[What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets • Michael J. Sandel • Farrar, Straus and Giroux, 2012 • 244 páginas]
Michael Sandel, un popular profesor de Harvard, hace una buena pregunta, pero su respuesta deja mucho que desear. ¿Hay cosas, quiere saber, que no deberían comprarse y venderse en el mercado libre?
¿Qué papel deberían desempeñar los mercados en la vida pública y las relaciones personales? ¿Cómo podemos decidir que bienes deberían comprarse y venderse y cuáles deberían estar gobernados por valores que no son de mercado? (p. 11)
Está claro que hay límites al ámbito propio del mercado: no puedes comprar y vender personas legítimamente. Además, los contratos que violan los derechos de las personas son también ilícitos. Más allá de estas restricciones de sentido común, ¿no debería ser la gente libre de llegar a todos los acuerdos que quieran? Esta sencilla opinión no es del gusto de Sandel.
Reconoce la postura que acabamos de sugerir, pero la rechaza.
El primero [la defensa de los mercados sobre las colas] es un argumento libertario. Yo creo que la gente debería ser libre de comprar y vender lo que se le antoje, siempre que no viole los derechos de nadie. Los libertarios se oponen a las leyes contra las reventas de entradas por la misma razón por la que se oponen a las leyes contra la prostitución o la venta de órganos humanos: creen que esas leyes violan la libertad individual, al interferir con las decisiones tomadas por adultos que actúan siguiendo su propia voluntad. (p. 29)
Sandel opina que las libres elecciones a las que se apela aquí son a veces menos libres de lo que parece. Supongamos, pregunta, que una persona pobre solo tenga una oportunidad para mejorar su posición. ¿Es libre realmente la persona de rechazar la oportunidad? “Las elecciones del mercado no son libre si alguna gente es desesperadamente pobre o no tiene la capacidad de negociar términos justos” (p. 112). Como ejemplo, menciona el viejo caso de Barbara Harris que ofrecía 300$ a mujeres adictas a las drogas que aceptaban la esterilización o el control de la natalidad a largo plazo. Dice:
Aunque nadie les apunte con una pistola, los alicientes económicos también pueden ser demasiado tentadores como para resistirlos (…) su elección (…) puede que no sea realmente libre. Puede verse coaccionada, en la práctica, por la necesidad de su situación. (p. 45)
Apenas parece posible pensar que una oferta tentadora sea coactiva: si a un universitario que trabaja en McDonalds a tiempo parcial se le ofrece una recompensa de 100.000$ con la condición de que abandone su trabajo, es probable que encuentre muy difícil renunciar a esta oportunidad. Eso difícilmente hace coactiva la oferta. Una amenaza es algo muy diferente de una oferta, por muy tentadora que sea y es la primera, no la segunda, la que es coactiva.#
De hecho, no está claro hasta qué punto Sandel se compromete con la idea de que las ofertas difíciles de rechazar se metamorfosean en amenazas y en todo caso, se opone a muchos intercambios de mercado en los que no se produce ninguna coacción en sentido amplio.
Su principal argumento contra los distintos intercambios del mercado es diferente. Es que comprar y vender cambia el significado de una gran cantidad de nuestras prácticas sociales. Lo que tiene en mente se explica mejor con un ejemplo. El ejemplo, por cierto, también mostrará lo notablemente fácil que encuentra preocuparse. Hoy en día, nos dice irritado, la gente puede evitar esperar en largas colas. Pueden contratar a otros para que hagan cola en su lugar. Uno estaría al principio tentado de pensar que esto es algo bueno. Si contratas a alguien como sustituto, en tu propia estimación estarías mejor, porque prefieres contratarlo a esperar. Igualmente, la persona que espera piensa que le merece la pena hacerlo. Ambas partes del acuerdo se benefician. ¿Qué podría ser más fácil de entender?
Sandel no está de acuerdo. Por ejemplo:
Pensemos de nuevo en la representación gratuita de verano de Shakespeare del Teatro Público [en Nueva York]. “Queremos que la gente tenga gratis esta experiencia”, decía el portavoz, explicando la oposición del teatro a contratar gente para que haga cola. (…) El Teatro Público ve sus representaciones gratuitas al aire libre como un festival público, una especie de celebración cívica. Cobrar por la admisión o permitir que los revendedores se beneficien de lo que se supone que es un regalo, no está de acuerdo con ese fin. Transforma un festival público en un negocio, una herramienta para tener beneficios privados. (p. 33)
Por tanto, el argumento de Sandel es que comprar y vender va contra el significado de distintas prácticas sociales. ¿Pero por qué deberíamos pensar, por usar el ejemplo que acabamos de mencionar, que representar a Shakespeare en un parque tiene como parte de su sentido que la admisión a la obra sea gratuita, sin permitir que se pague a los que hacen cola? ¿Dejaría la representación de ser representación si esas horribles personas que hacen cola pagados y revendedores ejercieran sus respectivos oficios?
Sandel podría responder que aunque la representación podría realizarse ante una audiencia de pago, no sería el mismo acontecimiento que una representación ante una audiencia que entrara gratuitamente. Pero entonces sencillamente ha incluido en la definición de la representación de la obra que la audiencia no pague por entrar. (Por cierto, ¿es permisible si se paga a los actores? ¿Se le obliga a regalar sus servicios?) Bajo este supuesto, Sandel tendría razón en que cambiaría el significado de representar la obra, pero ésa es solo la consecuencia de la forma en que ha elegido caracterizar lo que incluye la representación de la obra. ¿Por qué deberíamos preocuparnos por la representación que prefiere Sandel, en lugar de una representación hecha de forma privada? Esta última es solo una práctica social diferente. ¿Por qué es peor que la representación gratuita?
La respuesta a esto descubre la suposición clave del libro de Sandel. Aunque no quiere abolir el mercado (piensa, por ejemplo, que está bien que las tiendas alquilen vídeos) considera a la libertad económica con una profunda inquietud. No estaría de acuerdo con el bromista que sugería que la palabra más bella en el idioma inglés es “dinero”. Por el contrario, ve al mercado como corruptor. La gente que busca el beneficio económico deja de lado el motivo más noble de sacrificarse juntos por el bien común.
La denigración de Sandel del asqueroso lucro llega frecuentemente al absurdo. Se opone a la venta de billetes para los principales sitios de acampada del Parque Nacional de Yosemite en Craiglist a un precio mayor que el coste nominal indicado por el servicio de parques. Lo hace incluso aunque la demanda “es tan intensa, especialmente en verano, que los sitios de acampada están completamente reservados a los pocos minutos de estar disponibles” (p. 36). Permitir a la temible mano del mercado mancillar Yosemite es no entender correctamente el sentido de los parques nacionales. “Son lugares de maravillas y bellezas naturales, dignos de apreciación, incluso de sobrecogimiento. El que los revendedores subasten el acceso a estos lugares parece una especie de sacrilegio” (p. 37). El espacio sagrado no debe profanarse con dinero. Como Jesús, Sandel echaría a los mercaderes del templo. Lo que nos ha dado aquí no es un argumento razonado, sino una expresión pseudorreligiosa de fe.
Su fe se ve hoy en día bajo un ataque constante.
El efecto corrosivo de la publicidad importa menos en el expositor del supermercado que en la plaza pública, donde el derecho a dar nombres [es decir, el derecho a dar nombre a edificios, calles, estadios, etc., a cambio de un pago] y los patrocinios empresariales se están extendiendo. Lo llaman “mercadotecnia municipal” y amenaza con llevar el comercialismo al corazón de la vida cívica. (p. 189)
El efecto del mercado es “corrosivo”: “amenaza” la vida cívica. ¿Por qué deberíamos aceptar los juicios de valor implícito que hay detrás del lenguaje emotivo de Sandel? No nos lo dice: una y otra vez vilipendia al malvado mercado.
Ni siquiera el béisbol se ve inmune a los malos humos de Sandel. Su queja debería ser ya familiar. La gente ya no disfruta del béisbol como un festival público, con ricos y pobres sentados en asientos con poca diferencia de precio. Ahora los grandes empresas se lo han apropiado: los palcos de lujo sirven para separar a gente rica y grandes empresas del resto de nosotros y la publicidad está por todas partes.
Sandel reconoce que la gente no va a los partidos de béisbol “principalmente para tener una experiencia cívica”. Sin embargo, las lecciones cívicas tienen que estar presentes: “Pero el carácter público del entorno imparte una enseñanza cívica: que todos estamos juntos en esto, que al menos por unas pocas horas compartimos una sensación de orgullo de lugar y cívico” (p. 173). ¿Por qué no podemos sencillamente divertirnos, sin la fábula de Esopo?
Sandel no deja de quejarse. Nos dice que en
1965, cuando [Sandel] tenía doce años, los mejores asientos en el campo [en Minneapolis] costaban 3$; los asientos al descubierto 1,50$. (…) El negocio del béisbol ha cambiado un montón desde entonces. (…) No sorprende que los precios de las entradas se hayan disparado. Un asiento de palco para un partido de los Twins cuesta 72$ y el asiento más barato en el campo cuesta 11$. (p. 164)
Antes de unirnos a Sandel en su queja por el aficionado medio, que ha sido echado del campo por los avariciosos empresarios, podríamos útilmente hacer una pregunta elemental que aparentemente nunca se la ocurrió a nuestros profesor de Harvard y quejica común. ¿Cuál es hoy el poder adquisitivo de 1,50$ de 1965? Según la calculadora de inflación del IPC de la Oficina de Estadísticas Laborales, la respuesta es 10,92$. Es verdad que ocho centavos son ocho centavos: pero uno duda de que la mayoría de la gente tomara este aumento como un ejemplo de precios disparados. Asimismo (¡menuda idea!) tal vez cobrar precios altos en los palcos ayude a los propietarios a mantener bajos los precios para los clientes menos acaudalados.
No puedo esperar hacer justicia al muy amplio rango de invasiones del mercado que incluye Sandel en su jeremiada. Una de sus quejas debería bastar por ahora. Apela al famoso libro The Gift Relationship (1970), del estudiante británico de “política social” y consejero del Partido Laborista, Richard Titmuss. Compara el sistema británico de donaciones sanguíneas gratuitas con la práctica de Estados Unidos, que incluye tanto donaciones voluntarias como pagadas. El sistema estadounidense, indica “lleva a escaseces crónicas, desperdicio de sangre, costes más altos y un mayor riesgo de sangre contaminada” (p. 123).
¿Por qué estas terribles consecuencias? Si a alguna gente se le paga por dar sangre, esto elimina las donaciones por razones altruistas: “los valores del mercado que tiñen el sistema ejercen un efecto corrosivo en la norma de donar” (p. 124).
Kenneth Arrow contestaba a esto que a la gente que quiera donar sangre sin compensación no se le impide hacerlo por una alternativa comercial. Sandel no encuentra convincente esta respuesta.
La respuesta [a la objeción de Arrow] es que comercializar la sangre cambia el significado de donarla. Tengamos esto en cuenta: en un mundo en el que la sangre se compra y vende rutinariamente ¿donar un litro de sangre en tu Cruz Roja local sigue siendo un acto de generosidad? ¿O es una práctica laboral injusta que priva a las personas necesitadas de un empleo rentable de venta de su sangre? (p. 126)
Si quieres ser generoso, ¿por qué no donas dinero para que el hospital pueda atraer a más donantes pagados? Así es como un sistema de pago desplaza a los donantes gratuitos.
Esto es menos que poco convincente. ¿La gente que quiere donar sangre porque piensa que es un acto de beneficencia deja de hacerlo por las extrañas razones que aduce Sandel? Arrow parece perfectamente correcto: si quieres hacerlo voluntariamente, el hecho de que paguen a otros no debería detenerte y probablemente no lo haga. Además, cuando alguien recibe dinero por una donación difícilmente sugiere que no piense que la donación de sangre sea un bien en sí mismo, con fuerza motivadora. La gente puede al mismo tiempo motivarse por el interés propio y la preocupación por otros.
Sandel responde a otra objeción a los argumentos de Titmuss, de nuevo aportada por Arrow. Anteriormente, Sir Dennis Robertson había sugerido esto más en general. Arrow y Robertson apuntaban que el altruismo es un recurso escaso: no es sensato que la sociedad confíe inapropiadamente en él. El economista, al darse cuenta de esto, promueve “políticas, que se basen, siempre que sea posible, en el propio interés en lugar de en el altruismo o las consideraciones morales (…) [ahorrando así] a la sociedad el desperdicio de su escaso suministro de virtudes” (p. 128).
Contra esto, Sandel apela a la importante autoridad de Aristóteles. ¿No crece la virtud moral en el ejercicio de la misma? La forma de pensar del economista “ignora la posibilidad de que nuestra capacidad para el amor y la benevolencia no se agote con el uso, sino que aumente con la práctica. (…) Aristóteles enseñaba que la virtud es algo que cultivamos con la práctica” (p. 126).
El apunte de Aristóteles es característicamente sabio, pero Sandel irresponsablemente no ha visto que es perfectamente coherente con la afirmación de que la virtud es un recurso escaso. El crecimiento de la virtud con la práctica no implica que pueda expandirse hasta un grado en que sea innecesario conservarla.
Aún hay algún otro problema con la explicación de Sandel de las transfusiones de sangre. Se atreve a responder a las críticas a Titmuss de Arrow, pero no considera un asunto que no es menor. La afirmación de Titmuss de la superioridad de sistema británico es altamente controvertida: otros estudios han concluido que un sistema de mercado funciona tan bien o mejor. Sandel evidentemente piensa que no merece la pena mencionar la polémica, si es que la conoce.#
Sandel pide explícitamente nada menos que un “debate público” sobre el ámbito apropiado del mercado. Pero ningún lector del libro puede dudar acerca de lo que quiere que sea el resultado de ese debate: el desplazamiento coactivo del libre mercado en favor de las exhortaciones comunitarias al autosacrificio que encuentra tan edificantes. Si uno no supiera que Sandel existe, podría sospechar que este libro es una parodia randiana de un intelectual altruista.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.