La élite bajo el capitalismo

0

Una larga lista de autores eminentes, empezando por Adam Ferguson, trató de encontrar la característica que distingue la moderna sociedad capitalista, la economía de Mercado, de los antiguos sistemas de disposición de la cooperación social. Distinguen entre naciones belicistas y naciones comerciales, entre sociedades de estructura militarista y de libertad individual, entre la sociedad basada en el estatus y la basada en el contrato. La apreciación de cada uno de los dos “tipos ideales” era, por supuesto, distinta en los distintos autores. Pero todas estaban de acuerdo en establecer el contraste entre los do tipos de cooperación social, así como en el reconocimiento de que no es pensable ni viable ningún tercer principio de disposición de los asuntos sociales.#

Uno puede estar en desacuerdo con algunas de las características que atribuyeron a cada uno de los dos tipos, pero debe admitir que la clasificación como tal nos hace abarcar los factores sociales de la historia, así como de los conflictos sociales contemporáneos.

Hay varias razones que impiden una comprensión completa del significado de la distinción entre estos dos tipos de sociedades. Está en primer lugar la repugnancia popular a asignar a la desigualdad innata de los distintos individuos su debida importancia. Está además el no apreciar la diferencia fundamental que existe entre el significado y los efectos de la propiedad privada de los medios de producción en las sociedades precapitalista y capitalista. Finalmente, hay una seria confusión producida por el empleo ambiguo del término “poder económico”.

Desigualdad innata

La doctrina que atribuye todas las diferencias entre individuos a influencias postnatales es insostenible. El hecho de que los seres humanos nacen desiguales en capacidades físicas y mentales no lo niega ninguna persona razonable, indudablemente tampoco los pediatras. Algunos individuos sobrepasan a sus iguales en salud y vigor, en poder mental y aptitudes para distintas cosas, en energía y resolución. Algunas personas están más preparadas para los asuntos mundanos, otras menos.

Desde este punto de vista, podemos (sin realizar ningún juicio de valor) distinguir entre hombres superiores e inferiores. Karl Marx se refería a “la desigualdad de atributos individuales y por tanto de capacidad productiva (Leistungsfähigkeit) como privilegios naturales” y era plenamente consciente de que lso hombres “no serían individuos diferentes si no fueran desiguales”.#

En las eras precapitalista, los mejor dotados, la gente “superior”, aprovechaba su superioridad apropiándose del poder y cautivando a las mases de hombres más débiles, es decir, “inferiores”. Los guerreros victoriosos se apropiaban para sí todo el territorio disponible para la caza y la pesca, la ganadería y la agricultura. No quedaba nada para el resto de la gente, salvo servir a los príncipes y su séquito. Eran siervos y esclavos, subordinados sin tierra ni dinero.

Ése era en buena medida el estado de cosas en la mayoría del mundo en la época en la que los “héroes”# eran supremos y el “comercialismo” estaba ausente. Pero luego, en un proceso que, aunque se veía frustrado una y otra vez por un renacimiento del espíritu de violencia, duraría siglos y sigue vigente, el espíritu empresarial (es decir, la cooperación pacífica bajo el principio de la división del trabajo) socavó la mentalidad de los “buenos viejos tiempos”. El capitalismo (la economía de mercado) transformó radicalmente la organización económica y política de la humanidad.

En la sociedad precapitalista, los hombres superiores no conocían ningún otro método de utilizar su propia superioridad que someter a las masas de gente inferior. Pero bajo el capitalismo, los más capaces y dotados solo pueden beneficiarse de su superioridad sirviendo de la mejor manera los deseos y querencias de la mayoría de hombres menos dotados.

En la economía de mercado, los consumidores son supremos. Los consumidores determinan, comprando o absteniéndose de comprar, lo que debería producirse, por quién y cómo, de qué calidad y en qué cantidad. Los empresarios, capitalistas y terratenientes que no satisfagan de la forma mejor y más barata los deseos más urgentes aún no satisfechos de los consumidores se ven obligados a salir del mercado y perder su puesto preferente.

En oficinas y laboratorios, las mentes más sagaces se ocupan haciendo fructificar los logros más complejos de la investigación científica para la producción de mejores instrumentos y dispositivos para gente que no conoce las teorías científicas que hicieron posible la fabricación de esas cosas. Cuanto mayor sea la empresa, más se ve obligada a ajustar sus actividades de producción a los caprichos y modas cambiantes de las masas. Son las compras de las masas las que hacen que las iniciativas se conviertan en negocios. El hombre común es supremo en la economía de mercado. Es el cliente “que siempre tiene la razón”.

En el ámbito político, el gobierno representativo es el corolario de la supremacía de los consumidores en el mercado. Los cargos dependen de los votantes de una forma similar a la que los empresarios e inversores dependen de los consumidores. El mismo proceso histórico que sustituyó los métodos precapitalistas por el modo de producción capitalista, sustituyó el absolutismo real y otras formas de gobierno de unos pocos por el gobierno popular (democracia).

Y allí donde la economía de mercado se ve sustituida por el socialismo, retorna la autocracia. No importa que el despotismo socialista o comunista se camufle mediante el uso de alias como “dictadura del proletariado” o “democracia popular” o “principio del Führer (el líder)”. Siempre equivale al sometimiento de muchos a pocos.

Es difícil reflejar de una forma menos apropiada el estado de cosas que prevalece en la sociedad capitalista que calificar a capitalistas y empresarios como una clase “gobernante” que busca “explotar” a las masas de hombres decentes. No tenemos que hacer la pregunta de cómo los hombres que bajo el capitalismo son hombres de negocios habrían tratado de aprovechar sus talentos superiores en cualquier otra organización concebible de las actividades de producción. Bajo el capitalismo, compiten entre sí en servir a las masas de hombres menos dotados. Todo su pensamiento se dirige a perfeccionar los métodos de atender a los consumidores. Todos los años, todos los meses, todas las semanas, alguien del que no se había oído hablar hasta entonces aparece en el mercado y pronto se hace accesible para muchos. Precisamente porque producen para obtener beneficios, los empresarios producen para uso de los consumidores.

Confusión acerca de la propiedad

La segunda deficiencia del tratamiento habitual de los problemas de la organización económica de la sociedad es la confusión que produce el empleo indiscriminado de conceptos jurídicos, sobre todo el concepto de propiedad privada.

En las épocas precapitalistas prevalecía en buena medida la autosuficiencia económica, primero de cada familia, después (con el progreso gradual hacia el comercialismo) de pequeñas unidades regionales. La mayor parte de los productos no llegaban al mercado. Se consumían sin venderse y comprarse. Bajo esas condiciones, no había ninguna diferencia esencial entre propiedad privada de los bienes de producción y consumo. En todos los casos la propiedad servía exclusivamente al propietario. Poseer algo, ya fuera un bien de producción o de consumo, significaba tenerlo solo para sí mismo y utilizarlo para la propia satisfacción.

Pero es diferente en el marco de la economía de mercado. El propietario de bienes de producción, el capitalista, puede obtener ventajas por sus propiedades solo empleándolas para la mejor satisfacción posible de los deseos de los consumidores. En la economía de mercado, la propiedad de los medios de producción se adquiere y mantiene sirviendo al público y se pierde si éste se ve insatisfecho con la forma en que se proporciona el servicio. La propiedad privada de los factores materiales de producción es una obligación pública, por decirlo así, que se pierde tan pronto como los consumidores piensen que otra gente emplearía los bienes de capital más eficientemente en su beneficio (es decir, el de los consumidores).

Por medio del sistema de pérdidas y ganancias, los capitalistas se ven obligados a ocuparse de “su” propiedad como si fuera de otra gente que se la confiara para utilizarla para la mejor provisión posible de los beneficiarios virtuales, los consumidores. Este significado real de la propiedad privada de los factores materiales de producción bajo el capitalismo podría ignorarse y malinterpretarse porque todos (economistas, juristas y ciudadanos) ha ido por mal camino por el hecho de que el concepto legal de propiedad tal y como se ha desarrollado en las prácticas y doctrinas legales de las eras precapitalistas se ha mantenido inalterado o solo ligeramente alterado, mientras que su significado efectivo se ha transformado radicalmente.#

En una sociedad feudal, la situación económica de cada individuo estaba determinada por la porción que le asignaban los poderes de entonces. El hombre pobre, lo era porque se le había dado poco terreno o ninguno en absoluto. Podría con razón pensar (decirlo abiertamente habría sido demasiado peligroso): “Soy pobre porque otra gente tiene más que su parte justa”.

Pero en el marco de una sociedad capitalista, la acumulación de capital adicional por parte de aquéllos que tuvieron éxito utilizando sus fondos para la mejor provisión posible de los consumidores no solo enriquece a los propietarios, sino a todo el pueblo, aumentando por un lado la productividad marginal del trabajo y por tanto los salarios y aumentando por el otro la cantidad de bienes producidos y aportados al mercado. Los pueblos de los países económicamente subdesarrollados son más pobres que los estadounidenses porque a sus países les falta un número suficiente de capitalistas y empresarios de éxito.

Solo puede prevalecer una tendencia hacia una mejora en el nivel de vida cuando y donde la acumulación de capital supere el aumento en las cifras de población.

La formación de capital es un proceso que se lleva a cabo con la cooperación de los consumidores: solo aquellos pueden obtener beneficios los empresarios que mejor satisfagan al público. Y la utilización de capital acumulado se dirige por la previsión de los deseos más urgentes y aún no satisfechos de los consumidores. Así que el capital se crea y emplea de acuerdo con los deseos de los consumidores.

Dos tipos de poder

Cuando al ocuparnos de los fenómenos del mercado, les aplicamos el término “poder”, debemos ser completamente conscientes del hecho de que lo estamos empleando con una connotación que es completamente distinta de la tradicionalmente asociada a él al ocuparse de asuntos del gobierno y el estado.

El poder gubernamental es la facultad de someter por la fuerza a todos los que se atreven a desobedecer las órdenes emitidas por las autoridades. Nadie calificaría al gobierno como una entidad que no posee esta facultad. Toda acción gubernamental está respaldada por policías, guardas de prisiones y verdugos. Por muy beneficiosa que pueda parecer una acción gubernamental, ésta es posible en último término solo por el poder del gobierno de obligar a sus súbditos a hacer lo que muchos de ellos no harían si no se vieran amenazados por la policía y los tribunales penales.

Un hospital público sirve a finas caritativos. Pero los impuestos recaudados que permiten a las autoridades gastar dinero en el mantenimiento de los hospitales no se pagan voluntariamente. Los ciudadanos pagan impuestos porque no pagarlos les llevaría a prisión y la resistencia física a los recaudadores les llevaría al patíbulo.

Es verdad que la mayoría de la gente está de acuerdo de una u otra forma con este estado de cosas y, como dijo David Hume “renuncia a sus propios sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes”. Actúan así porque piensan que a largo plazo sirve mejor a su propio interés ser leales a su gobierno que derrocarlo. Pero esto no altera el hecho de que el poder gubernamental signifique la facultad exclusiva de frustrar cualquier desobediencia por el recurso a la violencia. Tal y como es la naturaleza humana, la institución del gobierno es un medio indispensable para hacer posible la vida civilizada. La alternativa es la anarquía y la ley del más fuerte. Pero persiste el hecho de que el gobierno es el poder de encarcelar y matar.

El concepto de poder económico aplicado por los socialistas significa algo completamente distinto. El hecho al que se refiere es a la capacidad de influir en el comportamiento de otra gente al ofrecerle algo cuya adquisición consideran más deseable que evitar el sacrificio que tienen que hacer. En términos sencillos, significa la invitación a hacer un trato, un acto de intercambio. Te doy a si me das b. No existe ninguna obligación o amenaza. El comprador no “gobierna” al vendedor y el vendedor no “gobierna” al comprador.

Por supuesto, en la economía de mercado, el estilo de vida de todos se ajusta a la división del trabajo y está fuera de lugar un retorno a la autosuficiencia. La mera supervivencia de cada uno se vería en peligro si se les obligara repentinamente a experimentar la autarquía de épocas pasadas. Pero en el transcurso regular de las transacciones de mercado no hay peligro de esa vuelta a las condiciones de la economía familiar primigenia. Una tenue imagen de los efectos de cualquier perturbación en el desarrollo normal de los intercambios del mercado se nos ofrece cuando la violencia de los sindicatos, tolerada benevolentemente o incluso animada abiertamente por el gobierno, detiene las actividades de sectores básicos de los negocios.

En la economía de mercado, todos los especialistas (y solo existen los especialistas) dependen de otros especialistas. Esta mutualidad es la característica de las relaciones interpersonales bajo el capitalismo. Los socialistas ignoran el hecho de la mutualidad y hablan de poder económico. Por ejemplo, según ellos, “la capacidad de determinar la producción” es uno de los poderes del empresario.# Uno difícilmente puede malinterpretar más radicalmente las características esenciales de la economía de mercado. No son las empresas, sino los consumidores los que acaban determinando lo que debería producirse.

Es una estupidez que las naciones vayan a la guerra porque haya una industria armamentística y que la gente se emborrache porque las destilerías tengan “poder económico”. Si uno llama poder económico a la capacidad de elegir (o, como los socialistas prefieren decir “determinar”) el producto, uno debe señalar el hecho de que este poder se atribuye totalmente a compradores y consumidores.

“La civilización moderna, casi toda la civilización”, decía el gran economista británico Edwin Cannan, “se basa en el principio de hacer agradables las cosas para quienes agradan al mercado y desagradables para quienes no lo hacen”.# El mercado significa los compradores; los consumidores significan toda la gente. Por el contrario, bajo la planificación o el socialismo los objetivos de producción están determinados por la autoridad planificadora suprema: los individuos obtienen lo que la autoridad cree que tienen que obtener. Toda esta palabrería acerca del poder económico de las empresas pretende eliminar esta diferencia fundamental entre libertad y esclavitud.

El “poder” del empresario

La gente se refiere al poder económico también al describir las condiciones internas que prevalecen dentro de las distintas empresas. El propietario de una empresa privada o el presidente de una gran empresa, se dice, disfruta de un poder absoluto dentro de su organización. Es libre de imponer sus caprichos y modas. Todos los empleados dependen de su arbitrariedad. Deben rebajarse y obedecer o si no afrontar el despido y el hambre.

También estas observaciones atribuyen al empresario poderes que tienen los consumidores. El requisito de superar a sus competidores sirviendo al público de la forma más barata y mejor posible implica que cada empresa ha de emplear el personal más apropiado para la realización de las distintas funciones a él confiadas. La empresa individual debe tratar de superar a sus competidores no solo mediante el empleo de los métodos de producción y la compra de los materiales más apropiados, sino asimismo contratando el tipo correcto de trabajadores.

Es verdad que el jefe de una empresa tiene la facultad de dar rienda suelta a sus simpatías y antipatías. Es libre de preferir a un hombre inferior a uno mejor, puede despedir a un ayudante valioso y contratar en su lugar a un sustituto incompetente e ineficiente. Pero todas las faltas que cometa en este aspecto afectan a la rentabilidad de su empresa. Tiene que pagar por todas ellas. Es la misma supremacía del mercado la que penaliza ese comportamiento caprichoso. El mercado obliga a los empresarios a ocuparse de cualquier empleado exclusivamente desde el punto de vista de los servicios que ofrece para la satisfacción de los consumidores.

Lo que impide a todas las tradiciones del mercado la tentación de dedicarse a la maldad y la malevolencia son precisamente los costes que implica ese comportamiento. El consumidor es libre de boicotear por algunas razones, llamadas popularmente no económicas o irracionales, al proveedor que satisfaga de forma mejor y más barata sus deseos. Pero entonces tiene que soportar las consecuencias: o estará menos perfectamente servido o tendrá que pagar un precio superior. El gobierno civil aplica sus órdenes recurriendo a la violencia o la amenaza de violencia. El mercado no necesita recurrir a la violencia, porque olvidar su racionalidad le penaliza.

Los críticos del capitalismo reconocen totalmente este hecho al apuntar que para la empresa privada no cuenta nada salvo la búsqueda de beneficios. Los beneficios solo pueden obtenerse satisfaciendo a los clientes mejor o más barato, o mejor y más barato, que otros. El consumidor como tal tiene derecho a estar lleno de caprichos y modas. El empresario como productor tiene un solo objetivo: proveer al consumidor. Si uno deplora la preocupación sin sentimientos del empresario por la búsqueda del beneficio, tiene que darse cuenta de dos cosas.

Primero, que esta actitud la prescriben al empresario los consumidores que no están dispuestos a aceptar ninguna excusa por un mal servicio. Segundo, que es precisamente este olvido del “ángulo humano” lo que impide que la arbitrariedad y parcialidad afecten a esta relación empresario-empleado.

Indicar estos hechos no equivale tampoco a un elogio o condena de la economía de mercado o su corolario político, el gobierno del pueblo (gobierno representativo, democracia). La ciencia es neutral respecto de cualquier juicio de valor. Ni aprueba ni condena: solo describe y analiza qué es.

Una tarea de la élite

Destacar el hecho de que bajo un capitalismo no intervenido los consumidores son supremos en determinar los objetivos de la producción no implica ninguna opinión acerca de las capacidades morales e intelectuales de estos individuos. Los individuos como consumidores, igual que como votantes, son hombres mortales capaces de equivocarse y puede que muy a menudo elijan lo que les dañará a largo plazo. Los filósofos pueden tener razón en criticar severamente la conducta de sus conciudadanos.

Pero en una sociedad libre no hay otro medio para evitar los males que produce un mal juicio de un conciudadano que inducirle a alterar voluntariamente su modo de vida. Donde haya libertad, ésta es la tarea que incumbe a la élite.

Los hombres son desiguales y la inferioridad inherente de la mayoría se manifiesta asimismo en la forma en que disfrutan de la riqueza que les produce el capitalismo. Sería bueno para la humanidad, dicen muchos autores, que el hombre común empleara menos tiempo y dinero en la satisfacción de apetitos vulgares en favor de gratificaciones más altas y nobles.

¿Pero no deberían los eminentes críticos echarse a sí mismos las culpas en lugar de a las masas? ¿Por qué ellos, cuyo destino y naturaleza se ha visto bendecido con eminencia moral e intelectual no han tenido más éxito en convencer a las masas de gente inferior en abandonar sus gustos y costumbres vulgares? Si algo va mal en el comportamiento de muchos, la culpa no reside tanto en la inferioridad de las masas como en la incapacidad o indisposición de la élite a inducir a todos los demás a aceptar sus propios estándares más altos de valor. La seria crisis de nuestra civilización no la causan los defectos de las masas. No es menos importante el efecto de un fracaso de la élite.


Este artículo apareció originalmente en Freeman, Enero de 1962. Se reimprimió más tarde como capítulo 1 de Economic Freedom and Interventionism (1980).

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email