Inflación y deflación

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Los servicios que ofrece el dinero dependen del nivel de su poder de compra. Nadie quiere tener en su caja un número definido de piezas de dinero o un volumen de dinero determinado: quiere mantener un líquido de una cantidad definida de poder de compra. Como la operación del mercado tiende a determinar el estado final del poder de compra del dinero a unible en que coinciden la oferta y demanda de dinero, nunca puede haber un exceso o un defecto de dinero.

Cada individuo y todos los individuos juntos disfrutan siempre totalmente de las ventajas que puedan obtener del intercambio directo y el uso del dinero, sin que importe si la cantidad total de dinero sea grande o pequeña. Los cambios en el poder de compra del dinero generan cambios en la disposición de la riqueza entre los distintos miembros de la sociedad.

Desde el punto de vista de la gente dispuesta a enriquecerse con esos cambios, la oferta de dinero puede calificarse de insuficiente o excesiva y el ansia de esas ganancias puede generar políticas diseñadas para producir alteraciones de liquidez inducidas en el poder de compra. Sin embargo, los servicios que el dinero ofrece no pueden mejorarse ni verse afectados por los cambios en la oferta de dinero.

Puede aparecer un exceso o deficiencia de dinero en la caja de un individuo. Pero esa condición puede remediarse aumentando o disminuyendo el consumo o la inversión. (Por supuesto, no debemos caer en la confusión popular entre demanda de dinero en caja y el deseo de más riqueza). La cantidad de dinero disponible en toda la economía es siempre suficiente para garantizar a todos lo que hace y puede hacer dicho dinero.

Desde el punto de vista de esta observación, podemos calificar como despilfarros todos los gastaos en que se incurre para incrementar la cantidad de dinero. El hecho de que cosas que podrían ofrecer algún otro servicio se empleen como dinero y por tanto se evite ese otro empleo resulta ser un recorte superfluo de oportunidades limitadas para satisfacer deseos. Fue esta idea la que llevó a Adam Smith y Ricardo a la opinión de que era muy beneficioso reducir el coste de producción del dinero y recurrir a uso de papel moneda.

Sin embargo las cosas toman un cariz diferente a los estudiantes de la historia monetaria. Si nos fijamos en las catastróficas consecuencias de las grandes inflaciones en papel moneda, debemos admitir que lo costoso de la producción de oro es un mal menor. Sería fútil replicar que esas catástrofes se generaron por el uso impropio que hicieron los gobiernos de los poderes que el dinero a crédito y fiduciario pusieron en sus manos y que gobiernos más inteligentes habrían adoptados políticas más sensatas.

Como el dinero nunca puede ser neutral y estable en su poder de compra, un plan del gobierno para la determinación de la cantidad de dinero nunca puede ser imparcial y justo para todos los miembros de la sociedad. Todo lo que haga el gobierno en la búsqueda de del objetivo de influir en el nivel del poder de compra depende necesariamente de los juicios de valor personales de los gobernantes. Siempre favorecerá los intereses de algunos grupos de gente a expensas de otros. Nunca sirve lo que se denomina el bien común o el bienestar público. Tampoco en el campo de las políticas monetarias existe lo que pueda considerarse como una obligación científica.

La elección del bien a emplear como medio de intercambio y dinero no es nunca indiferente. Determina el curso de los cambios inducidos en la liquidez en el poder de compra. La cuestión sólo es quién debería hacer la elección: ¿la gente que compra y vende en el mercado o el gobierno?

Fue el mercado el que, en un proceso selectivo que duró generaciones, finalmente asignó a los metales preciosos, oro y plata, el carácter de dinero. Durante doscientos años los gobiernos han interferido en la elección del mercado del medio monetario. Ni siquiera los estatistas más intolerantes se atreven a firmar que esta interferencia haya resultado ser beneficiosa.

Inflación y deflación, inflacionismo y deflacionismo

Las nociones de inflación y deflación no son conceptos praxeológicos. No los crearon los economistas sino el parloteo del público y los políticos.

Los implicados en la popular falacia de que no existe el dinero neutral o de poder de compra estable y que el mejor dinero debería ser neutral y estable en poder de compra. Desde este punto de vista el término inflación se aplicaba para significar cambios inducidos en la liquidez que generan una caída en el poder de compra y el término deflación cambios inducidos en la liquidez que generan un aumento en el poder de compra.

Sin embargo quienes aplican esos términos no se da cuenta del hecho de que el poder de compra nunca permanece inalterado y que consecuentemente siempre hay inflación o deflación. Ignoran estas fluctuaciones necesariamente perpetuas aunque sólo sean pequeñas e inapreciables y reservan el uso de los términos a grandes cambios en el poder de compra.

Como la cuestión de cuándo un cambio en el poder de compra empieza ser considerado como grande depende de juicios personales de relevancia, se evidencia que la inflación y la deflación son términos que adolecen de falta de precisión categórica requerida por los conceptos prexeológicos, económicos y catalácticos. Su aplicación es apropiada para la historia y la política.

La cataláctica es libre de recurrir a ellos sólo cuando aplica sus teoremas a la interpretación de eventos de historia económica y programas políticos. Además es muy cómodo, incluso en disputas rígidamente catalácticas hacer uso de estos dos términos siempre que no sean posibles malas interpretaciones y pueda evitarse la dureza pedante de la expresión. Pero es necesario no olvidar nunca que todo lo que dice la cataláctica con relación a la inflación y la deflación (es decir, los grandes cambios inducidos de liquidez en el poder de compra) es válido también en relación con los cambios pequeños, aunque, por supuesto, las consecuencias de cambios más pequeños son menos perceptibles que las de los grandes.

Los términos inflacionismo y deflacionismo, inflacionista y deflacionista, significan programas políticos dirigidos a la inflación o deflación en el sentido de cambios inducidos de liquidez en el poder de compra.

La revolución semántica que es una de las características propias de nuestro tiempo también ha cambiado las connotaciones tradicionales de los términos inflación y deflación. Lo que mucha gente llama hoy inflación o deflación ya no es el gran aumento o disminución de la oferta de dinero, sino sus inexorables consecuencias, la tendencia general hacia una subida o bajada en los precios de los productos y en los salarios.

Esta innovación no es en ningún sentido inocua. Juega un importante papel en fomentar las tendencias populares ante el inflacionismo.

Lo primero de todo es que ya no hay ningún término disponible para significar lo que inflación solía significar. Es imposible luchar contra una política que no puede nombrarse. Los estadistas y escritores ya no tienen la oportunidad de recurrir a una terminología aceptada y entendida por el público cuando quieren cuestionar la utilidad de emitir enormes cantidades de dinero adicional.

Deben entrar en un análisis y descripción detallados de esta política con todos sus detalles siempre que quieran referirse a ella y deben repetir este molesto procedimiento en cada frase en la que se ocupen del asunto. Como esta política no tiene nombre, se convierte en autoentendible y en materia de discusión. Se convierte en exuberante.

El segundo error es que los que realizan intentos fútiles y sin esperanza para luchar contra las inevitables consecuencias de la inflación (el aumento de precios) disfrazan sus esfuerzos como lucha contra la inflación. Aunque sólo luchan contra los síntomas, pretenden luchar contra la raíz del mal. Como no entienden la relación causal entre el aumento en la cantidad de dinero por un lado y el aumento de precios por otro, en la práctica hacen peores las cosas.

El mejor ejemplo lo ofrecieron los subsidios otorgados por parte de los gobiernos de los Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña a los granjeros. Los límites de precios reducen la oferta de bienes afectados, porque la producción implica una pérdida para los productores marginales. Para evitar este resultado, los gobiernos otorgan subsidios a los granjeros que producen con mayores costes. Estos subsidios se financian con aumentos adicionales en la cantidad de dinero.

Si los consumidores hubieran tenido que pagar precios más altos para los productos afectados, no habrían aparecido más efectos inflacionarios. Los consumidores habrían tenido que usar para ese gasto añadido sólo dinero que ya se habría emitido previamente. Así que la confusión de la inflación y sus consecuencias puede de hecho traer directamente más inflación.

Es obvio que esta moderna connotación de los términos inflación y deflación es totalmente equívoca y confusa y debe ser rechazada sin paliativos.

Este artículo está extraído de La acción humana.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.