[The Harm in Hate Speech • Jeremy Waldron • Harvard University Press, 2012 • vi + 292 páginas]
En muchos países, aunque no en Estados Unidos, las leyes prohíben el “discurso del odio”. En opinión de Jeremy Waldron, quienes elevan acríticamente los beneficios de la libertad de expresión sobre otros valores, se oponen a las leyes del discurso del odio, pero el propio Waldron piensa que debe hacer un fuerte alegato a su favor. (Waldron piensa que son “muy pocos absolutistas de la Primera Enmienda” [p. 144] los que se oponen a la regulación del discurso, pero piensa que muchos otros expertos en la Primera Enmienda son inapropiadamente críticos con las regulaciones del discurso del odio). Waldron es un ilustre filósofo legal y político, pero los argumentos que aporta en defensa de las leyes del discurso del odio, tomadas por sí mismas, no me parecen muy sustanciales.
El discurso del odio, nos dice Waldron, consiste en “publicaciones que expresan una profunda falta de respeto, odio y vilipendio a los miembros de grupos minoritarios” (p. 27). “Discurso”, debe advertirse, se utiliza aquí en un sentido extenso y es el más duradero material escrito, películas, carteles, etc. lo que preocupa principalmente a Waldron más que los discursos, las amenazas verbales o las imprecaciones, aunque estos últimos no estén excluidos. Muchos países prohíben ese discurso:
Hace mucho que el Reino Unido prohibió la publicación de material pensado para incitar al odio racial. En Alemania es un delito grave mostrar la esvástica u otros símbolos nazis. La negación del holocausto está castigada en muchos países. El autor británico David Irving (…) fue encarcelado recientemente en Austria por este delito. (p. 29)
Una forma de responder a esto sería evaluar las leyes del discurso del odio desde el punto de vista rothbardiano que creo que es el correcto. Esto supondría una revisión muy breve. Para Rothbard, las cuestiones de libertad de expresión se reducen a asuntos de derechos de propiedad. Si, por ejemplo, alguien escribe “¡Fuera los musulmanes!” en un muro, un rothbardiano preguntaría “¿De quién es el muro?” Si el autor del mensaje lo escribió en su propio muro, actuó dentro de su derecho; si, sin permiso, escribió en el muro de otro, violó los derechos de propiedad del dueño. La gente no tiene un derecho general de limitación contra el insulto. Además, no eres propietario de tu reputación, ya que ésta consiste en las ideas que tiene de ti otra gente y no puedes poseer las ideas de otra gente. Por esa razón, las leyes contra la injuria y la calumnia están descartadas para el rothbardiano. Waldron pregunta: Si las leyes prohíben calumniar a una persona, ¿por qué no puede haber también leyes contra la calumnia de los
grupos? Difícilmente puede imaginarse un argumento menos rothbardiano.
Pienso que sería un error dejar aquí las cosas. Es improbable que Waldron (y quienes como él rechazan el libertarismo) aprecie la crítica anterior. Pero otra línea de investigación podría interesarle más. También podemos preguntarnos lo buenos que son los argumentos de Waldron si se juzgan por sí mismos en lugar de evaluarlos desde una perspectiva externa.
Si hacemos esta pregunta, debemos afrontar primero una dificultad. La posición exacta de Waldron es bastante evasiva. Para empezar, no es del todo apropiado decir que defiende las leyes del discurso del odio, aunque éste sea en general el tenor de su libro. A veces se limita a decir que hay consideraciones a favor de estas leyes: éstas tendrían que sopesarse frente a razones para no restringir el discurso.
Mi objetivo al poner todo esto ante vosotros no es convenceros de la bondad y legitimidad de las leyes del discurso del odio. (…) Se trata (…) de considerar si la jurisprudencia estadounidense sobre libertad de expresión realmente se ajusta a lo mejor que se haya dicho para las regulaciones del discurso del odio. (p. 11)
Pero no creo que haya muchas dudas de que para Waldron los argumentos a favor de estas leyes son contundentes.
Entonces, ¿por qué deberíamos restringir el discurso del odio? La consideración esencial que ataca la dignidad humana. En lo que Waldron llama, siguiendo a John Rawls, una “sociedad bien ordenada”, hay “una garantía para todos los ciudadanos de de que puedan contar con ser tratados justamente” (p. 85). Pero el discurso del odio impide esa garantía.
Sin embargo, cuando una sociedad se desfigura con señales antisemitas, cruces ardientes y panfletos de difamación racial, desaparece ese tipo de garantía. Una fuerza de policía y un Departamento de Justicia vigilantes pueden aún mantener a la gente sin que la ataquen o excluyan, pero ya no tienen el beneficio de una garantía general y difusa a este efecto [de ser tratada justamente], proporcionado y disfrutado como un bien público, dispuesto para todos y cada uno. (p. 85)
Todo esto va demasiado deprisa. Si encuentras un panfleto o una señal hostil para tu grupo minoritario, ¿por qué deberías deducir nada menos que alguien te desea el mal a ti y a los que son como tú? ¿No sería la opinión hostil nada más que una opinión entre un gran número de otras? ¿Por qué debería de bastar para debilitar la sensación de garantía de que eres un miembro igual de la sociedad?
Waldron, completamente consciente de esta objeción, responde que olvida los efectos del contagio. Incluso aunque el efecto de un solo mensaje de odio pueda ser pequeño, éste indica a otra gente que odia que no odian solos. La acumulación de muchos mensajes como ése puede en realidad servir para socavar la garantía de la minoría acosada.
En cierto modo, hablamos de un bien medioambiental (la atmósfera de una sociedad bien ordenada) así como de las formas en que se mantiene una cierta ecología del respeto, la dignidad y la garantía y las formas en que puede contaminarse y (por cambiar la metáfora) socavarse. (p. 96)
Waldron esclarece el paralelismo que hace entre mensajes de odio y contaminación medioambiental de esta manera: Vemos que los
diminutos impactos de millones de acciones (cada uno de ellos aparentemente nimio en sí mismo) pueden producir un efecto tóxico a gran escala que, incluso a nivel masivo, funciona insidiosamente como una especia de veneno de acción lenta y que las regulaciones han de dirigirse a las acciones individuales con esa escala y ese ritmo de causación en mente. Se ha hecho una inmensa cantidad de progreso en la filosofía moral consecuencialista teniendo en cuenta causas de este tipo, a esta escala y a este ritmo. (p. 97)
(Waldron se refiere aquí al conocido tratamiento de “matemática moral” en Reasons and Persons, de Derek Parfit [Publicado en España como Razones y personas]).
¿Pero por qué el contagio solo opera con efectos malos? ¿Por qué los efectos acumulados de una serie de encuentros individuales en los que los grupos minoritarios sean tratados con igual respeto no generan una atmósfera positiva de garantía, precisamente de la misma manera que postula Waldron para la acumulación de mensajes de odio? Waldron supone sin argumentar una especie de ley de Gresham de la opinión pública, en la que la opinión mala desplaza a la buena.
¿Pero qué proceso, el que produce una atmósfera positiva de garantía o el que hace que se preocupe Waldron, resultará en realidad más fuerte? Una razón para pensar que es el positivo es la siguiente. Waldron, en respuesta a la acusación de que la supresión de la supresión de las leyes del discurso del odio legitima asuntos polémicos, advierte que algunos asuntos están más allá de discusión, un consenso establecido los apoya:
Supongamos que alguien pone carteles con la opinión de que la gente de África son primates no humanos. (…) Tal vez hubo un tiempo en que la política social en general (…) no podía debatirse adecuadamente sin implicar todo el tema de la raza en este sentido. Pero ésa no es la situación actual. (…) De hecho, el debate esencial sobre la raza ha acabado (ganado, finito). Hay disidentes ocasionales, unos pocos chalados que dicen que creen que la gente de descendencia africana son una forma inferior de animal, pero durante medio siglo o más, nos hemos convertido en una sociedad bajo la premisa de que esto ya no es un asunto de debate serio. (p. 195)
Si Waldron tiene razón, y solo unos “pocos chalados” creen en la doctrina del odio, ¿por qué tiene tanto miedo de los efectos malignos de permitir a esta gente publicar su opiniones sin verse molestados por el estado?
Para ser franco, creo que Waldron a veces procede de una forma muy injusta. Dice, en realidad, a los opositores a las leyes del discurso del odio: “Decís que estáis dispuestos a asumir los males del discurso del odio para preservar el bien de una libertad de expresión sin cortapisas: Pero, en la mayoría de los casos, no sois los que sufrirán el discurso del odio. ¿Por qué tenéis derecho, sin evidencias, a dejar de lado el sufrimiento de quienes son el objetivo del discurso del odio?
No es en sí mismo una mala pregunta, pero Waldron ignora otro asunto vital. Se está atreviendo a hacer un alegato por la regulación del discurso del odio. Por tanto no puede justamente trasladar la carga de la prueba completamente al bando de sus oponentes, diciéndoles: “prueba que el discurso del odio no afecta mucho a sus víctimas”. Es él quien ha de demostrar que el discurso del odio tiene de verdad los sombríos efectos que le atribuye. No está fuera de la cuestión que dicho discurso a veces sí tiene malos efectos, pero resultaría evidente que tenemos aquí un asunto empírico, uno que requiere la cita de evidencias. Hasta donde puedo ver, Waldron no ofrece ninguna, prefiriendo en su lugar presentar imágenes de gente que, viendo o escuchando ejemplos de discursos del odio, recuerdan horribles escenas de persecuciones pasadas. ¿En qué grado sufre realmente la gente por el discurso del odio? Waldron muestra poco interés en descubrirlo.
Si Waldron no ha conseguido defender la regulación del discurso del odio, ¿hay algo a decir contra dichas leyes, aparte, por supuesto, de las consideraciones libertarias que hemos indicado en esta reseña? Hay un punto que me parece de importancia fundamental. Waldron presenta estas leyes como si estuvieran limitadas solo a una expresión extrema de odio, por ejemplo, sugerencias de que la gente de ciertos grupos son subhumanos o han de ser expulsados por la fuerza de la sociedad, si no masacrados directamente. Apunta correctamente que no estamos obligados a que nos guste todo el mundo o a considerar a todos moralmente igual de dignos:
¿Significa esto [el requisito de que tratemos a todos con dignidad] que se obligue a los individuos a otorgar igual respeto a todos sus conciudadanos? ¿Significa que no se les permite estimar a unos y despreciar a otros? La proposición para contraintuitiva. Mucha de nuestra vida moral y política implica diferencias en el respeto. (p. 86)
Las leyes del discurso del odio, dice Waldron, no ignoran nuestros derechos a preferir una gente a otra. Seguimos siendo libres de criticar a grupos minoritarios, mientras no nos adentremos en el territorio prohibido del odio y la denigración abiertos. Waldron afirma que
muchas de esas leyes [del discurso del odio] se echan atrás para asegurar que hay una forma legal de expresar algo como el contenido proposicional de opiniones que se convierten en objetables cuando se expresan como un vituperio. Tratan de definir un modo legítimo de una expresión más o menos equivalente. (…) Algunas leyes de este tipo también tratan afirmativamente de definir una especie de “refugio seguro” para la expresión moderada de la opinión cuya expresión odiosa o incitadora al odio esté prohibida. (p. 190)
No dudo de que Waldron haya citado apropiadamente las leyes que menciona, pero inexplicablemente deja de comentar un fenómeno bastante conocido. Las leyes del tipo que defiende Waldron se han usado a menudo para suprimir no solo el vituperio, sino todo tipo de opiniones “políticamente incorrectas”. Por ejemplo, como apunta James Kalb en su extraordinario The Tyranny of Liberalism, “el Tribunal Supremo de Gran Bretaña [en 2004] ratificó la condena y despido de un anciano predicador que llevaba una señal en una plaza de un pueblo en la que pedía acabar con la homosexualidad, el lesbianismo y la inmoralidad y fue derribado y cubierto de basura y agua por una masa enfurecida”.
Quienes quieran más ejemplos de cómo funcionan estas leyes en la práctica, pueden consultar con provecho los agudos estudios de Paul Gottfried, como After Liberalism: Mass Democracy in the Managerial State y Multiculturalism and the Politics of Guilt. Aquí no tratamos un asunto de psicología especulativa, sino de un hecho indiscutible.
Para Waldron, el estado tendría que vigilarnos, siempre alerta ante cualquier bellaco que puede cruzar el límite (por supuesto, establecido por el propio estado) de la disensión aceptable en la ortodoxia reinante de la sociedad multicultural. No puedo pensar que un poder tutelar como ése tenga sitio en una sociedad libre.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.