Élites naturales, los intelectuales y el estado

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El estado es un monopolio territorial por compulsión, una agencia que puede infringir continua e institucionalmente los derechos de propiedad y explotar a los dueños de la propiedad privada por medio de expropiación, con impuestos y por regulación.

¿Pero cómo nacieron los estados? Hay dos teorías en el origen de los estados. Una visión está asociada con nombres tales como Franz Oppenheimer, Alexander Rüstow, y Albert J. Nock, y afirma que los estados se originaron como resultado de la conquista militar de un grupo sobre otro. Esta es la teoría del origen exógeno del estado.

Pero esta visión ha sido criticada severamente, por motivos históricos y teóricos, por etnógrafos y antropólogos tales como Wilhelm Mühlmann. Estos críticos indican que no todos los estados se originaron por conquista exterior. Realmente, los críticos sostienen como cronológicamente falsa la teoría que los primeros estados fueron el resultado de la invasión de pastores nómadas sobre asentamientos granjeros.

Además, la teoría tiene el problema que esa conquista en sí misma debería presuponer una organización estatal por parte de los conquistadores. De ahí que el origen exógeno de los estados requiere una teoría más fundamental del origen endógeno del estado.

Tal teoría ha sido presentada por Bertrand de Jouvenel. Según su punto de vista, los estados son la consecuencia del desarrollo de élites naturales: el resultado de transacciones voluntarias entre dueños de propiedad privada es no-igualitario, jerárquico, y elitista. En cada sociedad, unos pocos individuos adquieren la posición de una élite por su talento. Debido a logros superiores de riqueza, de sabiduría, y de valentía, estos individuos vienen a poseer una autoridad natural, y sus opiniones y juicios gozan del respeto general. Además, a causa del apareamiento selectivo, el casamiento, y las leyes de herencia civil y de la genética, es probable que las posiciones de autoridad natural fueran traspasadas dentro de unas pocas familias nobles. Es hacia estas cabezas de familia con antecedentes de logros superiores largamente establecidos, de visión de futuro, y de conducta personal ejemplar, a quienes las gentes llegaban con sus conflictos y quejas del uno contra el otro. Estos líderes, ó élites, actuaban a menudo como jueces naturales y pacificadores, casi siempre sin ningún cargo, por sentido del deber esperado de una persona de autoridad o independencia para quien la justicia civil era la producción privada de un “bien público”Un pequeño pero decisivo paso en la transición hacia la creación de un estado consiste precisamente en la monopolización de la función de juez y pacificador. Esto ocurre una vez que un miembro de la élite natural voluntariamente reconocido puede lograr, a pesar de la oposición de otros miembros de la élite, que todos los conflictos dentro de un territorio especificado sean traídos ante él. Los partes en conflicto ya no pueden desde ese momento escoger cualquier otro juez o pacificador.

LOS ORIGENES DE LA MONARQUIA

Una vez que el origen del estado es visto como el crecimiento de un ordenamiento anterior, jerárquicamente estructurado, de élites naturales, se aclara por qué la humanidad, en la medida en que fue susceptible de gobierno en todo, ha estado bajo la férula monárquica (más bien que democrática) durante la mayor parte de su historia. Hay excepciones por supuesto: La democracia ateniense, Roma hasta 31 AC, las repúblicas de Venecia, de Florencia, y de Génova durante el Renacimiento, los Distritos suizos desde 1291, las Provincias Unidas (los Países Bajos) de 1648 hasta 1673, e Inglaterra bajo Cromwell. Pero éstos fueron ocurrencias raras, y ninguno de ellos se pareció ni remotamente al sistema democrático moderno de un voto por persona. Además, también fueron sumamente elitistas. En Atenas, por ejemplo no más del 5 por ciento de la población votaba y tenía derecho a posiciones de gobierno. No fue hasta después del fin de la primera Guerra mundial que la humanidad dejó verdaderamente la era monárquica.

El PODER MONOPOLIZADO

En el momento que un sólo miembro de la élite natural logró monopolizar exitosamente la función de juez y pacificador, la ley y la aplicación de la ley se volvieron más costosas.

En vez de ser ofrecida libre de cargo o a cambio de un pago voluntario, la administración de justicia fue financiada mediante un impuesto obligatorio. Al mismo tiempo, la calidad de la ley empeoró. Antes que mantener la vigencia de las leyes antiguas de propiedad privada y la aplicación de principios universales e inmutables de justicia, un juez monopolístico, que ya no tenía que temer perder sus clientes como resultado de ser menos que imparcial, podía pervertir la ley existente en su propia ventaja.

¿Cómo fue posible que un rey diera este pequeño pero decisivo paso de monopolizar la ley y el orden público, que previsiblemente encareció los precios y bajó la calidad de la justicia? Ciertamente, otros miembros de la élite natural debieron resistir tal tentativa. Esta fue la razón por la cual los reyes eventualmente se dignaron alinearse con la “gente” o el “hombre del común”. Apelando al sentimiento siempre popular de la envidia, los reyes prometieron a estas personas mejor justicia, más barata y a cambio de y a costa de rebajar el costo de la competencia, la de la justicia de las élites. Además, los reyes reclutaron la ayuda de la clase intelectual.

El PAPEL DE INTELECTUALES

La demanda por servicios intelectuales se podría esperar que creciera con las mejoras en los niveles de vida. Sin embargo, la mayoría de las personas se preocupaban de asuntos bastante terrenales y mundanos, y tenían poco uso de empresas intelectuales. Aparte de la Iglesia, las únicas personas con una demanda por servicios intelectuales fueron los mismos miembros de las élites naturales que buscaban maestros para sus niños, consejeros personales, secretarios y bibliotecarios. El empleo para los intelectuales era precario y el pago típicamente bajo. Además, mientras los miembros de la élite natural eran sólo raramente intelectuales en sí mismos (es decir, personas que gastan todo su tiempo en proyectos eruditos) más bien eran personas interesadas en la conducción de sus empresas terrenales, típicamente por lo menos, tan brillantes como sus empleados intelectuales, de modo que la estima por los logros de “sus” intelectuales era más bien modesta.

Apenas sorprende, entonces, que los intelectuales, quienes tenían una imagen de sí mismos muy inflada, se resintieran con este hecho. Cuán injusto que la élite natural que recibían las enseñanzas de los intelectuales cuando eran sus superiores, mantenía una vida cómoda mientras ellos – los intelectuales – permanecían relativamente pobres y dependientes. No es de extrañar entonces que los intelectuales pudieran ser convencidos fácilmente por el rey que se disponía a establecer su monopolio de la justicia. A cambio de una justificación ideológica de la monarquía, el rey no sólo les podría ofrecer mejor empleo y más alta posición, sino que además, leales a la Corte, los intelectuales finalmente podrían cobrar a la élite natural su falta del respeto.

Sin embargo, la mejora de la posición de la clase intelectual fue sólo moderada. Bajo la regla monárquica, había una bien definida distinción entre el gobernante (el rey) y el gobernado, y como gobernados sabían que nunca podrían llegar a ser gobernantes. Por consiguiente, había resistencia considerable, no sólo por las élites naturales, sino también por parte de la gente corriente en contra de cualquier aumento en el poder de rey. Fue así muy difícil para el rey aumentar los impuestos, y las oportunidades de empleo para los intelectuales quedaron por tanto sumamente limitadas. Además, una vez bien atrincherado, el rey no trató a sus intelectuales mejor que las élites naturales. Y dado que el rey controlaba territorios más grandes que los de las élites naturales jamás podrían controlar, perder el favor del rey fue aún más peligroso e hizo que la posición de los intelectuales de alguna manera fuera más inestable.

Una inspección de las biografías de intelectuales de avanzada, de Shakespeare a Goethe, de Descartes a Locke, de Marx a Spencer, muestra aproximadamente la misma pauta: hasta bien entrado el siglo XIX, su trabajo fue patrocinado por donantes privados, los miembros de la élite natural, de los príncipes, o de los reyes. Obtener o perder el favor de sus patrocinadores, significaba el cambio frecuente de empleo y por esa razón se mantuvieron sumamente móviles geográficamente.

Mientras esto a menudo significó inseguridad financiera, por otro lado contribuyó no sólo a un cosmopolitanismo extraordinario de los intelectuales (como lo indica su dominio de numerosos idiomas) sino también a una independencia intelectual excepcional. Si un donante o patrocinador los abandonaba, existían muchos otros que llenarían felizmente el espacio. Sin duda, la vida intelectual y cultural prosperó y la independencia de los intelectuales fue mayor; donde la posición del rey o del gobierno central era relativamente débil, las élites naturales eran relativamente fuertes.

EL ASCENSO DE LA DEMOCRACIA

Un cambio fundamental en la relación entre el estado, las élites naturales, y los intelectuales sólo ocurrió con la transición de gobiernos monárquicos a democráticos. Fue el aumento en el precio de la justicia y la introducción de perversiones de la ley ancestral, por parte de los reyes como jueces monopolísticos y pacificadores, lo que motivó la oposición histórica contra la monarquía. Pero prevaleció la confusión en cuanto a las causas de este fenómeno. Algunos reconocieron correctamente que la causa del problema era el monopolio y no las élites o la nobleza. Sin embargo fueron superados en número por aquellos que erróneamente culparon del problema al carácter elitista del gobernante, y por quienes abogaban por mantener el monopolio y la aplicación de la ley y simplemente sustituir rey y su visible pompa, por la sencillez del “pueblo” y la supuesta decencia “del hombre común.” De ahí el éxito histórico de la democracia.

Cuán irónico que la monarquía fuese destruida por las mismas fuerzas sociales que los reyes inicialmente estimularon y alistaron cuando comenzaron a excluir autoridades naturales competidoras en su actuación como jueces: la envidia de los hombres comunes contra los más destacados, y el deseo de los intelectuales por encontrar su supuestamente merecido lugar en la sociedad. Cuando resultaron ser vacías las promesas del rey de una justicia mejor y más barata, los intelectuales voltearon aquellos sentimientos igualitarios, que los reyes tanto habían cortejado, contra los mismos monarcas. En consecuencia, pareció lógico que los reyes también deberían ser rebajados y que las políticas igualitarias, que algunos monarcas habían iniciado, deberían ser llevadas a su conclusión última: el control monopolístico de la judicatura por el hombre común. Es decir, por los intelectuales, como portavoces del pueblo.

Como la teoría económica elemental podría predecir, con la transición del gobierno monárquico al democrático, una persona por un voto, y la substitución del rey por el pueblo, las cosas se hicieron peores. El precio de la justicia se elevó astronómicamente mientras la calidad de la ley se deterioraba cada vez más. Ya que la transición se redujo a la conversión de un sistema de gobierno de propiedad privada – un monopolio privado -, a un sistema de gobierno de propiedad pública – un monopolio de propiedad pública-.

“Una tragedia de los comunes” fue creada. Todos tenían derecho ahora, no sólo el rey, de tratar de echar mano a la propiedad privada de los demás. Las consecuencias fueron más explotación por parte del gobierno (impuestos); el deterioro de la ley hasta el punto de que la idea de un conjunto de principios universales e inmutables de justicia desapareció y fue sustituida por la idea de ley como legislación (ley hecha a la medida, más bien que encontrada ó ley eternamente “dada”); y un aumento de la tasa social de preferencia del tiempo (aumento en la orientación hacia el presente).

Un rey que poseía el territorio y podría transmitirlo a su hijo, trataba de conservar su valor. Un gobernante democrático es una autoridad temporal y trata de maximizar los ingresos corrientes del gobierno a costa de su capital, y como consecuencia malgasta. Estos son algunos resultados: durante la época de las monarquías, antes de la Primera guerra mundial, el gasto del gobierno como porcentaje del PNB era raramente superior al 5 por ciento. Desde entonces se ha elevado, típicamente, a cerca del 50 por ciento. Antes de la Primera guerra mundial, el empleo en el gobierno era menor al 3 por ciento del empleo total. Desde entonces ha aumentado a entre un 15 y 20 por ciento. La época de la monarquía se caracterizaba por el dinero-materia prima (oro) y cuyo poder adquisitivo aumentaba gradualmente. En contraste, la época democrática es la época de papel moneda cuyo poder adquisitivo disminuye permanentemente.

Los reyes se endeudaban cada vez más profundamente, pero al menos durante los tiempos de paz característicamente reducían su carga de deudas. Durante la época democrática la deuda pública ha aumentado, en guerra o en paz, a alturas increíbles. Las verdaderas tasas de interés durante la edad monárquica habían caído gradualmente a cerca del 2.5 por ciento. Desde entonces, las verdaderas tasas de interés (tasas nominales ajustadas contra la inflación) se han elevado a cerca del 5 por ciento, iguales a las tasas del siglo quince. Legislación prácticamente no existió hasta finales del siglo diecinueve. Hoy pasan, en un solo año, decenas de millares de leyes y regulaciones. Las tasas de ahorro disminuyen en vez de aumentar con los ingresos crecientes, y los indicadores de desintegración de la familia, y de criminalidad, aumentan constantemente.

EL DESTINO DE LAS ÉLITES NATURALES

Mientras al estado le ha ido mucho mejor con el gobierno democrático, y mientras “al pueblo” le ha ido mucho peor desde que empezaron a gobernarse a si mismos, que ha pasado con las élites naturales y con los intelectuales? En cuanto a las primeras, la democratización ha tenido éxito donde comenzaron modestamente los reyes: la destrucción final de la élite natural y de la nobleza. Las fortunas de las grandes familias se han disipado por impuestos confiscatorios, en vida y al momento de la muerte. La tradición de estas familias de independencia económica, visión de futuro intelectual, y mando moral y espiritual se ha perdido y olvidado.

Ricos existen hoy pero, con más frecuencia que no, deben sus fortunas directamente o indirectamente al estado. De ahí que a menudo son más dependientes de los favores continuados del estado que muchas personas de riqueza bastante menor. No son ya las típicas cabezas principales de familia establecidas durante mucho tiempo, sino que son “les nouveaux riches.” Su conducta no se caracteriza por la virtud, la sabiduría, la dignidad, o el buen gusto, sino que es un reflejo de la orientación actual de la misma cultura masiva proletaria, del oportunismo, y del hedonismo que los ricos y famosos comparten ahora con todos los demás. Por consiguiente – y gracias a Dios- sus opiniones no tienen más peso en la opinión pública que el de la mayoría de la gente. La democracia ha conseguido lo que Keynes soñó: “la eutanasia de la clase adinerada.” La declaración de Keynes que “en carrera larga todos estaremos muertos” exactamente expresa el espíritu democrático de nuestros tiempos: hedonismo orientado sólo al tiempo presente. Aunque sea perverso no pensar más allá de la propia vida de alguien, tal pensamiento se ha hecho típico. En vez de ennoblecer a los proletarios, la democracia tiene proletarizadas las élites y ha pervertido sistemáticamente el pensamiento y el juicio de las masas.

EL DESTINO DE INTELECTUALES

Por otra parte, mientras las élites naturales estaban siendo destruidas, los intelectuales asumieron una posición más prominente y poderosa en la sociedad. En efecto, en gran medida han conseguido su objetivo y se han hecho la clase dirigente, controlando el estado y funcionando como jueces monopolísticos. Este no quiere decir que los políticos democráticamente elegidos sean todos intelectuales (aunque seguramente haya más intelectuales hoy en día que se hacen presidentes que intelectuales que se hicieron reyes en algún momento). Después de todo, se requieren habilidades y talentos algo diferentes para ser intelectual que las requeridas para liderar acertadamente las masas y recaudar fondos electorales. Hasta los no intelectuales son producto del adoctrinamiento en escuelas y universidades financiadas con impuestos, y por intelectuales empleados públicamente, y casi todos los consejeros estatales salen de estos sectores.

No hay casi economistas, filósofos, historiadores, o teóricos sociales, de talla, empleados privadamente por miembros de la élite natural. Y aquellos pocos de la vieja élite que subsisten y quienes podrían necesitar sus servicios ya no pueden darse el lujo de emplear intelectuales. En cambio, los intelectuales son ahora típicamente empleados públicos, aunque trabajen para instituciones ó fundaciones nominalmente privadas. Casi completamente protegidos de los caprichos de la demanda del consumidor (“tenured”), su número ha aumentado dramáticamente y su compensación está, por término medio, muy por encima de su valor genuino en el mercado. Al mismo tiempo ha caído constantemente la calidad de la producción intelectual.

Lo que descubriremos es, sobre todo, irrelevancia e incomprensibilidad. Peor, mientras que la producción intelectual de hoy es en absoluto relevante y comprensible, es viciosamente estatista. Hay excepciones pero, si prácticamente todos los intelectuales son empleados en las diferentes ramas del estado, no debería ser sorprendente que la mayor parte de su más voluminosa producción, por comisión u omisión, sea propaganda estatista?. Hay más propagandistas del gobierno democrático hoy que propagandistas de la monarquía en toda la historia humana.

Este movimiento aparentemente imparable hacia el estatismo es ilustrado por el destino de la llamada Escuela de Chicago: Milton Friedman, sus precursores, y sus seguidores. En los años 1930 y años 1940, la Escuela de Chicago todavía era considerada de izquierda, y era precisamente tanto que, Friedman, por ejemplo, abogó por un banco central y por papel moneda en vez del patrón oro. Incondicionalmente respaldó el principio del estado benefactor con su oferta de unos ingresos mínimos garantizados (impuesto sobre la renta negativo) al no se podía poner un límite. Abogó por un impuesto a la renta progresivo para conseguir sus objetivos explícitamente igualitarios (y él personalmente ayudó a poner en práctica el impuesto de retención). Friedman respaldó la idea que el estado podría imponer impuestos para financiar la producción de todos los bienes que tenían un efecto positivo en el vecindario o aquellos que pensó que tendrían tal efecto. ¡Este implica, por supuesto, que no hay casi nada que el estado no pueda financiar con impuestos! Además, Friedman y sus seguidores fueron defensores de la más trivial de todas las superficiales filosofías: el relativismo ético y epistemológico. No hay ninguna verdad moral última y todo nuestro conocimiento factual o empírico es, cuando más, hipotéticamente verdadero.

Más aún, nunca dudaron que debiera haber un estado, y que el estado debía ser democrático. Hoy, medio siglo más tarde, la Escuela de Chicago-Friedman, sin haber cambiado esencialmente ninguna de sus posiciones, es considerada como de libre mercado y derechista. En efecto, la escuela define la línea de demarcación de la opinión respetable en el derecho político, que sólo los extremistas cruzan. Tal es la magnitud del cambio en la opinión pública que los empleados públicos han conseguido.

Consideremos otros indicadores de la deformación estatista causada por los intelectuales. Si uno mira las estadística electorales encontrará, en términos generales el siguiente cuadro: mientras más tiempo gasta una persona en instituciones educativas, alguien con un Doctorado en Filosofía (PhD), por ejemplo, comparando con alguien con sólo un B.A., lo más probable es que aquella persona sea ideológicamente estatista y vote por el partido demócrata. Además, mientras más impuestos se usan en financiar la educación, más bajos son los resultados del SAT y/o de mediciones similares del nivel de conocimiento intelectual, y sospecho que los estándares de comportamiento moral y de decadencia de la conducta ciudadana llegan aún más bajo.

O consideremos el siguiente indicador: en 1994 fue “una revolución” que el Presidente de la Cámara de Representantes (Speaker of the House), Newt Gingrich, respaldara el New Deal y la Seguridad Social, y elogiara la legislación de derechos civiles, es decir, la acción afirmativa y la integración forzada que es responsable de la destrucción casi completa de los derechos a la propiedad privada, y de la erosión de la libertad de contratación, asociación, y desasociación. ¿Qué tipo de revolución es ésta donde los revolucionarios han aceptado incondicionalmente las premisas estatistas y las causas del desastre presente? Obviamente, sólo puede ser etiquetada como “revolución” en un ambiente intelectual que sea estatista hasta la médula.

HISTORIA E IDEAS

La situación parece desesperada, pero no es tanto. Primero, se debe reconocer que la situación no puede continuar para siempre. A la época democrática le cuesta ser “el final de historia” como los neoconservadores quieren que creamos, porque también hay un lado económico del proceso.

Las intervenciones de mercado causarán inevitablemente más problemas de los que se supone que curan, lo que nos llevará a más y más controles y regulaciones hasta que lleguemos al socialismo auténtico. Si la tendencia actual continúa, se puede predecir sin peligro que, el estado benefactor democrático occidental sufrirá un colapso final como sucedió a las “repúblicas populares” orientales a finales de los años 1980. Durante décadas, los verdaderos ingresos en occidente han estado estancados o hasta han caído.

La deuda pública del gobierno y el costo de los esquemas de seguros sociales han provocado la perspectiva de una crisis económica. Al mismo tiempo, el conflicto social ha llegado a alturas peligrosas.

Quizás tendremos que esperar un colapso económico antes que la actual tendencia estatista cambie. Pero aún en el caso de un colapso, es necesario algo más. Una crisis económica no causaría automáticamente un retroceso del estado. El asunto podría ser peor.

De hecho, en la historia occidental reciente, hay sólo dos casos claros donde los poderes del gobierno central realmente fueron reducidos, aunque sólo temporalmente, como resultado de una catástrofe: en Alemania Occidental después de Segunda Guerra Mundial bajo Ludwig Erhard, y en Chile bajo el General Pinochet. Son necesarias ideas y además de una crisis, pero ideas correctas, y hombres capaces de entenderlas y llevarlas a cabo una vez que la oportunidad se presente.Pero si el curso de la historia no es inevitable, y no lo es, entonces una catástrofe tampoco lo es, ni necesaria, ni inevitable. Por último, el curso de historia está determinado por ideas, sean éstas verdaderas o falsas, y por hombres que actúan inspirados por ideas, verdaderas o falsas. Pero mientras las falsas gobiernen la catástrofe es inevitable. Por otra parte, una vez que las ideas correctas sean adoptadas y prevalezcan en la opinión pública – y las ideas pueden ser, en principio, cambiadas casi al instante – la catástrofe no tendrá que ocurrir.

EL PAPEL DE INTELECTUALES

Esto me trae al papel que los intelectuales deben jugar en el cambio necesario, radical y fundamental, en la opinión pública y el papel que tendrán que jugar también los miembros de las élites naturales, o lo que quede de ellas. Las cargas en ambos lados son pesadas, tan pesadas como lo son el prevenir una catástrofe o surgir con éxito de ella; estas cargas tendrán que ser aceptadas por las élites naturales e intelectuales como su deber natural.

Incluso si la mayor parte de los intelectuales están corrompidos y son en gran parte responsables de la perversión actual, es imposible conseguir una revolución ideológica sin su ayuda. La tiranía de los intelectuales públicos sólo la pueden romper intelectuales anti-intelectuales. Por suerte, las ideas de libertad individual, propiedad privada, libertad de contratación y asociación, responsabilidad personal, y que el poder del gobierno es el enemigo primordial de la libertad y de la propiedad, no morirán mientras haya raza humana, simplemente porque son verdaderas y la verdad triunfa por si misma. Además, los libros de anteriores pensadores, quienes expresaron estas ideas no desaparecerán. Sin embargo, es también necesario que haya pensadores vivientes que lean tales libros y que puedan recordar, repetir, volver a aplicar, afilar, y hacer avanzar estas ideas, y que sean capaces y tengan la voluntad de darles expresión personal y abiertamente oponerse, atacar y refutar a los intelectuales antagónicos.

De estas dos capacidades, competencia intelectual y carácter- el segundo es el más importante, sobretodo en estos tiempos. Desde un punto de vista puramente intelectual, el asunto es comparativamente fácil. La mayor parte de los argumentos estatistas, morales o económicos que oímos un día sí y un día no, son refutados fácilmente como tonterías sin ningún sentido. Tampoco es raro encontrar intelectuales que, en privado, no creen lo que proclaman, con gran fanfarria, en público. No es una simple equivocación. Deliberadamente dicen y escriben cosas que saben que son falsas. No carecen de intelecto; carecen de moral. Esto por una parte implica que hay que estar listo no sólo para luchar contra la falsedad sino también contra la maldad – y esta es una tarea mucho más difícil y audaz. Además de buenos conocimientos, se requiere de coraje.

Como intelectual anti-intelectual, uno puede esperar que le ofrezcan sobornos- y es asombroso cuan fácilmente pueden ser corrompidas algunas personas: unos cientos de dólares, un viaje agradable, una fotografía con el fuerte y poderoso son demasiado a menudo suficientes para comprar a la gente. Tales tentaciones deben ser rechazadas como desdeñables. Además, en enfrentamientos contra el mal, hay que aceptar que nunca se será infaliblemente “acertado”. No hay ninguna riqueza aguardando, ni promociones magníficas, ni prestigio profesional. De hecho, “la buena fama intelectual” debe considerarse con suma sospecha.

En efecto, no sólo tiene uno que aceptar que será marginado por el establecimiento académico, sino que debe esperar que sus colegas intentarán alguna forma de arruinarlo. Demos sólo una mirada a Ludwig von Mises y Murray N. Rothbard. Los dos más grandes economistas y filósofos sociales del siglo veinte, fueron considerados no sólo esencialmente inaceptables sino además ineptos para trabajar en establecimientos académicos. Sin embargo nunca cedieron ni una pulgada a lo largo de sus carreras. Nunca perdieron la dignidad ni sucumbieron al pesimismo. Al contrario, ante la adversidad constante, permanecieron impávidos y hasta alegres, y trabajaron con un nivel alucinante de productividad. Estuvieron satisfechos de estar dedicados predicar la verdad y solamente la verdad.

EL PAPEL DE LAS ÉLITES NATURALES

Precisamente aquí entra en juego lo que queda de las élites naturales. Los intelectuales verdaderos, como Mises y Rothbard, no pueden hacer lo que tienen que hacer sin ayuda de las élites naturales. A pesar de todos los obstáculos, para Mises y Rothbard fue posible hacerse oír. No fueron condenados al silencio.

Pudieron enseñar y publicar. Se dirigieron a audiencias e inspiraron gente con su perspicacia e ideas. Esto no hubiera sido posible sin el apoyo de otros. Mises tuvo a Lawrence Fertig y los fondos de Guillermo Volker, quien pagó su sueldo en NYU, y Rothbard tuvo el Ludwig von Mises Institute, que lo apoyó, le ayudó en la publicación y promoción de sus libros, y le proporcionó el marco institucional que permitió que dijera y escribiera lo que tenía que decir y escribir, y que no podría ser dicho ni escrito dentro de la academia ni dentro de la prensa estatista del Establecimiento.

En alguna época, en la edad predemocrática, cuando el espíritu de igualitarismo no había destruido aún la mayoría de los ricos con mente y juicio independientes, esta tarea de apoyar a intelectuales impopulares fue llevada cabo por estos individuos. ¿Pero quién puede permitirse hoy en día, sin ayuda, emplear a un intelectual en privado, como su secretario o consejero personal, o como profesor de sus hijos? Y aquellos que todavía lo pueden hacer están a menudo profundamente implicados con el gran gobierno, eternamente corrupto – o con la gran alianza comercial, y promueven los mismos cretinos intelectuales que dominan la academia estatista. Piense solamente en Rockefeller ó en Kissinger, por ejemplo.

De ahí que la tarea de apoyar y mantener vivos los principios de propiedad privada, libertades de contratación, asociación y desasociación y de responsabilidad personal, de enfrentar las falsedades, las mentiras, y la maldad del estatismo, el relativismo, la corrupción moral, y la irresponsabilidad hoy en día sólo puede ser acometida colectivamente reuniendo recursos y apoyando organizaciones, tales como el Instituto von Mises, una organización independiente dedicada a los valores que son la base de la civilización Occidental, intransigente y lejana, hasta físicamente, de los pasillos del poder. Su programa de becas, enseñanza, publicaciones, conferencias, y su programa educativo y sitio web siempre crecientes, no son nada menos que islas de decencia moral e intelectual en un mar de perversión.

Desde luego la primera obligación de cualquier persona decente es consigo mismo y su familia. Debería – en el mercado libre- hacer todo el dinero que pueda, porque mientras más dinero tenga, más beneficioso será para su prójimo. Pero no es suficiente. Un intelectual debe estar dedicado a la verdad, dé o no dé resultado a corto plazo. Del mismo modo, la élite natural tiene obligaciones que se extienden mucho más allá de ellos y sus familias.

Mientras más acertados son como hombres de negocios y profesionales, y mientras más personas los reconozcan como tales, más importante es que ellos den ejemplo: que se esfuercen por cumplir con los estándares más altos de conducta ética. Esto significa la aceptación como su deber, como su más noble deber, el apoyar abierta, orgullosa, y tan generosamente como puedan, los valores que hayan reconocido como correctos y verdaderos.

Reciben en inspiración de intelectual en retorno, alimento y fuerza, así como la certeza que su nombre vivirá para siempre como individuos excepcionales que se elevaron encima de las masas e hicieron una contribución durable a la humanidad.

El Ludwig von Mises Institute puede ser una institución fuerte, un modelo para la restauración del aprendizaje genuino, y una universidad de enseñanza y escolaridad.

Incluso si no vemos el triunfo de nuestras ideas durante la existencia, estaremos eternamente orgullosos de saber que lo dimos todo, y que hicimos lo que toda persona honesta y noble tenía que hacer.

Traducido del inglés por Rodrigo Betancur. El artículo original se encuentra aquí.

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