El anticapitalismo del trabajador manual

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La aparición de la economía como una nueva rama del conocimiento fue uno de los acontecimientos más portentosos de la historia de la humanidad. Al abrir el camino a la empresa capitalista privada, transformó en unas pocas generaciones todos los asuntos humanos más radicalmente de lo que lo habían hecho los anteriores 10.000 años. Desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, los moradores de un país capitalista se ven en cada momento beneficiados por los maravillosos logros de las formas capitalistas de pensar y actuar.

Lo más asombroso respecto del cambio sin precedentes en las condiciones terrenales producido por el capitalismo es el hecho de que lo realizó un pequeño número de autores y apenas un número ligeramente mayor de estadistas que habían asimilado sus enseñanzas. Ni las masas inactivas, ni la mayoría de los hombres de negocios que, con su comercio, hacían efectivos los principios del laissez faire comprendían las características esenciales de su operación. Incluso en los mejores tiempos del liberalismo, sólo unas pocas personas entendieron completamente el funcionamiento de la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por recomendación de una pequeña élite.

Hubo en las primeras décadas del siglo XIX mucha gente que consideraba su propia falta de familiaridad con los problemas afectados como un serio defecto y estaba ansiosa por repararlo. En los años entre Waterloo y Sebastopol, no se absorbieron más ansiosamente otros libros en Gran Bretaña que los tratados de economía. Pero la moda remitió pronto. La materia era árida para el lector en general.

La economía es tan distinta de las ciencias naturales y la tecnología, por un lado, y de la historia y la jurisprudencia, por otro, que parece extraña y repulsiva para el principiante. Su singularidad heurística se ve con recelo por parte de aquéllos cuyo trabajo de investigación se realiza en laboratorios o en archivos y bibliotecas. Su singularidad epistemológica parece no tener sentido para las mentes estrechas de los fanáticos del positivismo. A la gente le gustaría encontrar en un libro de economía un conocimiento que se ajustara perfectamente a su imagen preconcebida de lo que la economía tendría que ser, es decir, una disciplina moldeada de acuerdo con la estructura lógica de la física o la biología. Se quedan perplejos y renuncian a luchar con problemas cuyo análisis requiere un ejercicio mental desacostumbrado.

El resultado de esta ignorancia es que la gente adscribe todas las mejoras en las condiciones económicas al progreso de las ciencias naturales y la tecnología. Tal y como lo ven, prevalece a lo largo de la historia humana una tendencia que actúa por sí misma hacia progresar en el avance de las ciencias naturales experimentales y su aplicación a la solución de los problemas tecnológicos. Esta tendencia es irresistible, es propia del destino de la humanidad y su operación tiene efecto sea cual sea la organización política y económica de la sociedad. Tal y como lo ven, las mejoras tecnológicas sin precedentes de los últimos 200 años no fueron causadas o impulsadas por las políticas económicas de la época. No fueron un logro del liberalismo clásico, el libre comercio, el laissez faire y el capitalismo. Por tanto continuarán bajo cualquier otro sistema de organización económica de la sociedad.

Las doctrinas de Marx recibieron aprobación simplemente porque adoptaron la interpretación popular de los acontecimientos y la vistieron con un velo pseudofilosófico que resultaba gratificante tanto para el espiritualismo hegeliano como para el crudo materialismo. En el esquema de Marx, las “fuerzas productivas materiales” son una entidad sobrehumana independiente de la voluntad y las acciones de los hombres. Siguen su propio camino que está prescrito por las leyes inescrutables e inevitables de un poder superior. Pueden cambiar misteriosamente y obligar a la humanidad a justar su organización social a estos cambios, pues las fuerzas productivas materiales rechazan una cosa: estar encadenadas por la organización social de la humanidad. El contenido esencial de la historia es la lucha de las fuerzas productivas materiales por liberarse de las limitaciones sociales a las que están encadenadas.

Hubo un tiempo, enseña Marx, en que las fuerzas productivas materiales se encarnaron en la forma de una máquina manual y luego dispuso los asuntos humanos de acuerdo con el patrón del feudalismo. Cuando, más adelante, las insondables leyes que determinan la evolución de las fuerzas productivas materiales sustituyeron con la máquina de vapor a la máquina manual, el feudalismo dio paso al capitalismo. Desde entonces, las fuerzas productivas materiales se han desarrollado aún más y su forma actual requiere imperativamente la sustitución del capitalismo por el socialismo. Quienes intenten impedir la revolución socialista intentan una tarea sin esperanzas. Es imposible detener la marea del progreso histórico.

Las ideas de los llamados partidos de izquierdas difieren entre sí de muchas maneras. Pero están de acuerdo en un punto. Todas ven un progreso de mejora material como un proceso que actúa por sí mismo. El sindicalista estadounidense da por sentado su nivel de vida. El destino ha determinado que debería disfrutar de comodidades que se negaban incluso a la gente más próspera de generaciones anteriores y sigue negándose a los no-estadounidenses. No se le ocurre que el “duro individualismo” de las grandes empresas pueda haber desempeñado algún papel en la aparición de lo que llama “el estilo de vida americano”. A sus ojos, la “dirección” representa las demandas injustas de los “explotadores” que tratan de privarle de sus derechos por nacimiento. Piensa que hay en el curso de la evolución histórica una tendencia irresistible hacia un continuo aumento en la “productividad” de su trabajo. Es evidente que los frutos de esta mejora le pertenecen por derecho exclusivamente a él. Es mérito suyo que (en la era del capitalismo) el cociente del valor de los productos generado por las industrias de procesado dividido por el número de brazos empleados tienda hacia un aumento.

La verdad es que el aumento en lo que se llama la productividad del trabajo se debe al empleo de mejores herramientas y máquinas. Cien trabajadores en una fábrica moderna producen por unidad de tiempo un múltiplo de lo que solían producir cien trabajadores en los talleres de los artesanos precapitalistas. La mejora no está condicionada por mejores habilidades, competencias o niveles de aplicación por parte del trabajador individual. (Es un hecho que las competencias necesarias para los artesanos medievales estaban muy por encima de muchas de las categorías de la mano de obra de las fábricas actuales). Se debe al empleo de herramientas y maquinaria más eficiente que, a su vez, es el efecto de la acumulación e inversión de más capital.

Los términos capitalismo, capital y capitalistas fueron empleados por Marx y hoy los emplea la mayoría de la gente (incluso las agencias oficiales de propaganda del gobierno de EEUU) con una connotación oprobiosa. Aún así estas palabras apuntan convenientemente al factor principal cuya operación produjo todos los maravillosos logros de los últimos 200 años: la mejora sin precedentes del nivel de vida medio para una población en constante aumento. Lo que distingue a las condiciones industriales modernas en los países capitalistas de aquéllas de las épocas precapitalistas así como de las que predominan hoy en los llamados países subdesarrollados es la cantidad de oferta de capital. Ninguna mejora tecnológica puede ponerse en marcha si el capital necesario no se ha acumulado previamente mediante ahorro.

El ahorro (la acumulación de capital) es lo que ha transformado paso a paso la difícil búsqueda de comida por parte de los hombres de las cavernas en las formas modernas de la industria. Los líderes de esta evolución han sido las ideas que crearon el marco institucional dentro del cual la acumulación de capital se consideraba seguro por el principio de propiedad privada de los medios de producción. Cada paso adelante hacia la prosperidad es el efecto del ahorro. Los inventos tecnológicos más ingeniosos serían en la práctica inútiles si los bienes de capital necesarios para su utilización no se hubieran acumulado mediante el ahorro.

Los empresarios utilizan los bienes de capital que han hecho disponibles los ahorradores para la mayor satisfacción económica de los deseos más urgentes de los consumidores de entre los aún no satisfechos. Junto con los tecnólogos, dedicados a perfeccionar los métodos de procesado, desempeñan, tras los propios ahorradores, una parte activa en el curso de los acontecimientos de lo que califica como progreso económico. El resto de la humanidad se beneficia de las actividades de estas tres clases de pioneros. Pero sean cuales sean sus propias acciones, sólo son beneficiarios de cambios a cuya aparición no han contribuido en nada.

Lo característico de la economía de mercado es el hecho de que distribuye la mayor parte de las mejoras producidas por el trabajo de las tres clases progresistas (los ahorradores, los inversores en bienes de capital y los elaboradores de nuevos métodos de empleo de los bienes de capital) a la mayoría no progresista del pueblo. La acumulación de capital por encima del aumento de la población lleva, por un lado, a incrementar la productividad marginal del trabajo y, por otro, a abaratar los productos. El proceso de mercado ofrece al hombre común la oportunidad de disfrutar de los frutos de los logros de otros. Obliga a las tres clases progresistas a servir a la mayoría no progresista de la mejor forma posible.

Todo el mundo es libre de engrosar las filas de las tres clases progresistas de una sociedad capitalista. Estas clases no están cerradas. Ser miembro de ellas no es un privilegio conferido a la persona por una autoridad superior o heredado de los antepasados. Esas clases no son clubes y los que están dentro no tienen poder para mantener fuera a cualquier advenedizo. Lo que se necesita para ser un capitalista, un emprendedor o un inventor de nuevos métodos es cerebro y voluntad. El heredero de un hombre rico disfruta de cierta ventaja ya que empieza en condiciones más favorables que otros. Pero su tarea en la rivalidad del mercado no es más fácil, sino a veces más pesada y menos gratificante que la de un recién llegado. Tiene que reorganizar su herencia para ajustarla a los cambios en las condiciones del mercado. Así, por ejemplo, los problemas que tenía que afrontar el heredero de un “imperio” ferroviario eran, en las últimas décadas, indudablemente más peliagudos que las que encontraría un hombre que empezara de la nada en el transporte aéreo o por carretera.

La filosofía popular del hombre común confunde todos estos hechos de la manera más lamentable. Tal y como lo ve el ciudadano corriente, todas esas nuevas industrias que le están proporcionando comodidades desconocidas para sus padres proceden de un ente mítico llamado progreso. La acumulación de capital, el emprendimiento y el ingenio tecnológico no contribuyen en nada a la generación espontánea de prosperidad. Si hay que atribuir a alguien lo que el ciudadano corriente considera como el aumento en la productividad del trabajo, entonces es al hombre en la cadena de montaje. Por desgracia, en este mundo pecador hay explotación del hombre por el hombre. Los negocios se llevan la parte del león y dejan, como apunta el Manifiesto comunista, al creador de todo lo bueno (al trabajador manual) nada más que “lo que requiere para su mantenimiento y la propagación de su raza”. Por consiguiente “el trabajador moderno, en lugar de aumentar con el progreso de la industria, se hunda cada vez más. (…) Se convierte en pobre y la pobreza se desarrolla más rápidamente que la población y la riqueza”. Los autores de esta descripción de la industria capitalista son alabados en las universidades como los grandes filósofos y benefactores de la humanidad y sus enseñanzas se aceptan con temor reverencial por los millones cuyas casas, entre otros dispositivos, están equipadas con radios y televisores.

La peor explotación, dicen los profesores, líderes “laborales” y políticos la realizan las grandes empresas. No se dan cuenta de que lo característico de las grandes empresas es la producción masiva para la satisfacción de las necesidades de las masas. Bajo el capitalismo, los propios trabajadores, directa o indirectamente, son los principales consumidores de todas esas cosas que están produciendo las fábricas.

En los primeros tiempos del capitalismo había aún un plazo considerable desde la aparición de una innovación hasta que se hacía accesible a las masas. Hace unos 60 años Gabriel Tarde tenía razón en apuntar que una innovación industrial es la moda de una minoría antes de convertirse en la necesidad de todos: lo que se consideró primero como una extravagancia resultó después un requisito normal de todos sin excepción. Esta frase sigue siendo correcta en relación con la popularización del automóvil. Pero la producción a gran escala por parte de las grandes empresas ha acortado y casi eliminado este plazo. Las innovaciones modernas sólo pueden producir rentabilidad de acuerdo con los métodos de producción masiva y por tanto hacerse accesibles a muchos en el mismo momento de su aparición en la práctica. Por ejemplo, no hubo ningún plazo importante en Estados Unidos en el que el disfrute de innovaciones como la televisión, las medias de nylon o la comida infantil envasada se reservara a una minoría de gente rica. Las grandes empresas tienden, de hecho, a una estandarización de las formas de consumo y disfrute de la gente.

Nadie es un necesitado en la economía de mercado a causa del hecho de que otros sean ricos. Las riquezas de los ricos no son la causa de la pobreza de nadie. El proceso que hace a una persona rica es, por el contrario, el corolario del proceso que mejora la satisfacción de los deseos de mucha gente. Los emprendedores, los capitalistas y los tecnólogos prosperan en la medida en que tienen éxito en proveer mejor a los consumidores.

Este artículo está extraído del capítulo 2 de The Anti-Capitalistic Mentality (1956).

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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