El brillante pero confuso radicalismo de George Orwell

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Eric Arthur Blair, más conocido por su pseudónimo, George Orwell, nació hace 107 años este mismo mes en la India, donde su padre era funcionario. El trabajo de su padre, de acuerdo con el biógrafo de Orwell, Gordon Bowker, “era supervisar el cultivo del opio, principalmente para exportarlo a China”. Aunque la joven madre de Eric se había criado en Birmania, hija de otro funcionario civil británico, estaba muy cansada de Asia y cuando su hijo sólo tenía un año presionó con éxito a su marido para que le embarcara, junto con sus dos hijos (Eric y su hermana mayor, Marjorie), de vuelta a Inglaterra. Eric no volvió a ver su padre durante ocho años, hasta que tuvo nueve y volvió a casa en unas vacaciones de navidad de su “escuela preparatoria”, St. Cyprian’s.

En Estados Unidos una “escuela preparatoria” sería un instituto; ésta preparaba a los estudiantes para la universidad, que en esta lado del Atlántico es algo que viene después del instituto y comprende los grados 13 a 16. Sin embargo, en la Inglaterra en que creció Eric Blair, una “escuela preparatoria” era para niños de 8 a 13 años. Para lo que preparaban a estos niños era ara lo que podríamos llamar el “instituto”, pero en lo que Eric pensaba era en el “colegio”. El colegio, a su vez, te preparaba para la universidad.

Eric fue enviado a St. Cyprian’s cuando tenía 8 años y permaneció ahí hasta que tuvo 13, de donde se trasladó durante otros cinco años al Eton College, un instituto muy famoso y caro, el preferido de la clase alta británica. Después de graduarse en Eton en 1921, no volvió a la escuela. ¿Por qué? Orwell respondió a esta pregunta en un ensayo autobiográfico llamado “Such, Such Were the Joys”, escrito al principio de la década de 1940 pero inédito hasta principios de la década de 1950, unos pocos años después de su muerte y entonces sólo en Estados Unidos. No fue publicado en Inglaterra hasta cerca de 20 años después de su muerte.

En este ensayo, Orwell juzgaba como inferior la educación que había recibido en St. Cyprian’s. “Todo el proceso”, escribía,

era una abierta preparación para una especie de estafa. Tu trabajo era aprender exactamente esas cosas que darían a un examinador la impresión de que sabes más de lo que sabes, y en lo posible evitar cargar tu cerebro con nada más. Las materias que no tenían valor de examen, como la geografía, se desechaban, también se desechaban las matemáticas (…) la ciencia no se enseñaba de ninguna manera (de hecho se despreciaba tanto que incluso se desanimaba cualquier interés por la historia natural) e incluso los libros recomendados para tu tiempo libre se elegían con una ojo en el “examen de inglés”. Latín y griego, las principales materias escolares, eran las que contaban, pero incluso éstas se enseñaban deliberadamente de una forma llamativa y poco sólida. Por ejemplo, nunca leímos todo un libro de un autor griego o latino: simplemente leíamos pasajes cortos que se escogían porque eran el tipo de cosas que posiblemente se consideraran como “traducción imprevista”.

En St. Cyprian’s, recordaba Orwell,

la historia era una serie de hechos no relacionados, ininteligibles, pero (por alguna razón que nunca se nos explicó) importantes con frases rimbombantes ligadas a ellos. Disraeli obtuvo la paz con honor. Clive estaba estupefacto por su moderación. Pitt acudió al Nuevo Mundo para reparar el equilibrio del Viejo. Y las fechas, y los trucos mnemotécnicos. (Por ejemplo, ¿sabían ustedes que las letras iniciales de “black Negress was my aunt: there’s her house behind the barn” eran también las letras iniciales de las batallas de la Guerra de las Dos Rosas?)

También recordaba al profesor de historia dando fechas a la clase  y “los chicos más entusiastas saltando en sus pupitres dispuestos a gritar las respuestas correctas” (los acontecimientos históricos que se habían producido en esas fechas) “y al mismo tiempo no sintiendo el más mínimo interés sobre el significado de los misteriosos acontecimientos que estaban nombrando”.

Pero, peores que las limitaciones pedagógicas del lugar (al menos en el recuerdo de Orwell) eran las crueldades y brutalidades que se empleaban y potenciaban entre sus estudiantes. Orwell recordaba sus años en St. Cyprian’s como  “estar encerrado (…) en un mundo hostil”, un mundo en el que tenías “que estar perpetuamente en guardia frente a la gente que te rodeaba. Con ocho años se te sacaba de repente de tu tibio nido y entrabas en un mundo de fuerza y fraude y secreto, como un pez en una pecera llena de lucios”.

Por supuesto, Orwell sabía que los hogares de todos no eran realmente un “tibio nido”. Consideraba a su propio hogar como algo lejos de la perfección, pues una vez que volvió a conocer a su padre, aprendió que, como él decía, “Me disgustaba mi propio padre (…) que me parecía simplemente un hombre viejo de voz áspera siempre diciendo ‘No’”. Aún así, escribía, “tu casa puede estar lejos de ser perfecta, pero al menos es un lugar gobernado por el amor en lugar de por el miedo”. Solo por esta razón, argumentaba Owell, “los internados son peores que las escuelas diarias. Un chico tiene más posibilidades con el santuario de su casa a mano”.

La vida de la escuela no solamente estaba gobernada por el miedo, estaba mejor representada por un partido de fútbol, o tal vez de rugby. “El fútbol”, escribió,

no se juega realmente por el placer de golpear un balón, sino que es una especie de lucha. Los amantes de fútbol son chicos grandes, bulliciosos y pícaros que son buenos para derribar y pisotear a chicos ligeramente más pequeños. Ése era el patrón de la vida de la escuela: incontinuo triunfo de los fuertes sobre los débiles. La virtud estaba en ganar: consistía en ser más grande, más fuerte, más guapo, más rico, más popular, mas elegante, más falto de escrúpulos que otra gente; en dominarles, acosarles, hacerles sufrir, hacerles sentirse tontos, sacar de ellos lo mejor en todos los sentidos. La vida era jerárquica y todo lo que ocurría estaba bien. Allí estaban los fuertes, los que merecían ganar y siempre ganaban, y allá los débiles, los que merecían perder y siempre perdían, eternamente.

Una de las principales ideas inculcadas a los estudiantes de St. Cyprian’s era, como dijo Orwell, “algo llamado ‘redaños’ o ‘carácter’, lo que en realidad significaba el poder de imponer tu voluntad a otros”.

La voluntad del director de St. Cyprian’s (y la de su esposa, que dirigía con él la escuela) se imponía a los estudiantes en forma de una serie de palizas, palizas administradas a veces por el propio director, a veces por ciertos alumnos mayores elegidos a los que se les autorizaba a pegar a chicos más jóvenes. “Recuerdo, más de una vez”, escribe Orwell, “ser enviado fuera del aula en medio de una frase de latín, recibir una paliza y luego continuar con la misma frase, tal cual”. En todo caso, escribió Orwell, ir a St. Cyprian’s era casi “tan malo como [estar] en un ejército], pero tal vez no tanto como estar “en prisión”.

Después de cinco años en St. Cyprian’s y otros tantos en Eton, Eric Blair decidió que ya había tenido bastante escuela y no volvió nunca. En su lugar, siguió los pasos de su padre, enrolándose en el servicio civil británico. Pero después de estar otros cinco años como funcionario de policía en Birmania entendió que la carrera de funcionario civil en Asia no era para él. Había ahorrado lo suficiente en sus años como policía como para vivir durante un año, así que abandonó su trabajo y se trasladó a París, donde había decidido probar suerte como escritor.

Su excéntrica y bohemia tía Nellie, hermana de su madre, vivía allí (de hecho vivía allí en pecado con un anarquista llamado Eugène Adam) y fue de gran ayuda para el joven Eric en muchos aspectos en los casi dos años que estuvo en París, 1928 y 1929. Le alimentó siempre que éste le dejó y su anciano amigo anarquista dio mucho que pensar al joven Eric acerca de la política. El biógrafo de Orwell Gordon Bowker dice que el joven Eric fue a París con “un odio casi anarquista a la autoridad” y volvió a Inglaterra casi dos años después con “un punto vista aún más antiautoritario”. Sin embargo, no quería vivir de la generosidad de su tía.

Aunque le llevó sólo unos pocos meses publicar en París (bajo el nombre de “E.A. Blair”) fue incapaz de ganar lo suficiente con su escritura como para pagar sus facturas. Cuando se quedó sin dinero, vivió como un vagabundo en lugar de exprimir a su tía Nellie. Continuó haciéndolo así después de volver a Inglaterra a finales de 1929 y fue este periodo de vivir con lo puesto lo que le proporcionó la experiencia que necesitaba para escribir su primer libro, un reportaje ligeramente ficticio llamado Sin blanca en París y Londres, que publicó en 1933, bajo el nombre de “George Orwell”.

Hasta entonces, todo el periodismo de Eric (principalmente críticas de libros y artículos sobre asuntos culturales y políticos para revistas semanales, quincenales y mensuales) había aparecido bajo el nombre de “E.A. Blair”. Continuó haciéndolo durante unos años, pero a partir de 1935, todos esos artículos y críticas, así como un contante flujo de libros, aparecieron bajo el nombre de George Orwell: una novela llamada Los días de Birmania; otras novelas llamadas A Clergyman’s Daughter, Subir a por aire y Mantened la Aspidistra izada; hubo además dos libros de reportajes: Homenaje a Cataluña, sobre la Guerra Civil Española y El camino a Wigan Pier, sobre la pobreza en la Inglaterra del norte.

Ninguno de estos libros se vendió especialmente bien (decentemente, pero no especialmente bien) y aunque el trabajo periodístico fue cada vez más frecuente, nunca era especialmente lucrativo. Eric Blair (George Orwell) trampeaba, pero poco más. Lo hizo durante la década de 1930 y la guerra que le siguió y, de repente, dio en el clavo.

Los motivos de este logro fueron una novela corta satírica llamada Rebelión en la granja, que cuenta los esfuerzos de los animales en la Granja Manor se libran de sus gobernantes humanos y establecen una utopía comunista bajo el liderazgo de los cerdos (se publicó en 1945) y una novela mucho más larga y brutalmente naturalista de un futuro totalitario llamada 1984, publicada en 1949. Estos dos libros hicieron rico a Orwell, pero había muerto de tuberculosis antes de que acabara el invierno de 1949-50, a la edad de 46 años, así que tuvo muy poco tiempo como para gastar su nueva riqueza en algo que no fueran sus facturas médicas.

Unos pocos años después de la muerte de Orwell, como he indicado, sus poco halagüeños recuerdos de St. Cyprian’s se imprimieron por fin en Estados Unidos. Y cuando lo hicieron, fueron objeto de un ensayo en el New Yorker por parte del periodista británico Anthony West.

West apuntaba que “la mayoría [de las cosas terribles de 1984] derivaban claramente de la experiencia descrita en ‘Such, Such Were the Joys’”. En St. Cyprian’s, recuerda West a sus lectores “la mujer del director (…) parecía estar espiando constantemente a Orwell” y “parecía conocer, por algún tipo de mágica omnisciencia, todo lo que hacía y pensaba cada chico”.

Por supuesto, en 1984 cada habitación en cada alojamiento está equipada con un dispositivo llamado “telepantalla”, una especie de TV de dos vías. “La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente”, escribió Orwell.

Cualquier sonido que hiciera Winston, por encima de un suspiro muy bajo, se registraría; además, mientras permaneciera dentro del campo de visión que ordenaba la placa de metal, podía ser visto al tiempo que oído. Por supuesto, no había forma de saber cuándo te miraban en un momento concreto. Saber cuán a menudo, o en qué sistema, la Policía del Pensamiento se conectaba en cualquier línea individual era una conjetura. Era incluso concebible que vieran a todos todo el tiempo. Pero en todo caso podía conectarse a tu línea cuando quisieran. Tenías que vivir (vivías, con un hábito que se convertía en instinto) con la suposición de que cada sonido que hicieras era escuchado y, excepto en la oscuridad, cada movimiento escrutado.

Anthony West sostenía que si leemos 1984con detenimiento, veremos (debemos ver) que “todo el modelo de sociedad [en la novela] se ajusta a los patrones de temor expuestos en ‘Such, Such Were the Joys’ hasta el momento final de la terrible cita en el despacho del director, para la inevitable paliza. En 1984, el estudio se convierte en la Habitación 101 del Ministerio del Amor y los torturadores se corresponden con los maestros”. En efecto, argumento West “lo que hizo [George Orwell] en 1984 fue enviar  toda Inglaterra a un enorme [St. Cyprian’s] para que fuera tan desdichado como él había sido”.

El escritor estadounidense de ciencia-ficción C.M. Kornbluth estaba de acuerdo con West. En un discurso que pronunció en la Universidad de Chicago a principios de 1957, Kornbluth apuntó otros pocos paralelismos entre la experiencia de Orwell en St. Cyprian’s y la experiencia de Winston Smith viviendo en Airstrip One en Oceanía en el año 1984, paralelos que West había, o bien pasado por alto, o bien considerado innecesario identificar explícitamente. Kornbluth advertía, por ejemplo, que “la actividad sexual le está prohibida a Winston Smith como lo está para un niño bajo la pena de un castigo doloroso”. También advertía que “no hay leyes o reglas claras de conducta para que obedezca Winston Smith; igual que un niño, puede infringirlas sin querer. No sólo debe hacer lo correcto, debe ser bueno”.

El biógrafo de Orwell Gordon Bowker reconocía en 2003 que la lectura de 1984 de Anthony West “había sido bastante olvidada por los críticos, pero”, escribía, “no puede negarse que hay asociaciones y resonancias [relacionando 1984 y ‘Such, Such Were the Joys’]. Según Bowker, Orwell “ciertamente desarrolló” la “conciencia individual para enfrentarse a la autoridad no razonable” mientras estuvo en St. Cyprian’s.

El niño pequeño que espera a una paliza fuera del despacho [del director] es sólo versión juvenil de Winston Smith esperando a ser citado a la Habitación 101. La falsedad de la autoridad, la sensación de que los espías están por todas partes, las ásperas preguntas, la memorización en una atmósfera de amenaza, todo eso está presente tanto en el ensayo como en la novela.

A Orwell le parecería, según Bowker, que “aunque a la mayoría de los ingleses encontrara imposible entender cómo podría ser la vida en un régimen totalitario, los chicos que iban a los internados estarían mejor preparados”.

En una de las emisiones de radio que escribió y presentó para la BBC durante la Segunda Guerra Mundial, Orwell decía “Un ser humano es lo que es en buena medida porque viene de ciertos entornos y nadie escapa completamente de las cosas que le han ocurrido en su infancia”. Al año siguiente, en un ensayo titulado “Por qué escribo”, desarrollaba algo esta idea. Antes de que un escritor “empiece nunca a escribir”, afirmaba Orwell, “habra adquirido una actitud emocional de la cual no escapará nunca completamente”. Pues “si escapa totalmente de sus primeras influencias, habrá matado su impulso para escribir”.

Hoy pocos van a internados. Hace cien años, cuando fue el joven Eric Blair, iban pocos. Entonces, ¿por qué tantos millones de lectores de ambos lados del océano Atlántico responden tan  fuertemente a una pesadilla política basada en la infeliz experiencia de su autor en un internado inglés? ¿Por qué hicieron esos lectores a 1984 un enorme y perenne éxito de ventas a ambos lados del Atlántico, sino asimismo, probablemente, la novela libertaria más influyente nunca publicada? Porque, como reconocía el propio Orwell, “todo lo que me ocurrió en St. Cyprian’s podía ocurrir en la escuela más ‘ilustrada’, aunque quizá en formas más sutiles”.

La esencia totalitaria de la experiencia de St. Cyprian’s (la experiencia de estar dominado, acosado, espiado; la experiencia de que te hagan sufrir y sentirte tonto por otros más poderosos contra los que no hay defensa) puede ocurrirle a un niño en casi cualquier tipo de escuela que podamos imaginar. Por tanto, debemos examinar la experiencia de la escuela obligatoria, no sólo la de St. Cyprian’s o la de los internados británicos de principios del siglo XX. Algunos libertarios, como John Holt, han reflexionado sobre esto y decidido que una sociedad sin escuelas (al menos para los que sean demasiado jóvenes como para elegir por sí mismos si asistir a alguna) será una sociedad mejor. Los “homeschoolers” que integran el movimiento que inició Holt en la década de 1970 están de acuerdo.

Uno no tiene que leer mucho las obras de Orwell para descubrir que no entendía nada de economía y no era personalmente un libertario en el sentido en que usamos hoy esa palabra. Fue un socialista democrático auténtica y radicalmente antiautoritario pero permanente confundido. Era el tipo de izquierdista moderno con el que pocos libertarios actuales habrían tenido problemas en asociarse, hacer causa común, colaborar. George Orwell se nos presenta como otro caso de un escritor que no era un libertario como entendemos hoy el término, pero cuyas dos últimas novelas, Rebelión en la granja y 1984, le han hecho ganar un puesto en la tradición libertaria.


Este artículo está transcrito del podcast  Libertarian Tradition.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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