Primero, el cambio ideológico; segundo, el cambio social

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Cuanta más gente adopte una cultura de empresa, más posible es que se genere un sistema de mercados libres. ¿Es inevitable un mundo en el que la mayoría de la gente apoye una economía pura de mercado, como implica el argumento de Fukuyama de la inevitabilidad de la democracia liberal?[1] No creemos que ningún mundo sea inevitable, pero creemos que cambiar las preferencias de la gente para que apoye una economía de mercado es ciertamente posible.

La visión pesimista implica que el mundo se verá cargado de problemas, sin que importe lo que ocurra. Aunque el mundo sin duda ha tenido y continúa teniendo problemas, la visión pesimista muestra algunos buenos ejemplos de cambio importante. En lo que sigue, expondremos algunos ejemplos históricos que ofrecen un soporte empírico a la hipótesis de que el cambio en preferencias puede llevar a un cambio social importante.

Ninguno de estos ejemplos conlleva un cambio radical hacia una sociedad libertaria; de hecho, cabe debatir si los cambios iban en la dirección libertaria en general. Tampoco requieren que los cambios de preferencias se vean completamente no afectados ni limitados por el contexto político y social existente. Sin embargo, todos los ejemplos muestran cómo cambios importantes en las preferencias pueden llevar a cambios importantes en política. Llegar a una economía pura de mercado requeriría cambios importantes en la opinión pública, pero el hecho de que la opinión pública haya cambiado tanto en el pasado indica que es posible un movimiento hacia creencias libertarias.

Quizá uno de los cambios históricos más impresionantes resultante de un cambio ideológico subyacente en las preferencias de la gente fuera la abolición de la esclavitud tradicional. La esclavitud había sido una fuente de trabajo forzado desde el inicio de la civilización. La gente había poseído esclavos en todos los continentes y para toda tarea concebible. La esclavitud, junto con otras formas de trabajo no libre o casi libre como la servidumbre, la esclavitud por deudas, el aprendizaje involuntario y la servidumbre por contrato, eran el poco envidiable estatus de la mayoría de los humanos antes de la Revolución Industrial.

Aunque a nadie le gustaba ser un esclavo, la institución era aceptada universalmente como inevitable, si no deseable, hasta los primeros estertores del fervor antiesclavista aparecidos al final del siglo XVIII. Hoy, por el contrario, vivimos en un mundo en el que la libertad para abandonar un trabajo se ha convertido en la norma general aceptada. Puede que siga persistiendo clandestinamente la esclavitud, pero ningún gobernante, por muy malvado o despiadado que sea, se atrevería a apoyar públicamente la posesión de otro ser humano.

El movimiento abolicionista, a pesar de empezar como una minoría minúscula en la mayoría de los países, eliminó en poco más de un siglo un sistema de trabajo que había sido ubicuo durante milenios. Por ejemplo, el Parlamento Británico abolió el comercio de esclavos en 1807 y acabó con la propia esclavitud en las colonias un cuarto de siglo más tarde. Estos acontecimientos se produjeron cuando la mano de obra esclava seguía ofreciendo enormes beneficios económicos no sólo a ciertos intereses especiales, sino a todos los consumidores británicos. El historiador inglés del siglo XIX W.E.H. Lecky concluía que la “incansable, sorda y poco gloriosa cruzada de Inglaterra contra la esclavitud puede probablemente considerarse entre las tres o cuatro páginas virtuosas incluidas en la historia de las naciones”,[2] y la investigación moderna ha confirmado en general esta evaluación, al menos con respecto al antiesclavismo británico. Así que la abolición de la esclavitud tradicional aparece como el más impresionante y duradero logro de todos los triunfos del liberalismo clásico.

El propio movimiento antiesclavista tiene su origen en otra importante transformación ideológica: la Revolución Americana. Como recordaba John Adams en una serie de cartas muchos años después:

¿Qué queremos decir por revolución? ¿La guerra? No era parte de la revolución: era sólo un efecto y consecuencia de ella. (…) La revolución era completa en la mente del pueblo, (…) antes de que empezara la guerra en las escaramuzas de Concord y Lexington el 19 de abril de 1775. (…) este cambio radical en principios, opiniones, sentimientos y afectos del pueblo fue la verdadera Revolución Americana.[3]

Es verdad que la Revolución movilizó intereses creados que se beneficiarían de cualquier empeoramiento de la conexión política con Gran Bretaña, pero también impulsos mejoras drásticas en la política pública. Éstas incluyeron el desestablecimiento de iglesias estatales en el Sur, la emancipación gradual de esclavos o la abolición de la esclavitud en el Norte, el establecimiento en todas partes de gobiernos republicanos con constituciones escritas con limitaciones al poder incluidas en sus declaraciones de derechos y la extirpación de los últimos restos del feudalismo (fundos, troncalidades y primogenituras) donde seguían existiendo. Además, la revolución generó una cascada de externalidades ideológicas que tuvieron impacto mundial.

Otros ejemplos que podrían mencionarse incluyen la exitosa campaña de Richard Cobden y John Bright para derogar las Leyes del Grano proteccionistas británicas en 1846, menos de un siglo después de que Adam Smith hubiera expresado su pesimismo acerca de un resultado como ése; el fin del gobierno británico en la India en 1947, después de tres décadas de desobediencia civil esencialmente no violenta inspirada por Mahatma Gandhi y el colapso casi pacífico entre 1989 y 1991 de las dictaduras comunistas en toda la Unión Soviética y el este de Europa, que están entre los regímenes más sangrientos y tiránicos de la historia reciente.

Ninguno de estos cambios iba unido a utopías de libre mercado y los historiadores debatirán por mucho tiempo acerca de la importancia relativa de sus causas últimas. Pero negar que los cambios ideológicos sísmicos en las preferencias de la gente desempeñaron un papel importante sería cegarse voluntariamente. Como ha destacado North: “el historiador económico que haya construido su modelo en términos neoclásicos ha incluido una contradicción esencial pues no hay forma de que el modelo neoclásico explique buena parte del cambio que observamos en la historia”.[4]

Un historiador económico que no minusvalora la forma en que la ideología puede influir en las preferencias de la gente es Robert Higgs. Su estudio clásico del crecimiento del gobierno estadounidense, Crisis and Leviathan, contiene un instructivo contraste entre la depresión de 1893 y la Gran Depresión de 1929.[5] A causa de la decadente pero aún entonces dominante ideología liberal clásica, la depresión de 1893 fue una crisis que no fue testigo de casi ningún aumento significativo del poder central durante la administración del Presidente Grover Cleveland. Fue el posterior triunfo ideológico del progresismo en Estados Unidos el que puso los cimientos para la gran expansión del papel del gobierno durante los new deals de los presidentes Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt.

De hecho, el contraste de Higgs abarca más de lo que él sugiere. La regla general durante el siglo XIX, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, era que las dificultades económicas hicieran que los gobiernos disminuyeran en lugar de expandirse. Lo que acabó transformando las depresiones y recesiones en excusas para una nueva y más extensa intervención pública fueron las emergentes ideologías estatistas del siglo XX.

Basta con comparar la visión mundial moderna y sus múltiples manifestaciones ideológicas con las del mundo medieval para apreciar lo drástica y fundamentalmente que pueden alterarse las ideas de la gente. Las actuales ideologías políticas, incluyendo el libertarismo, el liberalismo clásico, el conservadurismo moderno, el socialismo democrático y el comunismo, todas al menos de boquilla buscan algún tipo de igualdad humana, ya sea igualdad de derechos, igualdad de oportunidades, igualdad de ingresos o cualquier otra cosa. Todas ellas rechazan explícitamente la sociedad de estados rígidamente jerárquicos que era considerada axiomáticamente como deseable en el mundo antiguo y medieval.

A la luz de todas las creencias variadas y extravagantes, normalmente incorrectas y a menudo perniciosas, que han existido en las comunidades humanas a lo largo del pasado, ¿es inconcebible que visiones libertarias mucho más sensatas puedan algún día ser aceptadas ampliamente?


Notas
[1] Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (Nueva York: Free Press, 1992). Publicado en España como El fin de la historia y el último hombre (Barcelona: Planeta, 1992).
[2] W.E.G. Lecky, A History of European Morals: From Augustus to Charlemagne, 3ª ed., vol. 1 (Nueva York: D. Appleton, 1897), p. 153.
[3] John Adams, The Works of John Adams, ed. C.F. Adams, vol. 10 (Boston: Little, Brown, 1856), pp. 172, 197, 285.
[4] Douglass C. North, Structure and Change in Economic History (Nueva York: W.W. Norton, 1981), pp. 10–11. Publicado en España como Estructura y cambio en la historia económica (Madrid: Alianza Editorial, 1994).
[5] Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government, (Nueva York: Oxford University Press, 1987).

[Extraído de “If a Pure Market Economy Is So Good, Why Doesn’t It Exist?”, Quarterly Journal of Austrian Economics, Verano de 2010]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí: aquí.

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