¿Nunca han oído decir: “No hay mejor inversión que los impuestos? Vean sólo la cantidad de familias que mantienen y consideren cómo actúa sobre la industria: es una corriente inagotable, es la propia vida”.
Con el fin de combatir esta doctrina, debo referirme a mi anterior refutación. La economía política sabe suficientemente bien que sus argumentos no son tan divertidos que pudiera decirse de ellos, repítalo, por favor. Por tanto ha cambiado el proverbio en su beneficio, convencida de que, en su boca, las repeticiones enseñan.
Las ventajas que defienden los funcionarios son las que se ven. El beneficio que dan a los proveedores es también lo que se ve. Esto ciega a todos.
Pero los inconvenientes que los contribuyentes deben soportar son los que no se ven. Y el daño que generan a los proveedores es también lo que no se ve, aunque esto tendría que ser evidente.
Cuando un funcionario gasta para su propio beneficio cien soles extra, implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien soles menos. Pero la ganancia del funcionario se ve, porque el acto se realiza, mientras que la del contribuyente no se ve, porque, después de todo, se le ha impedido obtenerla.
Ustedes comparan la nación, quizá con una porción reseca de tierra y al impuesto con una lluvia fertilizante. Dejémoslo así. Pero tendríamos que preguntarnos dónde están las fuentes de esta lluvia y si no son precisamente los mismos impuestos los que eliminan la humedad de la tierra y la resecan.
También tendríamos que preguntarnos si es posible que el suelo pueda recibir tanta agua de la lluvia como la que pierde por evaporación.
Hay una cosa muy cierta: que cuando Jaime B separa cien soles para el recaudador, no recibe nada a cambio. Más tarde, cuando un funcionario gaste esos cien soles y los devuelva a Jaime B, será por un valor equivalente en grano o trabajo. El resultado final es una pérdida de cinco francos para Jaime B.
Es muy cierto que a menudo, quizá muy a menudo, el funcionario realiza para Jaime B un servicio equivalente. En ese caso no hay pérdida en ninguno de los lados: es simplemente un intercambio. Por tanto, mis argumentos no aplican en absoluto a funcionarios útiles. Lo que yo digo es que si se desea crear una oficina hay que probar su utilidad. Demostrar que su valor para Jaime B, en términos de los servicios que le presta, es igual a lo que le cuesta. Pero, aparte de su utilidad intrínseca, no se ofrezca como argumento el beneficio que produce al funcionario, su familia y proveedores: no se afirme que favorece la industria.
Cuando Jaime B da sus cien soles a un funcionario del gobierno a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente lo mismo que si diera cien soles a un zapatero a cambio de un par de zapatos.
Pero cuando Jaime B da cien soles a un funcionario del gobierno y no recibe nada de él, excepto molestias, igual se los podría dar a un ladrón. No tiene sentido decir que el funcionario del gobierno gastará esos cien soles para el beneficio de la industria nacional: el ladrón haría lo mismo y también Jaime B si no le hubiera parado por el camino el parásito extralegal o la sanguijuela legítima.
Por tanto, acostumbrémonos a evitar juzgar las cosas sólo por lo que se ve, juzguémoslas por lo que no se ve.
El año pasado yo estaba en el Comité de Finanzas, pues bajo la constituyente, los miembros de la oposición no estaban excluidos sistemáticamente de todas las comisiones: en eso la constituyente actuó inteligentemente. Hemos escuchado al Sr. Thiers decir: “Me he pasado la vida oponiéndome al partido legitimista y al partido de los sacerdotes. Como el peligro común nos ha juntado, ahora que soy su socio y les conozco y que hablamos cara a cara, he descubierto que no son los monstruos que yo solía imaginar”.
Sí, se exagera la desconfianza, se fomenta el odio entre partidos que nunca se mezclan; y si la mayoría permitiera a las minorías estar presentes en las comisiones, quizá se descubriría que las ideas de los diferentes lados no son tan perversas como se suponía. En todo caso, el año pasado yo estaba en el Comité de Finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de mantener en una cifra moderada el mantenimiento del Presidente de la República, de los ministros y embajadores, se respondía:
“Por el bien del servicio, es necesario dotar a ciertos departamentos de esplendor y dignidad como medio de atraer a gente de mérito. Un gran número de personas desafortunadas apelan al Presidente de la República y le podríamos en una posición muy dolorosa obligándole a rechazarlos continuamente. Cierto estilo en los salones ministeriales es parte de la maquinaria de los gobiernos constitucionales”.
Aunque esos argumentos pueden ser controvertidos, sin duda merecen un examen serio. Se basan en el interés público, sea este correctamente estimado o no y en lo que a mí respecta tengo mucho más respeto por el público que muchos de nuestros Catones, quienes se mueven por un estrecho espíritu de parsimonia o celos.
Pero lo que me revuelve la parte económica de mi conciencia y me hace ruborizar por los recursos intelectuales de mi país, es cuando se presenta esta absurda reliquia del feudalismo, lo que sucede constantemente, y además se recibe favorablemente:
“Además, el lujo de los grandes funcionarios del gobierno favorece las artes, la industria y el trabajo. La cabeza del estado y sus ministros no pueden dar banquetes o fiestas sin hacer que la vida circule por las venas del cuerpo social. Reducir sus medios ahogaría la industria parisina y consecuentemente la de toda la nación”.
Debo pedirles, señores, que por lo menos presten un poco de atención a la aritmética y no decirlo ante la Asamblea Nacional de Francia, no sea que lamentablemente esté de acuerdo en que una suma da un resultado distinto de acuerdo con si se suma de abajo a arriba o de arriba abajo la columna.
Por ejemplo, quiero contratar a alguien para que me cave una zanja de drenaje en mi campo por cien soles. Justo cuando acabo de cerrar el acuerdo aparece el recaudador, se lleva mis cien soles y los envía al Ministro del Interior, mi acuerdo termina, pero el ministro tendrá otro plato en su mesa. ¿Bajo qué premisas se atreverán a afirmar que este gasto oficial ayuda a la industria nacional? ¿No se ve que en esto sólo hay un revés de satisfacciones y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor cubierta, es cierto, pero también es verdad que un agricultor tiene su campo peor drenado. El dueño de una taberna de París ha ganado cien soles, lo concedo, pero deben concederme que un cavador no ha podido ganar cinco francos. Se trata de eso: de que la satisfacción del funcionario y el tabernero es lo que se ve, el campo no drenando y el cavador sin trabajo es lo que no se ve. ¡Vaya! ¡Qué problema hay para probar que dos y dos son cuatro y si tenemos éxito en probarlo se dice que “la cosa es tan sencilla que es bastante tediosa” y votan como si no hubiéramos probado nada!
[De “Lo que se ve y lo que no se ve”, 1850]Traducido de la versión en inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original en inglés se encuentra aquí.