaba indeciso.
[2] En este país, el Estado está actualmente fabricando muebles, moliendo harina, produciendo fertilizante, construyendo casas, vendiendo productos de granja, lácteos, textiles, enlatados y aparatos eléctricos; operando agencias de colocación y oficinas de préstamos personales; financiando exportaciones e importaciones; financiando la agricultura. También controla la emisión de títulos, las comunicaciones por cable y radio, los tipos de descuento, la producción de petróleo, la producción de energía, la competencia comercial, la producción y venta de alcohol y el uso de aguas interiores y vías férreas.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
[De Our Enemy, the State]