La ilustración racional y humanitaria del siglo XVIII hizo mucho por el bienestar de la humanidad, pero poco por promover las garantías de la libertad. El poder se empleó mejor que antes, pero no abdicó.
En Inglaterra, el país más avanzado, los ímpetus que la Revolución Inglesa dio al progreso se habían agotado y la gente empezaba a decir, ahora que se había superado el peligro jacobita, que no quedaba entre los partidos ningún asunto que hiciera que les mereciera la pena a los hombres cortar el gaznate de los demás. El desarrollo de la filosofía whig se controlaba por la tendencia práctica al compromiso. El compromiso distinguía al whig del parlamentario, el hombre que tenía éxito del que fracasaba, el hombre que enseñaba política al mundo civilizado del hombre que se dejaba su cabeza en Temple Bar.
La Guerra de Siete Años renovó la marcha interrumpida al implicar a América en las preocupaciones de Europa e hizo que las colonias reaccionaran en la metrópoli. Fue una consecuencia que siguió a la conquista de Canadá y el acceso al trono de Jorge III. Los dos acontecimientos, que ocurrieron en rápida sucesión, plantearon la cuestión americana.
Un viajero que visitó América unos años antes informaba de que allí había mucho descontento y que se espera la separación no mucho después. Ese descontento estaba desactivado mientras un gran poder militar sostuviera Canadá.
Dos consideraciones reconciliaban a los colonos con las desventajas que tenía la conexión con Inglaterra. La flota inglesa protegía el mar contra los piratas; el ejército inglés protegía la tierra contra los franceses. Lo primero era deseable; lo segundo era esencial para su existencia. Cuando despareció el peligro en el lado francés podría hacerse muy incierto si patrullar el Atlántico merecía el precio que América tenía que pagar por ello. Por tanto Montclam predijo que los ingleses, si conquistaban las colonias francesas, perderían las suyas.
Muchos franceses veían esto con satisfacción y la probabilidad era tan manifiesta que también lo veían los ingleses. Les interesaba fortalecer su posición con nuevas garantías en lugar de esa garantía suprema que habían perdido con su victoria en Quebec. Esa victoria, con la enorme adquisición de territorio que la siguió, no supondría ningún aumento de poder imperial si aflojaba el control de las colonias atlánticas. Por tanto, las política del momento fue aplicar las reclamaciones existentes y obtener un reconocimiento inequívoco de la soberanía inglesa.
El método más rentable para hacerlo era en forma de mayores impuestos, pero los impuestos son algo menor en comparación con el establecimiento de una autoridad indiscutible y una sumisión incuestionable. Los impuestos podrían ser nominales, si el principio quedaba a salvo. No faltarían formas y medios en un imperio que se extendía de la Bahía de Hudson al Golfo de México. Por el momento, no se necesitaba dinero, sino lealtad. El problema era nuevo, pues la era de la expansión había llegado de repente, en oriente y occidente, por la acción de Pitt y Pitt ya no estaba en el cargo para encontrar la solución.
Entre los whigs, que eran un partido fracasado y desacreditado, había hombres que ya conocían la política por la que desde entonces se había levantado el imperio: Adam Smith, Dean Tucker, Edmund Burke. Pero la gran masa iba con los tiempos y sostenía que el objeto de la política es el poder y que cuanto más extendiera el dominio, más debía retenerse por la fuerza. La razón por la que el libre comercio es mejor que el dominio era un secreto oscuramente enterrado en el pecho de los economistas.
Mientras que la expulsión de los franceses de su imperio transatlántico dominaba la situación, la dificultad inmediata se produjo por el nuevo reinado. El derecho a inspeccionar hogares y barcos en busca de contrabando se realizaba con ciertas autorizaciones llamadas órdenes de asistencia, que no requerían ninguna indicación concreta, ni juramento o evidencia y permitían la visita sorpresa de día o de noche. Fueron creadas bajo Carlos II y tenían que renovarse dentro de seis meses después del fallecimiento del rey. La última renovación se había hecho al morir Jorge II y ahora se pretendía que debería ser eficaz y proteger los ingresos frente a contrabandistas.
Muchas cosas habían cambiado entre 1727 y 1761 y las colonias habían crecido para ser más ricas, confiadas y orgullosas. Afirmaban extenderse hasta el Mississippi y no tenían franceses o españoles en sus fronteras. Prácticamente no había vecinos salvo Inglaterra y tenían un patrimonio como ningún inglés hubiera soñado. La letra de la ley, la práctica de la última generación, no eran un argumento para los herederos de una riqueza y poder sin límites y no les convenció de que tendrían que perder por la ayuda que habían dado contra Francia.
Los juristas americanos argumentaban que esto era válido para el derecho inglés, pero no podía aplicarse con justicia a América, donde no existían las mismas salvaguardas constitucionales, donde los casos se juzgarían por jueces sin jurado, por jueces que podían destituirse a capricho, por jueces a los que se pagaba con tasas que aumentaban con el valor de la propiedad confiscada y estaban interesados en sentenciar contra el importador americano y a favor de las rentas públicas. Era un argumento técnico y pedestre que cualquier jurista podía entender sin sobrepasar los límites del pensamiento convencional.
Luego habló James Otis y elevó la cuestión a otro nivel, en uno de los discursos memorables de la historia política. Suponiendo, pero no admitiendo, que los funcionarios de aduanas de Boston estuvieran actuando legalmente y dentro del estatuto, entonces, dijo, el estatuto estaba equivocado. Su acción podía estar autorizada por el parlamento, pero si fuera así, el parlamento había excedido su autoridad, como Carlos con su “ship money” y Jacobo con el poder de dispensa. Hay principios que anulan precedentes. Las leyes de Inglaterra pueden ser algo muy bueno, pero existe una ley superior.
El tribunal decidió a favor de la validez de las órdenes y John Adams, que estuvo en el juicio, escribió mucho después que en ese momento nació la hija Independencia. La opinión inglesa triunfó en el momento y el gobernador escribió a su casa que los murmullos cesaron pronto. Los estados, y en definitiva Estados Unidos, rechazaban las concesiones generales y desde 1817 están de acuerdo con el derecho de Inglaterra. Por tanto, en ese punto, las colonias tenían razón.
Luego se planteó la cuestión más amplia de los impuestos. Se admitió la regulación de tráfico externo. Inglaterra patrullaría el mar y protegería a América del contrabando y la piratería. Podría reclamarse razonablemente alguna remuneración, pero tendría que obtenerse de una forma que no impidiera y prohibiera el aumento de riqueza. Sin embargo, las restricciones a la industria y el comercio se idearon para beneficiar a Inglaterra y dañar a sus colonias.
[Los americanos] reclamaban que debería llegarse a un acuerdo que beneficiara a ambos. No llegaron a afirmar que tendría que beneficiarles solo a ellos, sin pensar en nosotros, lo que es nuestra política en nuestras colonias en este momento. La demanda no fue excesiva en su origen. Es la base para la acusación de que la disputa, en ambos bandos, era un asunto de intereses sórdidos. Veremos que es más que solo decir que el motivo era el imperio por un lado y el autogobierno por el otro. Era una cuestión entre libertad y autoridad, gobierno por consentimiento y gobierno por fuerza, el control del súbdito por el estado y el control del estado por el súbdito.El asunto no se planteó nunca definitivamente. En Inglaterra se había resuelto desde hacía mucho. Se había resuelto que el legislativo podía, sin vulnerar ninguna ley ética o constitucional, sin perder su autoridad o exponerse a una justa revuelta, hacer leyes dañinas para el sujeto en beneficio de la religión o el comercio ingleses. Si se abandonaba ese principio en América, no podría mantenerse en Irlanda y la bandera verde podría ondear en el Castillo de Dublín.
No era un remanente de la edad media. Tanto al opresión de Irlanda como la opresión de América eran obra de la escuela moderna, de gente que ejecutó a un rey y expulsó a otro. Fue obra del parlamento, de los parlamentos de Cromwell y Guillermo II. Y el parlamento no consentiría renunciar a su propia política concreta, su derecho a fijar impuestos.
La corona, el clero, la aristocracia eran hostiles a los americanos, pero el enemigo real era la Cámara de los Comunes. Las antiguas garantías europeas para un buen gobierno resultaron ser una protección insuficiente contra la opresión parlamentaria. La propia nación, actuando a través de sus representantes, tenía que someterse a control. El problema político que planteaba el Nuevo Mundo era más complicado que los sencillos asuntos de los que ocupaban hasta entones al Viejo. Se había hecho necesario invertir la corriente de la evolución política, para limitar a confinar el estado, que era el orgullo que exaltaban los modernos.
Era una nueva fase en la historia política. La Revolución Americana innovó la Revolución Inglesa, igual que la Revolución Inglesa innovó la política de Bacon o Hobbes. No había tiranía a atacar. Los colonos eran de muchas maneras más completamente sus propios señores que los ingleses en su hogar. No se habían criado con una sensación de un error intolerable. De lo que se trataba era de algo muy sutil y refinado y requería una gran cantidad de mala gestión para hacer irreconciliable la riña.
Los sucesivos gobiernos ingleses cambiaron de postura. Probaron con una Ley del Sello, luego con un tasa al té y otros artículos, luego solo el té y por fin algo incluso menor que la tasa del té. En una cosa eran coherentes: nunca abandonaron el derecho a fijar impuestos. Cuando los colonos, instigados por Patrick Henry, se resistieron al uso de sellos y Pitt contestó que si se hubieran resistido, el parlamento daría paso a esa medida concreta, declarando que mantenía el disputado derecho. Townshend fijó una serie de impuestos a las importaciones, que produjeron unas trescientas libras y fue destituido por Lord North.
Luego se pensó en un ingenioso plan, que aplicaría el derecho a fijar impuestos, pero no se notaría en los bolsillos americanos y, en realidad, pondría dinero en ellos en forma de soborno. Se permitió a los indios orientales llevar té a los puertos americanos sin pagar tasas en Inglaterra. Se suspendieron las leyes de navegación para que la gente de Nueva Inglaterra pudiese beber té barato, sin hacer contrabando.
La tasa en Inglaterra era de un chelín por libra. La tasa en América era de tres peniques por libra. Se perdonaba el penique, de forma que las colonias solo tenían una tasa de tres peniques en lugar de pagar quince. El bebedor de té de Boston obtenía éste más barato que el bebedor de té de Bristol. El ingreso s sacrificaba, se incurría en pérdidas, para gratificar a los colonos descontentos. Si se quejaban por pagar más por un producto, ¿cómo podrían quejarse por pagar menos por el mismo producto?
Para dorar más la píldora, se propuso que los tres peniques se deberían recaudar en los puertos británicos, de forma que los americanos no percibirían nada más que la donación, nada más que el bienvenido hecho de que su té era más barato y debería prescindirse completamente del sabor amargo en él. Eso habría desbaratado todo el plan. El gobierno no habría oído hablar de ello. América iba a tener té barato, pero iba a admitir el impuesto. El sórdido propósito quedaba de nuestro lado y solo se mantenía el motivo constitucional, en la creencia de que el único elemento sórdido prevaleciera en las colonias.
Esos tres peniques destruyeron el imperio británico. Doce años de constante controversia, apareciendo siempre de forma diferente bajo distintos ministros, dejaban que la mente del gran estado padre estaba decidida y que todas las variaciones del asunto eran ilusorias. Los americanos se volvieron cada vez más obstinados al eliminar la sórdida cuestión del interés con la que habían empezado.
Al principio habían consentido las restricciones impuestas bajo las leyes de navegación. Ahora las rechazaban. Uno de los barcos de té en el puerto de Boston fue abordado por la noche y los cajones de té echados al Atlántico. Fue el suave inicio de la mayor revolución que nunca se haya dado entre hombres civilizados.
La disputa se había reducido a su expresión más simple y se había convertido en una mera cuestión de principios. El argumento de las concesiones, el argumento de la constitución, fue descartado. El caso se disputó sobre la base de la ley natural, hablando más propiamente, del derecho divino. Esa tarde del 16 de diciembre de 1773 se convirtió, por primera vez, en la fuerza reinante en la historia. Por las reglas del derecho, que se habían obedecido hasta entonces, Inglaterra tenía mejor derecho. Por el principio que se inició entonces, Inglaterra no tenía razón y el futuro pertenecía a las colonias.
El espíritu revolucionario se había transmitido de las sectas del siglo XVII a las concesiones coloniales. Ya en 1638 un predicador de Connecticut dijo: “La elección de magistrados públicos corresponde al pueblo, por concesión propia de Dios. El que tienen el poder de nombrar funcionarios y magistrados, tiene asimismo el poder de establecer los límites del poder e imponérselo a los que ocupen los puestos”.
En Rhode Island, donde el Capítulo real era tan liberal que duró hasta 1842, todo el poder volvía anualmente al pueblo y las autoridades tenían que someterse a elecciones. Connecticut tenía un sistema tan acabado de autogobierno en los pueblos que sirvió de modelo para la Constitución federal. Los cuáqueros de Pennsylvania se ocupaban de sus asuntos sin privilegios, ni intolerancia ni esclavitud ni opresión. No fueron al desierto para imitar a Inglaterra. Muchas colonias estaban en muchos aspectos muy adelantadas respecto de la madre patria y el estadista más avanzado de la Commonwealth, Vane, se había formado en Nueva Inglaterra.
Después de la ira a bordo del Dartmouth en el puerto de Boston, el gobierno resolvió coaccionar a Massachusetts y se reunió un Congreso continental para buscar medios para su protección. Se enviaron tropas británicas a destruir almacenes militares que se habían creado en Concord y fueron atacadas en Lexington, en la marcha de ida, así como a la vuelta. El incidente de Lexington del 19 de abril de 1775 fue el principio de la Guerra de Independencia, que empezó con el sitio de Boston. Dos meses después, se produjo la primera batalla en Breed’s Hill, o Bunker Hill, que son pequeñas cumbres que rodean el pueblo, y los colonos fueron rechazados con pocas pérdidas.
La guerra que siguió y duró seis años, no resulta ilustre en los anales militares y nos interesa principalmente por el resultado. Después de la primera batalla las colonias se declararon independientes. Virginia, actuando solo en nombre de sí misma, fue la primera. Luego el gran revolucionario, que era el líder de Virginia, Jefferson, escribió la Declaración de Independencia, que fue adoptada por los restantes estados. Era demasiado retórica como para ser científica, pero citaba la serie de idea que la controversia había llevado al frente.
Se enviaron treinta mil soldados alemanes, la mayoría de Hesse Cassel, que al principio tuvieron un éxito parcial, pues estaban apoyados por la armada, a la que los estuarios llevaban muy al interior. Donde el ejército europeo no tenía esa ventaja, las cosas fueron mal. Los americanos atacaron Canadá, esperando ser bienvenidos por los habitantes franceses que tan recientemente se habían convertido en súbditos británicos. El ataque fracasó estrepitosamente por la muerte del general Montgomery ante las murallas de Quebec y los colonos franceses permanecieron leales.
Pero fracasó una expedición enviada desde Canadá contra Nueva York realizada por Burgoyne. Éste apenas había alcanzado el Hudson cuando se vio obligado a rendirse en Saratoga. El Congreso de los Estados, que dirigía sin energía las operaciones, deseaba que no se observaran los términos de la rendición y que los 5.000 prisioneros ingleses y alemanes, en lugar de ser enviados a casa, fueran detenidos hasta poder ser intercambiados. Washington y sus oficiales hicieron saber que, si se hacía esto, dimitirían.
La derrota británica en Saratoga es el acontecimiento que determinó el resultado del conflicto. Puso fin a las vacilaciones de Francia. El gobierno francés tenía que recuperar el puesto que había perdido en la última guerra y veía el curso de los acontecimientos como una evidencia de que la resistencia americana no se derrumbaría. Al final de 1777, la victoria de Saratoga proporcionó la prueba necesaria. Se permitió acudir a voluntarios y se envío mucho material de guerra a través de la agencia de un poeta cómico. Una vez se concluyó un tratado de alianza, se envío al mar una pequeña armada y en marzo de 1778 se informó a Inglaterra de que Francia estaba en guerra con ella. A Francia le siguió España y después Holanda.
Era evidente desde el principio que la combinación era más de lo que Inglaterra podía esperar afrontar. Lod North renunció de inmediato. Se ofreció a satisfacer las demandas americanas y pidió que Chatham ocupara el cargo. Desde el momento en que su vieja enemiga, Francia, apareció en escena, Chatham se volvió apasionadamente belicista. El rey estuvo de acuerdo en que deberían pedírsele asumir el ministerio, pero rechazó verle. América rechazó las iniciativas inglesas, cumpliendo con su tratado con Francia. La negociación con Chatham se volvió imposible. No fue una desgracia, pues moriría pocas semanas después, acusando al gobierno y la oposición.
Luego vino esa fase de la guerra durante la cual la armada de Francia, bajo d’Orvilliers en al Canal de la Mancha, bajo Suffren en el este, bajo d’Estaing y De Grasse en el oeste, se mostró igual a la armada de Inglaterra. Fue por la flota, no por las fuerzas terrestres, como se ganó la independencia americana. Pero fue por los oficiales del ejército por lo que las ideas americanas, suficientes para subvertir cualquier estado europeo, se trasplantaron a Francia. Cuando De Grasse expulsó de aguas virginianas a la flota inglesa, Cornwallis rindió el ejército al sur de Yorktown, como Burgoyne había rendido al ejército del norte en Saratoga.
Los whigs reconocieron la independencia de las colonias, como había hecho el norte dos meses antes, cuando intervino Francia. Los términos de la paz con las potencias europeas fueron más favorables con el éxito final de Rodney en Dominica y Elliot en Gibraltar, pero la reputación bélica de Inglaterra cayó al punto más bajo desde la Revolución Inglesa.
Los americanos procedieron a darse una Constitución que les mantendría juntos más eficazmente que el congreso que les guió durante la guerra y realizaron una convención para ese fin en Philadelphia durante el verano de 1787. La dificultad era encontrar términos de unión entre los tres grandes estados (Virginia, Pennsylvania, Massachusetts) y los más pequeños, incluido Nueva York.
Los grandes estados no permitirían un poder igual a los demás, los pequeños no se permitirían verse ahogados por meros números. Por tanto, se dio una cámara a la población y la otra, el Senado, a los estados en términos iguales. Todo ciudadano iba a someterse al gobierno federal, así como al de su propio estado.
Se limitaron los poderes de los estados. Los poderes del gobierno federal se enumeraron en la práctica y así los estados y la unión se equilibraban entre sí. Ese principio de división fue la restricción más eficaz en la democracia nunca ideada, pues el ambiente de la Convención Constitucional fue tan conservador como revolucionaria era la Declaración de Independencia.
La Constitución Federal no se ocupaba de la cuestión de la libertad religiosa. Las normas de elección el presidente y también las del vicepresidente resultaron un fracaso. Se deploraba, denunciaba y mantenía la esclavitud. La ausencia de una definición de derechos estatales llevó a la guerra civil más sanguinaria de los tiempos modernos. Medida en la escala de liberalismo, el instrumento, tal y como estaba, era un fraude monstruoso. Y aún así, por el desarrollo del principio del federalismo, ha producido una comunidad más poderosa, próspera, inteligente y libre que cualquier otra que haya visto el mundo.
Lord Acton (John Emerich Edward Dalberg-Acton, 1º Barón de Acton, 1834-1902) fue un importante historiador del siglo XIX en la tradición liberal clásica. Vio el crecimiento de Estados Unidos con gran interés y lamentó el declive de los derechos de los estados y el federalismo. Aunque fue un prolífico escritor y orador, nunca acabó su gran obra, una historia de la libertad.
[Discurso realizado en torno a 1900 y publicado en 1906 en Lectures on Modern History]Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.