La crisis del intervencionismo

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Las políticas intervencionistas practicadas por todos los gobiernos del occidente capitalista han producido todos los efectos que predijeron los economistas. Hubo guerras y guerras civiles, opresión despiadada de las masas por grupos de autoproclamados dictadores, depresiones económicas, desempleo masivo, consumo de capital, hambrunas.

Sin embargo, no son estos acontecimientos catastróficos los que han llevado a la crisis del intervencionismo. Los doctrinarios del intervencionismo y sus seguidores explican que todas estas consecuencias no deseadas como características inevitables del capitalismo. Tal y como lo ven ellos, son precisamente estos desastres lo que demuestran claramente la necesidad de intensificar el intervencionismo. Los fracasos de las políticas intervencionistas no afectan en lo más mínimo a la popularidad de la doctrina implícita. Se interpretan por tanto como fortalecedores, no disminuidotes, del prestigio de estas enseñanzas. Como una teoría económica incorrecta no puede simplemente refutarse por la experiencia histórica, los propagandistas de intervencionismo han sido capaces  de proseguir a pesar de todo el caos que extienden.

Aún así, la era del intervencionismo está llegando a su fin. El intervencionismo ha agotado todas sus potencialidades y debe desaparecer.

El agotamiento del fondo de reserva

La idea subyacente en todas las políticas intervencionistas es que la mayor renta y riqueza de la parte más acaudalada de la población es un fondo que puede utilizarse libremente para la mejora de las condiciones de los menos prósperos. La esencia de la política intervencionista es tomar de un grupo para dar a otro. Es confiscación y distribución. Toda medida se justifica en último término declarando que es justo refrenar a los ricos en beneficio de los pobres.

En el campo de las finanzas públicas, la fiscalidad progresiva de rentas y propiedades es la manifestación más característica de esta doctrina. Gravar a los ricos y gastar lo ingresado en el mejora de las condiciones de los pobres es el principio de los presupuestos contemporáneos. En el campo de las relaciones industriales que reducen las horas de trabajo, aumentan los salarios y miles de otras medidas se recomiendan bajo la suposición de que favorecen al empleado y cargan al empresario. Todo asunto de gobierno y comunidad se aborda exclusivamente desde el punto de vista de este principio.

Un ejemplo ilustrativo lo proporcionan los métodos aplicados a las empresas nacionalizadas y municipalizadas. Estas empresas muy a menudo acaban quebrando financieramente: sus cuentas muestran habitualmente pérdidas a cargo del tesoro estatal o ciudadano. No tiene sentido investigar si los déficits se deben a la notoria ineficiencia de la conducción pública de las empresas de negocio o, al menos parcialmente, a la inadecuación de los precios a los que se venden los productos o servicios a los clientes. Lo que más importa es el hecho de que los contribuyentes deben cubrir estos déficits. Los intervencionistas aprueban completamente esta situación. Rechazan apasionadamente las otras dos posibles soluciones: vender las empresas a emprendedores privados o aumentar los precios cargados a los clientes hasta un nivel en que no quede déficit. La primera de estas propuestas es a sus ojos manifiestamente reaccionaria, a causa de la inevitable tendencia de la historia hacia una cada vez mayor socialización. La segunda se considera “antisocial” porque supone una mayor carga sobre las masas consumidoras. Es más justo hacer que los contribuyentes, es decir, los ciudadanos ricos, soporten la carga. Su capacidad de pagar es mayor que la del ciudadano medio que utiliza los ferrocarriles nacionalizados y los metros, tranvías y autobuses municipalizados. Pedir que esos servicios públicos deban ser autosuficientes es, según los intervencionistas, una reliquia de las ideas apodas de moda de la ortodoxia financiera. Uno podría también pretender que las carreteras y las escuelas públicas sean autosuficientes.

No es necesario discutir con los defensores de esta política de déficit. Es evidente que recurrir a este principio de capacidad de pago depende de la existencia de rentas y fortunas que aún puedan gravarse. No puede recurrirse a ella una vez que estos fondos extraordinarios se hayan agotado por impuestos y otras medidas intervencionistas.

Este es precisamente el actual estado de cosas en la mayoría de los países europeos. Estados Unidos aún no ha llegado tan lejos, pero si la tendencia actual de sus políticas económicas no se altera radicalmente muy pronto, estará en la misma condición en unos pocos años.

Supongamos de desdeñamos todas las demás consecuencias que debe producir el triunfo completo del principio de capacidad de pago y nos concentramos en sus aspectos financieros.

El intervencionista, al defender el gasto público adicional, no es consciente del hecho de que los fondos disponibles son limitados. No se da cuenta de que aumentando el gasto en un departamento conlleva restringirlo en otros. En su opinión hay mucho dinero disponible. La renta y riqueza de los ricos pueden explotarse libremente. Al recomendar una mayor asignación a los escuelas, simplemente destaca que sería bueno gastar más en educación. No se aventura a demostrar que aumentar la asignación presupuestaria a las escuelas sea más útil que aumentarla en otro departamento, por ejemplo, en salud. Nunca se le ocurre que podrían aportarse argumentos importantes a favor de restringir el gasto público y rebajar la carga fiscal. Los defensores de los recortes presupuestarios son a sus ojos meramente defensores de los intereses manifiestamente injustos de los ricos.

Con el presente nivel de tipos fiscales a la renta y la herencia, este fondo de reserva con el que los intervencionistas pretenden cubrir todo el gasto público está encogiendo rápidamente. Prácticamente ha desaparecido del todo en la mayoría de los países europeos. En Estados Unidos, los recientes aumentos en las tasas fiscales produjeron solo resultados ínfimos en los ingresos más allá de lo que habría producido una progresión que se detuviera en tipos muy inferiores. Los altos tipos marginales en impuestos para los ricos son muy populares entre diletantes y demagogos intervencionistas, pero producen solo aumentos modestos en los ingresos.# Día a día se hace más evidente que los añadidos a gran escala a la cantidad de gasto público no pueden financiarse “exprimiendo a los ricos”, sino que la carga deben soportarla las masas. La tradicional política fiscal de la era del intervencionismo, sus glorificados dispositivos de los impuestos progresivos y el gasto desbocado, se han llevado hasta un punto en el que su absurdo ya no puede ocultarse. El conocido principio de que mientras que los gastos privados dependen del tamaño de la renta disponible, los ingresos públicos deben regularse de acuerdo con los gastos, se rebate a sí mismo. A partir de ahora, los gobiernos tendrán que darse cuenta de que un dólar no puede gastarse dos veces y de que las distintas partidas de gasto público tendrán que recaudarse precisamente de aquella gente que hasta ahora estaba decidida a trasladar la carga principal a otros grupos. Los ansiosos por obtener subvenciones tendrán que pagar la factura para las subvenciones. Los déficits de la las empresas de propiedad pública y operadas públicamente se cargarán sobre la mayoría de la población.

La situación en la relación empresario-empleado sería análoga. La doctrina popular afirma que los perceptores de salarios están obteniendo “ganancias sociales” a costa de la renta no ganada de las clases explotadoras. Los huelguistas, se dice, no hacen huelga contra los consumidores, sino contra la “dirección”. No hay razón para aumentar los precios de los productos cuando aumentan los gastos laborales: la diferencia deben asumirla los empresarios. Pero cuando una parte cada vez mayor de la porción de empresarios y capitalistas es absorbida por impuestos, niveles salariales más altos y otras “ganancias sociales” de los empleados y precios máximos, no queda sino una función de intermediación. Entonces se hace evidente que todo aumento salarial, con todo su impulso, debe afectar a los precios de los productos y que las ganancias sociales de cada grupo se corresponden exactamente con las pérdidas sociales de los demás grupos. Toda huelga se convierte, incluso a corto plazo y no solo a largo plazo, en una huelga contra el resto del pueblo.

Un punto esencial en la filosofía social del intervencionismo es la existencia de un fondo inagotable que puede exprimirse eternamente. Toda la doctrina del intervencionismo se derrumba cuando se seca esta fuente. El principio de Santa Claus se liquida a sí mismo.

El fin del intervencionismo

El interludio intervencionista debe acabar porque el intervencionismo no puede llevar a un sistema permanente de organización social. Las razones son tres.

Primera: Las medidas restrictivas siempre restringen la producción y la cantidad de bienes disponibles para el consumo. Cualquiera que sean los argumentos aportados a favor de restricciones y prohibiciones concretas, esas medidas en sí mismas nunca pueden constituir un sistema de producción social.

Segunda: Todas las variedades de interferencia con los fenómenos del mercado no solo no consiguen alcanzar los fines buscados por sus autores y defensores, sino que producen un estado de cosas que (desde el punto de vista de las valoraciones de sus autores y defensores) es menos deseable que el estado de cosas previo que se pretendía alterar. Si uno quiere corregir su manifiesta inadecuación y ridiculez complementando las primeras acciones de intervención con cada vez más de esas acciones, uno debe ir cada vez más allá hasta que la economía de mercado haya sido completamente destruida y haya sido sustituida por el socialismo.

Tercera: El intervencionismo busca confiscar la “plusvalía” de una parte de la población y dársela a la otra parte. Una vez se haya agotado esta plusvalía mediante la confiscación total, es imposible continuar con esta política.

Marchando aún más por la senda del intervencionismo, primero Alemania, luego Gran Bretaña y muchos otros países europeos, han adoptado la planificación centralizada, el patrón de socialismo de Hindenburg. Es notable que en el Alemania no fueron los nazis los que recurrieron a las medidas decisivas, sino que se hizo algún tiempo antes de que Hitler tomara el poder, por parte de Brüning, el canciller católico de la República de Weimar, y en Gran Bretaña, no por el Partido Laborista, sino por el primer ministro tory, Mr. Churchill. El hecho se ha ocultado a propósito por la gran sensación que supuso en Gran Bretaña la nacionalización de Banco de Inglaterra, las minas de carbón y otras empresas. Sin embargo, estas apropiaciones fueron solo de importancia secundaria. Gran Bretaña va a ser considerado un país socialista, no porque ciertas empresas hayan sido expropiadas y nacionalizadas formalmente, sino porque todas las actividades económicas de todos los ciudadanos están sujetas a un completo control por parte del gobierno y sus agencias. Las autoridades dirigen la asignación de capital y mano de obra a las distintas ramas de los negocios; determinan qué debería producirse y en qué calidad y cantidad y asignan a cada consumidor una ración concreta. La supremacía en todos los asuntos económicos se otorga exclusivamente al gobierno. La gente queda reducida al papel de pupilos. A los empresarios, los antiguos emprendedores, les quedan meramente funciones casi de gestión. Todo lo que son libres de hacer es poner en práctica las decisiones empresariales de las autoridades dentro de un estrecho campo claramente delimitado.

Se ha demostrado que el sistema de gestión, es decir, la asignación de tareas auxiliares en la gestión de las empresas a ayudantes responsables a quienes se puede otorgar un cierto grado de discrecionalidad, solo es posible en el ámbito del sistema de beneficios.# Lo que caracteriza al gestor como tal y le da una condición diferente de la de un mero técnico es que, dentro de la esfera de su asignación, él mismo determina los métodos por los cuales sus acciones deberían conformarse con el principio del beneficio. En un sistema socialista en el que no hay ni cálculo económico ni contabilidad de capital ni cálculo de los beneficios, no queda espacio tampoco para actividades de gestión. Pero mientras una comunidad socialista esté en disposición de calcular basándose en precios determinados en mercados extranjeros, también puede utilizar en cierta medida una jerarquía casi de gestión.

En un mal truco calificar a cualquier era como una era de transición. En el mundo viviente siempre hay cambio. Toda era es una era de transición. Podemos distinguir entre sistemas sociales que pueden durar y los que son inevitablemente transitorios porque son autodestructivos. Ya se ha apuntado en qué sentido el intervencionismo se liquida a sí mismo y debe llevar al socialismo del patrón alemán. La mayoría de los países europeos ya han llegado a esta fase y nadie sabe si Estados Unidos les seguirá o no. Pero mientras Estados Unidos se mantenga en la economía de mercado y no adopte el sistema de completo control público de los negocios, las economías socialistas de Europa occidental estarán en disposición de calcular. A su gestión de los negocios aún le falta la característica esencial de la conducta socialista: sigue basándose en el cálculo económico. Por tanto son en todos los aspectos muy distintas de aquello en lo que se convertirían si todo el mundo se dirigiera al socialismo.

Se dice a menudo que la mitad de mundo no puede permanecer comprometido con la economía de mercado cuando la otra mitad es socialista y viceversa. Sin embargo no hay razón para asumir que esa partición de la tierra y la coexistencia de los dos sistemas sea imposible. Si es realmente el caso, entonces el actual sistema económico de los países que han descartado el capitalismo puede continuar por un periodo indefinido de tiempo. Su operación puede generar desintegración social, caos y miseria para los pueblos. Pero ni un bajo nivel de vida ni un empobrecimiento progresivo liquidan automáticamente un sistema económico. Da paso a un sistema mucho más eficiente solo si el propio pueblo es lo suficientemente inteligente como para comprender las ventajas que podría producir un cambio así. O podría ser destruido por invasores extranjeros provistos de mejor equipamiento militar por la mayor eficiencia de su propio sistema económico.

Los optimistas esperan que al menos esas naciones que en el pasado desarrollaron la economía capitalista de mercado y su civilización se atengan a este sistema también en el futuro. Indudablemente hay tantas señales que confirman como las que desmienten esta expectativa. Es vano especular acerca del resultado del gran conflicto ideológico entre los principios de la propiedad privada y la propiedad pública, del individualismo y el totalitarismo, de la libertad y la regimentación autoritaria. Todo lo que podemos saber de antemano acerca del resultado de esta lucha puede condensarse en las siguientes tres afirmaciones:

  1. No tenemos conocimiento alguno acerca de la existencia y operación de agencias que concedan la victoria final en esta lucha sobre esas ideologías cuya aplicación garantice la preservación y mayor intensificación de los vínculos sociales y la mejora del bienestar material de la humanidad. Nada sugiere la creencia de que sea inevitable el progreso hacia condiciones más satisfactorias o imposible una recaída en condiciones muy insatisfactorias.
  2. Los hombres deben elegir entre la economía de mercado y el socialismo. No pueden evitar decidir entre estas alternativas adoptando una postura de “tercera vía”, sea cual sea el nombre que le den.
  3. Al abolir el cálculo económico, la adopción general del socialismo generaría un completo caos y la desintegración de la cooperación social bajo la división del trabajo.

[La acción humana (1949)]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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