Pocos países en el mundo querían verse envueltos en la Guerra de Iraq, pero ahora todos parecen ansiosos por participar en la reconstrucción. Estados Unidos, como principal agresor militar, ha estimado el coste de este trabajo en un total de más de 100.000 millones de dólares durante los próximos años
A muchos la ayuda externa les parece la única respuesta para la destrizada economía de Iraq. Aunque la ayuda bilateral de Estados Unidos al próximo gobierno iraquí desempeñará un papel importante, el FMI y el Banco Mundial han empezado investigaciones preliminares sobre los papeles que puedan desempeñar estas instituciones.
Sin embargo, a juzgar por el historial de la ayuda externa, Iraq está en una vía larga y tumultuosa. Como la ayuda externa es gasto social para los gobiernos, el éxito del proyecto iraquí dependerá en buena medida de la poca ayuda que se dé.
Sea bilateral o multilateral, dispensada directamente por un gobierno o a través de una agencia prestamista internacional, la ayuda externa encarna todos los fracasos y tragedias que han llegado a caracterizar nuestros programas públicos internos contra la pobreza. Igual que las medidas sociales para los pobres, sus resultados destructivos se excusan, sus opositores se demonizan y sus fracasos se remuneran. Es un sistema a través del cual se fortalece en poder político, se distribuyen favores políticos, se castiga a los enemigos. Y a pesar de este historial de fracasos sin paliativos, la ayuda externa, como las medidas sociales, ha crecido tanto en tamaño como en extensión. Por el bien de los contribuyentes estadounidenses y los pobres de los países subdesarrollados, todas las formas de ayuda entre gobiernos deben abolirse.
La analogía de la “ayuda externa como gasto social” podría parecer, en un principio, forzada e inapropiada. Superficialmente, ambos programas difieren tanto en forma como en función. Mientras que uno busca actuar como amortiguador entre subsistencia e indigencia, el otro pretende ser un catalizador del crecimiento y el desarrollo. En teoría, el gasto social existe para corregir un supuesto fallo del mercado.
Los defensores afirman que el sector privado no puede proporcionar limosnas para todos los afectados por la pobreza. Por otro lado, la ayuda externa, a menudo busca ayudar la creación de una economía de mercado. Su evidente razón de ser, dicen los defensores de la ayuda, debería ser bienvenida por los defensores del orden del mercado. Aunque el lenguaje que rodea a los dos programas pueda ser diferente, la falta de similitud termina aquí. La ayuda externa es gasto social a escala global.
Igual que en el gasto social para los pobres, a la ayuda externa se le da un nombre halagador por parte de sus creadores. Como escribe Peter Bauer: “Llamar ‘ayuda’ a las transferencias oficiales de riqueza promueve una actitud incondicional. Desarma la crítica, oscurece las realidades y prejuzga los resultados. ¿Quién puede estar contra ayudar a los menos afortunados? El término ha permitido a los defensores de la ayuda reclamar un monopolio de la compasión y rechazar las críticas como falta de comprensión y compasión”.
Sin embargo, básicamente la ayuda externa consiste en subvenciones entre gobiernos. Se financian mediante impuestos y constituyen una transferencia de riqueza entre gobiernos. Fondos, alimentos, ropa, etc. no se dan directamente a los pobres, sino que se canalizan a través del gobierno receptor. Cualquier “ayuda” que pase posteriormente a los pobres de los países subdesarrollados es secundaria e incidental: el gobierno del país receptor decide dónde y cuánto dinero llega realmente a sus ciudadanos. Como la corrupción florece en buena parte del mundo subdesarrollado, enormes cantidades de ayuda se malversan o consumidas por funcionarios públicos.
El resultado más importante de las subvenciones es la dependencia del benefactor de los países receptores. Préstamos y concesiones están ligados a la incidencia de la pobreza y por esta causa, los líderes de los países del tercer mundo solo pueden asegurarse transferencias financiera siguiendo los criterios de préstamos y concesiones. Esto crea un incentivo perverso para que los burócratas públicos mantengan a su nación en la pobreza. Aumentar el nivel de vida de su pueblo requeriría liberalizar la economía y una consiguiente pérdida de poder político. La Ayuda externa proporciona a los líderes socialistas los medios para permanecer en el poder, empobrecer su país y cobrar mientras lo hacen. Más a menudo que no, es un rescate financiado por el contribuyente de dictadores corruptos socialistas en todo el globo.
El caso de Corea del Norte ilustra los peligros que engendran las subvenciones del gobierno. A lo largo de la década de 1990, Estados Unidos envió miles de millones de dólares de los contribuyentes a las arcas del gobierno de Corea del Norte. La ayuda en alimentos y petróleo ayudó a mantener y extender la vida de una dictadura moribunda. Los líderes coreanos se hicieron rápidamente adictos a conseguir ayuda a cambio de más planificación centralizada y comunismo. El reciente chantaje nuclear de Corea del Norte ha suscitado otra ronda de negociaciones de “ayuda”. Es más que probable que Estados Unidos vuelva a creer al gobierno norcoreano y que este enclave del estalinismo prolongue su existencia y la continua miseria de su población. Para Kim Il Jong, las subvenciones externas ofrecen la única esperanza de supervivencia política.
En Zimbabwe, la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) estima que la “asistencia” externa resulta casi un 15% de su PIB. Esto crea grandes oportunidades para la búsqueda de rentas y lo que Peter Bauer llama “la politización de la pobreza”. El dictador de Zimbabwe, Robert Mugabe, utiliza la distribución de comida, un “regalo” de naciones extranjeras, para premiar aliados y castigar enemigos, consolidando así su poder. Como indicaba el Grupo Internacional de Crisis el pasado octubre, el régimen de Zimbabwe estaba “utilizando ostensiblemente la comida como arma política contra los partidarios de la oposición”.
Reconociendo los defectos de las concesiones abiertas, las organizaciones internacionales de préstamos, como el FMI y el Banco Mundial, empezaron a principios de la década de 1980 a ofrecer préstamos condicionados a cambios políticos, lo que se conoce como “préstamos de ajuste”. Estos préstamos fueron un intento de inducir cambios estructurales que promoverían el crecimiento al tiempo que compensaban la pérdida en préstamos comerciales privados que se producían en respuesta a distintas inestabilidades políticas y económicas.
Veinte años de préstamos de ajuste han demostrado ser un fracaso. Como execonomista del Banco Mundial, William Easterly apunta: “Los préstamos estaban allí, pero demasiado a menudo los ajustes no. Estos préstamos indiscriminados creaban malos incentivos para realizar las reformas necesarias para el crecimiento”. Como los préstamos se dan solo a países sumidos en la pobreza, el Banco Mundial y el FMI empezaron a subvencionar la pobreza. En realidad, recompensaban la pobreza. Los líderes de las naciones pobres que no habían realizado aún reformas del mercado, a pesar de la indigencia de sus poblaciones, no estaban evidentemente interesados en el bienestar del pueblo. Pagarles el desempleo recompensa la situación actual.
Aunque los préstamos están ostensiblemente ligados a cambios estructurales, los incentivos dentro de las agencias de préstamo permiten la continuidad de las subvenciones a pesar de la falta de cualquier reforma tangible. Empleando un ejército de economistas y administradores, agencias públicas como el FMI, el Banco Mundial y USAID ven éxito solo en términos de cantidades dadas en ayudas y préstamos. Solo el FMI emplea a 2.633 personas, un aumento del 54% respecto de 1980, todos trabajando para justificar su existencia. Como afirma sin rodeos un antiguo vicepresidente de personal en el Banco Mundial: “Aunque se proclame públicamente lo contrario, la reducción de la pobreza es lo último en las mentes de la mayoría de los burócratas del Banco Mundial”.
Puede hacerse un buen alegato contra la ayuda externa simplemente examinando con detalle los documentos e informes oficiales de las propias agencias públicas de préstamos. En una declaración reciente del Banco Mundial pidiendo más fondos, éste indica ingenuamente. “Mientras el antiguo presidente de Zaire, Mobuto Sese Seko, estaba amasando una de las mayores fortunas personales del mundo (invertida naturalmente fuera de su propio país), décadas de ayuda externa a gran escala no dejaron ningún rastro de progreso. El de Zaire (ahora República Democrática del Congo) es solo uno de varios ejemplos en los que un constante flujo de ayuda ignoraba, si no estimulaba, la incompetencia, la corrupción y las políticas equivocadas” (Cursivas añadidas). Por supuesto, el informe continúa haciendo una llamada de clarín a aumentar el gasto público en ayuda y otras formas externas de “asistencia”.
El tema de la infrafinanciación abunda en estos informes. El documento del Banco Mundial antes mencionado reprende a Estados Unidos, donde “la ayuda es solo un 0,8% del PIB en 1997”. Suecia y otros países nórdicos, continúa diciendo el informe, son más “generosos”, “dando casi un 1% del PIB”.
Primero, no debería sorprender que los estados sociales nórdicos estén más inclinados a exportar dependencia a otros países. Segundo las ideas del Banco Mundial de “dar” y “generosidad” son curiosas, como mínimo. La confiscación de un mero 0,8% de las rentas de los ciudadanos privados, solo para entregarlas a diversos regímenes socialistas no debería considerarla nadie como “dar”.
Además, el informe no menciona la cantidad total de ayuda dada. En 1996, un año antes de escribirse el informe, la “generosa” Suiza dio un total de 1.900 millones de dólares en ayuda directa a países subdesarrollados. En la munificente Finlandia, se entregaron poco más de 408 millones. Sin embargo, Estados Unidos contribuyo con solo 9.300 millones de dólares para países subdesarrollados.
El Banco Mundial clasifica a los países como “dependientes de la ayuda” cuando ésta en porcentaje del PIB está por encima del 10%. De los 17 países africano clasificados como dependientes de la ayuda en el periodo 1975-79, el 82% aún se consideraba dependiente en el periodo 1990-97. De los 25 países africano clasificados como dependientes de la ayuda durante el periodo 1980-89, el 88% eran dependientes en el periodo 1990-97.
Fuera de la discusión acerca de la ayuda se encuentra el papel de la propiedad privada y su corolario, la libertad económica. De acuerdo con el Informe 2002 de Libertad Económica en el Mundo, los países en el primer quintil de libertad económica experimentaron una tasa de crecimiento en PIB por cabeza del 2,56% en el periodo 1990-2000. Por el contrario, el último quintil decreció a un ritmo del 0,85% en el mismo periodo.
Redistribuir la riqueza de los ricos a los pobres hace poco por mejorar los efectos de la pobreza. Permitir a los ciudadanos crear y mantener su propia riqueza requiere algo que pocos dictadores del tercer mundo tolerarían: la renuncia al poder político y la adopción del capitalismo.
Aunque el habla del burócrata es diferente, la escala geográfica más grande y las cantidades de dinero mayores, la ayuda externa (cualquiera que sea la forma que adopte) difiere de gasto social solo en el nombre. Su fundamento en la coacción del gobierno aumenta la politización de la pobreza. Los incentivos para trabajar, ahorrar, invertir y emprender son aplastados y se premia el estatus quo. Aunque su intención original puede haber sido noble, su proceso es corrupto y ha degradado la ayuda a una bolsa de regalos del gobierno de la que tomar.
A este respecto, hay una política de ayuda externa que sin duda aliviaría la pobreza endémica en todo el mundo: traducir las obras de Bastiat, Mises, Bauer, Hayek y otros a los lenguajes de los países menos desarrollados y lanzarlas por las calles de las ciudades.
Publicado el 23 de abril de 2003. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.