La obra de arte y la teoría subjetiva del valor

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Mi hermana estaba contándonos a unos amigos y a mí que un dibujo a lápiz de un signo de dólar de Andy Warhol se vendía por 18.000$. Entonces un amigo dijo: “No es que haya un valor inherente en la propia obra como dibujo de lápiz: Warhol necesitó un lápiz y un trozo de papel para hacerla”. De hecho, el valor que la gente atribuye a obras de arte es un gran ejemplo de la teoría subjetiva del valor en la práctica.

Según la teoría subjetiva del valor, el valor que damos a los bienes y servicios está determinado por el individuo que está evaluándolos y no hay valor intrínseco como tal en las propias cosas. Respecto de las obras de arte, a menudo oímos a gente decir que están “infravaloradas”, “infraapreciadas”, “promocionadas” o “sobrevaloradas”. Son evaluaciones subjetivas y nadie puede medir en cuánto está “infravalorada” o “promocionada” una obra.

Lo conocido que sea el artista desempeña una parte importante de la valoración subjetiva. Obras antiguas de hace siglos parecen tener un valor intrínseco por ser lo que son. Por ejemplo, las obras del siglo XVI de El Greco se valoran a menudo por su estilo único de figuras alargadas. Sin embargo, cayeron en el olvido durante muchos años después de su muerte hasta que críticos y coleccionistas de arte las trajeron a la luz de nuevo en el siglo XIX. Igualmente, artistas como Vincent van Gogh sufrieron pobreza y sus obras sólo fueron valoradas póstumamente. Es un error pensar que hay un valor intrínseco en un van Gogh, sólo porque sea un van Gogh.

La rareza de las obras es otro factor importante. En 2004, Joven sentada ante un virginal, de Vermeer, se vendió en una subasta por alrededor de 28,5 millones de dólares a pesar de un debate acerca de la autenticidad de la pintura que duraba décadas. Fue el primer Vermeer subastado en más de ochenta años y se dice que sólo existen 35 obras de este pintor. Estos hechos deben haber contribuido a la evaluación de la pintura por parte del coleccionista y éste debe haber previsto que preferiría poseer esta pintura en concreto a no poseerla, ya que demostró su preferencia al ser el mayor postor.

La valoración de un individuo puede asimismo depender mucho de quién creó la obra. Los coleccionistas serios no pujan por un cuadro de Monet de un bonito jardín porque quieran un cuadro de un jardín. Si ése fuera el caso, bastaría con un póster. En Leaf vs. International Galleries (1950), el demandante reclamaba la rescisión de un contrato. Éste compró un cuadro llamado Catedral de Salisbury por 85₤ y el acusado, que vendió el cuadro, creía honradamente que era un Constable genuino.

Cinco años después de la compra, el demandante se dio cuenta de que no era un Constable sino una reproducción. Por tanto quiso devolver el cuadro y recuperar su dinero (el valor que el demandante daba al cuadro cayó una vez supo quién pintó la obra, porque se había desvanecido la satisfacción que derivaba de que fuera un verdadero Constable). Este caso demuestra que la preferencia de una persona puede cambiar con el tiempo respecto del mismo bien.

El caso demuestra además que es erróneo pensar en el valor en términos del trabajo que se ha realizado en un bien. Los falsificadores estudian extensamente las obras de arte originales. Un falsificador hábil prestaría atención a todos los aspectos del cuadro que va a copiar. Esto requiere un montón de tiempo, trabajo y talento, así como materiales. Aún así, una vez que una obra de arte resulta ser una copia, cambia la valoración del individuo. Además, una obra sencilla de un artista famoso que se parezca a un autógrafo, que se realiza en segundos, puede ser más valiosa para algunos coleccionistas que una pintura al óleo de un artista desconocido.

El medio utilizado podría afectar también a la valoración de una persona. Las técnicas de grabado pueden producir obras vibrantes y llamativas. Supongamos que un artista hace cien ediciones de una imagen idéntica. Compro una y la cuelgo en el salón, lo que me da una gran satisfacción. Luego adquiero dos más para colgarlas en la cocina y en el baño. Estas dos adiciones no me dan el mismo tipo de satisfacción que la primera, porque para entonces, ya estoy familiarizada con la imagen y las dos que adquiero después son extras.

Como nos dice el principio de la utilidad marginal decreciente, el primer grabado ha satisfecho mi necesidad más urgente (tenerla en mi casa) y los dos siguientes son adicionales, podrían incluso hacer que me canse de ellos.

Un artista no produce a menudo cien copias exactas de una imagen utilizando pintura al óleo: incluso si lo hiciera, cada una sería ligeramente diferente si se elabora manualmente. Por tanto, un coleccionista puede atribuir un mayor valor a una pintura al óleo que a un grabado debido a la abundancia relativa de grabados.

Es importante advertir que el precio pagado por una obra de arte no es en modo alguno una medición del valor atribuido a ésta por el comprador. No tendría sentido decir que el Retrato de Adele Bloch-Bauer es once veces más valioso que el Día de verano basándonos en los precios pagados por estas obras. No sólo porque fueron compradas por gente distinta cuyos intereses son diversos, sino que incluso si una persona comprara ambas pinturas, uno no podría decir que la primera le dé once veces más satisfacción que la segunda.

Si satisfacen a sus propietarios respectivos, eso basta y no puede hacerse ninguna comparación de exactamente cómo aprecia cada persona la obra. La belleza está en los ojos del que mira y sólo una persona puede hacer una valoración subjetiva de una obra de arte basándose en la satisfacción que ella obtiene. ¿Qué Mona Lisa prefiere usted: la de Botero, la de Leonardo o la de Duchamp?

Publicado el 19 de septiembre de 2006.

Traducido del inglés Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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