Haciendo creíble la anarquía

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Gary Chartier es un autor difícil de reseñar. En este excelente libro muestra una notable habilidad para explicar una profusión de argumentos en un corto número de páginas. Dada esta abundancia, no puedo esperar dar una explicación completa del libro. Propongo en su lugar concentrarnos en unos pocos argumentos, pero para experimentar el impacto completo de la forma en que Chartier trata punto tras punto en su alegato infatigable contra el estado, necesitamos leer la obra completa.

Chartier despacha rápidamente los argumentos filosóficos que afirmar demostrar una obligación de obediencia al estado. Uno de esos argumentos afirma que “simplemente permanecer dentro del territorio de un estado constituye de alguna forma un reconocimiento de su autoridad” (p. 7). Contra esto, Chartier indica dos cosas. Primero, si alguien permanece en un territorio, esto no significa en modo alguno que haya reconocido de hecho la autoridad del estado. Podría tener todo tipo de razones distintas para quedarse. “Tal vez me quede aquí porque hay muchas oportunidades de trabajar o porque estén aquí mis amigos o porque me guste el estilo arquitectónico. Y tal vez no [me vaya] porque parezca haber bandas de matones al mando en todos los demás lugares” (p. 7).

El estatista podría responder a esto que incluso si uno tiene otras razones para permanecer en un territorio que no tengan nada que ver con la supuesta autoridad del estado, esto no importa. Estar en un territorio basta para reconocer el poder de un estado, independientemente de si el residente lo pretende. (Creo, pero no estoy seguro, que esto es lo que quiere decir Chartier con su distinción entre reconocimiento señalado y constituido).

Esta respuesta de los estatistas no funciona. Como apunta Chartier, sólo es posible afirmar que la residencia constituya reconocimiento si hay una razón antecedente para creer que tendríamos que reconocer la autoridad del estado. (Chartier no dice que esto sea una razón suficiente para considerar que la residencia constituye reconocimiento, sólo una razón necesaria). Pero precisamente esa cuestión es lo que se discute:

Los gobernantes de Bozarkia podrían afirmar razonablemente que [la residencia] constituye reconocimiento de su autoridad sólo si ya tuviesen autoridad legítima. (…) Un procedimiento para establecer la autoridad del estado que suponga que el estado ya tiene autoridad no demuestra realmente mucho acerca de nada (p. 7).

Si no podemos probar que moralmente tendríamos que obedecer al estado ¿debemos aceptar el estado como una necesidad práctica? Sin una ley comúnmente aceptada y aplicada, ¿no se disolvería una sociedad en un caos? Chartier da argumentos decisivos contra esta idea superficialmente factible. ¿Por qué una ley común requiere una sola agencia para aplicarla? Además, ¿tienen los propios estado la única ley que la idea estatista supone que hay?

¿Pero por qué deberíamos suponer (…) que necesitamos un estado (una organización con un monopolio del uso de la fuerza en un territorio concreto) para protegernos contra la violencia? (…) Nuestra experiencia con otros monopolios indudablemente no nos da ninguna razón para pensar que el estado, un monopolio, provea probablemente seguridad, justicia y otros servicios de alta calidad con un coste bajo. (…) Y está claro que la gente puede resolver disputas pacíficamente a pesar de los conflictos a través de los sistemas legales (pp. 12-14).

El estado, mantiene Chartier, ni se requiere moralmente ni es necesario en le práctica. Podemos ir mucho más allá. Como él sostiene, es un instrumento de saqueo, que actúa contra los intereses de las masas para mantener y preservar los privilegios de una élite.

El estado está activamente implicado en todos los aspectos de la vida económica. Y, sea el efecto deliberado o no, el resultado práctico de su implicación (…) es que la balanza se inclina constantemente a favor de las élites privilegiadas (p. 25, cursiva omitida).

Chartier hace una defensa contundente de esta opinión. Apunta, por ejemplo, que las regulaciones que pretenden proteger a los consumidores en realidad hacen difícil a las pequeñas empresas desafiar a los gigantes establecidos. “Las grandes empresas establecidas encuentran más fácil gastar lo que se necesite para cumplir con las nuevas regulaciones, al contrario que las compañías más pequeñas” (p. 30).

Hasta aquí, he estado completamente de acuerdo con los argumentos de Chartier; pocos escritores pueden igualarle en capacidad de entender de una sola vez la esencia de un asunto. Pero Chartier no es sólo un libertario, sino además un libertario de izquierdas. Esto le lleva a algunas afirmaciones cuestionables. Dice:

Por ejemplo, en Inglaterra, los terrenos comunales previamente no cercados fueron cercados y los grandes terratenientes se apropiaron de ellos. Mucha de la gente que llenaba las “oscuras fábricas satánicas” de la Revolución Industrial se había visto desposeída de los terrenos en los que trabajaban (p. 26).

Aquí, tal vez influido por la obra de Kevin Carson, a la que califica en su bibliografía como una “síntesis y reinterpretación brillante y creativa de la tradición anarquista” (p. 107), ignora las investigaciones recientes que niegan que los cercados tuvieran los malos efectos que menciona.[1] (Por cierto, el que Blake al decir “oscuras fábricas satánicas” quisiera referirse a la nuevas fábricas de de la Revolución Industrial es también un asunto muy discutido).

Chartier dice que “los sindicatos, no los legisladores, ganaron las primeras grandes batallas en la lucha por la jornada de ocho horas” (p. 35). Parece dar por sentado que el poder de negociación determina los niveles salariales, no la productividad marginal de los trabajadores, como mantiene la economía austriaca. Tal vez Chartier respondería que la teoría estándar del mercado no es aplicable cuando empresas poderosas han adquirido predominio con ayuda del estado: si lo han hecho, los trabajadores necesitan sindicatos fuertes para defenderse. Pero incluso empresas grandes que no habrían existido en un mercado libre están sujetas a la ley económica y la competencia, y también ellas deben pagar a los trabajadores lo que requiere su productividad marginal. Los libertarios de izquierdas, como los economistas neoclásicos, piensan a menudo (en mi opinión, equivocadamente) que la competencia requiere una abundancia de empresas pequeñas, pero los economistas austriacos lo rechazan. E incluso si Chartier desea destacar la debilidad de los trabajadores frente a los poderosos y malvados capitalistas aliados con el estado, tendría que haber mencionado, en su explicación de las restricciones a la inmigración, que algunos trabajadores se benefician de ellas. La intervención del estado no es invariablemente una herramienta que ayude a la élite.

De nuevo, Chartier deplora correctamente los requisitos de licencias públicas para los bancos. ¿Pero por qué piensa que el mercado libre “tendería a hacer caer los tipos de interés” (p. 32)? La opinión de que los bancos monopolistas mantienen los tipos de interés incorrectamente altos, aunque común entre maniáticos monetarios, no tiene ninguna base. Y su afirmación de que “al menos, en cierto grado” (p. 38), la forma corporativa no existiría sin la acción del estado ignora los argumentos en contra de Robert Hessen en su In Defense of the Corporation.

Cuando Chartier se ocupa de la política exterior, me agrada de nuevo suscribir todo lo que dice. Como apunta agudamente:

Las guerras declaradas y no declaradas del gobierno de EEUU son demasiadas veces ejercicios sin sentido de expansión imperial. La construcción de un imperio toma formas militares, políticas y económicas (…) las guerras del gobierno de EEUU no tienen sentido porque no hacen que los estadounidenses estén más seguros. Las intervenciones militares en Corea, Vietnam, Líbano, Granada, Iraq, los Balcanes, Somalia y Afganistán no han servido para proteger a los estadounidenses contra ataques extranjeros (p. 53).

Un punto que indica Chartier es una completa acusación de militarismo es especialmente valioso y se olvida a menudo. Los veteranos del ejército a menudo consiguen cargos en las fuerzas de policía, pero la violencia de las guerras que han soportado, en Iraq y en otros lugares, los ajusta mal para ocuparse de asuntos civiles. Demasiado frecuentemente responden a las dificultades con estallidos de violencia. “Las organizaciones militares y los entornos de alta presión ligados al combate pueden promover las deshumanización de los supuestos enemigos. Y la gente puede llevar su pasado con ella en la vida civil” (p. 64).

El libro de Chartier es una lectura esencial para los libertarios. Manifiesta un amplio conocimiento del autor de la filosofía, la ética, la historia y la política contemporánea.

[The Conscience of an Anarchist: Why It’s Time to Say Good-Bye to the State and Build a Free Society • Gary Chartier • Cobden Press, 2011 • X + 118 páginas]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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