Antaño decir que un hombre estaba discriminando era una felicitación. Significaba que tenía gusto: podía distinguir entre lo pobre, lo mediocre, lo bueno y lo excelente: su capacidad para hacer finas distinciones le permitía llevar una vida mejor que en caso contrario.
Hoy en día, en nuestros tiempos políticamente correctos, la discriminación implica odio racial o sexual. Invoca linchar al inocente, colgar a gente negra que no ha cometido ningún delito y sí, tal vez incluso en su extremo un retorno a la esclavitud. Esa, al menos, fue prácticamente la reacción que recibió el candidato al senado de EEUU Rand Paul cuando afirmó que había partes de la llamada Ley de “Derechos Civiles” de 1964 que eran censurables.
Pero todo lo que decía el Senador Paul era que mientras que sería ilícito que el gobierno discriminara basándose en la raza, el sexo o cualquier otro criterio, un elemento básico de los derechos de propiedad privada es que los individuos sean libres de utilizar exactamente esas preferencias. Si no fuera así se perdería un importante elemento de la libertad.
Los aullidos de rabia que acogieron esta razonable distinción fueron tan grandes que el Dr. Rand Paul se sintió obligado a retractarse de su declaración. Sin embargo ahora estamos explicando un libro, no unas elecciones. Aquí la verdad y la justicia son nuestras únicas guías, no los sentimientos doloridos de periodistas trabajando para los principales medios de comunicación y otros contadores de historias. Está claro que la discriminación por parte de los individuos, pero por supuesto no del estado, es parte de nuestro derecho de nacimiento a la libertad.
Si no, la bisexualidad coactiva sería la implicación lógica del movimiento antidiscriminación. ¿Por qué? Bueno, los heterosexuales varones discriminan de forma despreciable a la mitad de la raza humana como compañeros de cama/sexo/matrimonio: todos los demás varones. Tampoco las hembras heterosexuales pueden alegar inocencia contra esta temible acusación: ellas también abjuran de la mitad de sus congéneres en este aspecto. ¿Pueden los varones homosexuales desviar esta mortal acusación? No, ellos mismos rechazan tener nada que ver con todas las hembras en ese contexto. De la misma forma, las hembras homosexuales, las lesbianas, como criaturas podridas que son, también rechazan realizar alianzas de este tipo con todos los hombres, es decir, contra la raza humana.
No, son los bisexuales y sólo los bisexuales los que son completamente inocentes de discriminación de este tipo. Son la única gente decente en todo el espectro sexual que evita esta malhadada práctica. (Descartamos ahora el hecho de que los bisexuales también hacen injustas comparaciones basadas en la belleza, la edad, el sentido del humor, etc.).
Por tanto, si realmente nos oponemos a la discriminación en asuntos de corazón, todos abrazaríamos la bisexualidad. Como no lo hacemos, la implicación lógica sería que deberían obligarnos a hacerlo. Pues no apoyar esta conclusión es dar no sólo una aprobación tácita sino activa a las prácticas discriminatorias, sin duda una de las peores cosas en la panoplia de lo políticamente correcto.
Bien podría objetarse que las leyes contra la discriminación privada deberían aplicarse sólo a interacciones profesionales, no a las personales. ¿Pero por qué sólo en el comercio y no en las relaciones humanas? Sin duda si existe un derecho a no ser discriminado, se aplica a todos los ámbitos de la existencia humana, no sólo al mercado. Si tenemos un derecho a no ser asesinados o robados, y lo tenemos, entonces ese derecho abarca todos los ámbitos de la existencia humana. Es igualmente injusto ser asesinados o robados en el dormitorio como en la tienda.
Y por cierto, la actual ley antidiscriminación ni siquiera se aplica completamente en el ámbito comercial. En su lugar, depende de las relaciones de “poder”, un concepto con poco sentido, al menos como lo emplean nuestros amigos de izquierdas.
Por ejemplo, si odio a los chinos y por tanto no entro en sus restaurantes, no violo ninguna ley. Sin embargo si, por ejemplo, el dueño de un restaurante chino desprecia a los judíos, no podría legalmente prohibirles entrar en sus instalaciones. ¿Por qué? Porque los vendedores, en este caso, se considera que son más “poderosos” que los compradores.
Pero no siempre funciona así. Si un gran comprador, por ejemplo Wal-Mart, rechazara comprar a cualquier empresa dirigida por mujeres porque discrimina a éstas, no podría en ningún caso mantener esa política.
¿Pero por qué debería el “poder” en este sentido bastardo determinar la legalidad en la toma de decisiones económicas? Sin duda a un hombre “sin poder”, en el sentido de ser pobre, no se le permitiría violar a una mujer “poderosa”, en el sentido de que sea rica. ¿O sí? Bueno, nunca se ha probado esta defensa, así que ¿quién sabe?
Otra objeción es que podría ser aceptable que algún individuo discriminara a una minoría oprimida, pero si muchos (o, peor aún, todos los miembros de la mayoría) realizan esta práctica, sus víctimas sufrirían injustamente. Por ejemplo, supongamos que los blancos rechacen alquilar habitaciones de hotel a negros o contratarlos. Entonces estos últimos se encontrarán en una grave miseria.
Pero esta objeción es analfabeta económicamente. Si los blancos boicotean a los negros de esta manera, el sistema de libre empresa se alzará en defensa de los últimos. ¿Cómo? Si ningún terrateniente arrendara a una persona negra, los beneficios por hacerlo aumentarían: se daría entonces a algunos empresarios una ventaja financiera para proveer a esta parte del mercado.
Pasaría igual en el campo laboral. Si los blancos rechazan contratar negros, sus salarios caerían por debajo de los niveles que prevalecerían en caso contrario. Esto crearía grandes oportunidades de beneficio para algunos, ya sean blancos o negros, para contratar a esa gente y así superar a quienes discriminen. Pero este fenómeno no funcionó en la situación de los negros que se veían obligados a sentarse en la parte trasera de autobús en la era de Jim Crow en el sur. ¿Por qué no? Primordialmente porque la entrada en el sector del autobús estaba estrictamente limitada por la fuerzas policiales responsables de este rechazable código legal. Si todo lo que impedía que la gente negra se sentara en la parte delantera de autovía hubiera sido discriminación privada, habría sido una fuerza impotente, pues otras empresas en competencia habrían proporcionado el servicio de autobuses.
Estos son el tipo de cuestiones de los que se ocupa este libro. Espero que este volumen ofrezca algo de luz sobre estos asuntos y resulte ser una lectura interesante.
[The Case for Discrimination • Walter Block • Ludwig von Mises Institute, 2010 • xi + 497páginas]Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.