Los dos acontecimientos de primera plana de esta última semana no parecen tener nada en común: 1) la fusión de America Online y Time Warner, 2) una enorme manifestación en Carolina del Sur en defensa de la bandera confederada y los derechos del Sur. De hecho, hay en común algo crucial: ambos son señales gloriosas de que el estado-nación tal y como los conocemos está llegando a su fin.
La fusión empresarial muestra que el estado central ya no puede competir con el sector privado en términos de tecnología, influencia social o poder cultural y económico en general. La manifestación del Sur muestra que las viejas lealtades a la tierra, la historia y la tribu son mucho más poderosas y duraderas que la artificial fidelidad a gobierno central que los federales intentaron imponer en el siglo XX. Ambos acontecimiento han hecho sudar sangre a la élite reinante en el poder, temiendo ya haberse convertido en irrelevante para los acontecimientos del momento.
Para que el estado siga siendo el jugador dominante en la sociedad, deben mantenerse ciertas condiciones. No debe tener competidores viables a su reclamación de soberanía total. Debe tener una reclamación justificada de ser el principal innovador tecnológico. Debe ser la principal fuente de información y comunicación o al menos mantener un fuerte control sobre los medios por los que la población adquiere información. Debe inspirar la lealtad primaria de la población. Sus burocracias y agencias deben proporcionar los principales medios de mejora social y económica.
Armado con estos monopolios de poder e influencia, el estado-nación (el gobierno de EEUU en particular) en el último siglo y medio ha desplazado internamente a las sociedades privadas, comiéndose su sustancia con impuestos y tratando de controlar todos los aspectos de la vida privada, cometiendo al tiempo completas matanzas internacional e incluso nacionalmente. Como fuente de caos social, empobrecimiento económico y baños globales de sangre, nadie puede rivalizar con lo que la administración Clinton llama la “nación indispensable”.
Pero ninguna de estas condiciones esenciales para el estado sigue sosteniéndose y no lo ha hecho durante algún tiempo. El espectacular acuerdo AOL-Time Warner crea una fuerza tecnológica de comunicaciones con la que el estado no puede competir a ningún nivel. Y la manifestación masiva en Carolina del Sur, que tuvo lugar contra los deseos de todos los miembros de la élite en el poder, sirve de nuevo de ejemplo de que la lealtad histórica a la cultura y la autonomía política regional se está reafirmando.
Los extranjeros se han dado cuenta, pero nadie quiere hablar de eso aquí en casa: Estados Unidos tiene su propio movimiento secesionista que es vibrante y tenaz.
Añadido al problema (un problema desde el punto de vista del estado, claro) los servicios que proporciona en exclusiva (elecciones, prestaciones sociales, recaudación de impuestos, defensa nacional de base nuclear) ya no están imbuidos de la santidad que una vez tuvieron. Todos se ven como inviables, sin interés, parasitarias, corruptoras o sencillamente innecesarias.
De hecho, hay muchas señales que sugieren fuertemente un estado central en declive. Reporteros de periódicos nacionales están descubriendo que casi nadie está interesado en las elecciones presidenciales. La mayoría de los votantes piensan que no importa mucho quién sea elegido porque todo el sistema es una estafa (una sensación que es mortal para el drama de las elecciones nacionales). Los encuestadores están teniendo problemas para encontrar gente que participe. No puede convencerse a los jóvenes salidos de la universidad para que se incorporen al trabajo público, ¡ni siquiera los graduados de la Escuela Kennedy!
¿Qué ocurre si continúa esta tendencia y el estado-nación centralizado sigue declinando en importancia social, cultural y económica? ¿Qué lo reemplazará? La respuesta: las instituciones que el artificio llamaba el estado-nación, aparecido a finales de la Europa medieval y llegando a su apogeo en el siglo XX, había desplazado originalmente. Surgirán de nuevo las lealtades cívicas localizadas y las instituciones y doctrinas universales que derivan de los ideales occidentales tradicionales. En resumen, si continúa la tendencia, podemos esperar un mundo que encarne el credo del último y gran Murray Rothbard: “derechos universales, aplicados localmente”.
La tesis anterior no es mía, sino que está expresada con gran detalle histórico en un nuevo libro espectacular: The Rise and Decline of the State, de Martin van Creveld (Cambridge University Press, 1999). Profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, la especialidad de Creveld es la historia de la revolución y la guerra, pero este libro es su obra magna.
Creveld traza el auge del estado-nación del siglo XIV a 1948 y su declinar desde ese año al presente, explicando cada asunto que toca. Este libro es tan importante para entender hoy el mundo que el Instituto Ludwig von Mises va a tener un simposio internacional sobre él en octubre de 2000.
Pero en lugar de intentar explicar su tesis entera y sus evidencias, consideremos los desorientados que están los progresistas de izquierda cuando afrontan los dos acontecimientos anteriores. Cuando ven una fisión de grandes empresas, recurren a viejos clichés como los barones ladrones. Ignoran completamente cómo el nuevo entorno tecnológico global hace al mercado que ningún conglomerado corporativo, no importa cuánto poder parezca tener, puede esperar sobrevivir sin una extrema lealtad al público consumidor.
Y cuando los progresistas ven una manifestación en defensa de la bandera confederada, solo piensan en una cosa: racismo. Están ciegos al hecho de que el Sur puede haber cambiado radicalmente desde el siglo XIX en términos de su base económica y composición cultural, pero la lealtad política a la idea de ser sureño es más profunda y gruesa que cualquier alternativa soñada en las burocracias del DC o en sus partidarios en las universidades y periódicos del Norte. Lo que significa la manifestación no es racismo, sino una rebelión justificada contra el estado Leviatán.
Y consideremos también que incluso quienes desempeñan papeles importantes en este drama histórico son inconscientes de cómo se ajustan los cambios sociales y económicos desde el final de la guerra fría. A los propagandistas del tecno-futurismo no les importan los derechos sureños, mientras que los activistas que recelan del intento de eliminar la bandera confederada del capitolio pueden no tener interés en los tejemanejes de las empresas multinacionales. Pero juntos están llevando una revolución ante nuestros propios ojos.
Ningún político puede pararla; de hecho, su misma irrelevancia es un testamento para las fuerzas históricas de las nuevas realidades. Lo que necesitan por el contrario estas nuevas realidades son intelectuales que puedan entenderlas, explicarlas y simpatizar con las magníficas implicaciones que tienen para la libertad y la paz. Leed a Creveld y entended más acerca de nuestro presente y futuro que todos los políticos, burócratas, comentaristas políticos y periodistas juntos.
Publicado el 13 de enero de 2000. Traducido del inglés Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.