El declive de la conversación

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Hablando como hacía el obispo Pontoppidan acerca de los búhos en Islandia, la cosa más significativa que he advertido acerca de la conversación en Estados Unidos es que hay poca y a medida que pasa el tiempo parece haber menos a la vista. Echo incluso mucho de menos el libre juego de ideas que solía encontrar hace años: parecería que mis compatriotas ya no tuvieran las ideas e imaginación que tenían antes o que se preocuparan menos por ellas o que por alguna razón fueran tímidos con ellas y no les gustara exponerlas. En todos los casos, el ejercicio de ideas e imaginación se ha convertido en poco de moda. Cuando apunté por primera vez este fenómeno pensaba que podría ser una ilusión de la vejes, ya que he llegado a años en los que el pasado toma un aspecto antinaturalmente atractivo. Pero al pasar el tiempo, el hecho resultaba innegable y por consiguiente empecé a darme cuenta.

Al hacer me vino a la mente una anécdota olvidada hace tiempo y que había permanecido así desde entonces. La recuerdo diariamente. Hace años, Brand Whitlock me contó la historia de un conocido suyo, algo relacionado con la venta de ropa, un socio menor en una empresa cuyo nombre ya no recuerdo, así que para facilitar la cosa haremos un homenaje a Mr. Montague Glass y la llamaremos Maisener and Finkman. Mr. Finkman llegó a la tienda una mañana de lunes, lleno de alegría ante el buen rato que había pasado en la casa de su socio la tarde anterior: compañía excelente, conversación interesante, una ocasión soberbia en todos los aspectos. Después de cenar, dijo (¡y menuda cena!) “fuimos al salón y nos sentamos y hablamos de negocios toda la tarde hasta la medianoche”.

Día tras día se fortalece la obligación de aceptar a Mr. Finkman como tipo. Podría pensarse en un asunto delicado para presionar, pero después de todo, Mr. Finkman no es creación de la imaginación de uno, sino por el contrario una realidad sólida y respetable, un fenómeno social de primera importancia y por tanto merece atención tanto en el lado positivo de sus preferencias y adicciones y por el negativo de sus desagrados. Estoy muy alejado de creer que deba “hacerse algo acerca de” Mr. Finkman o que deba estudiársele con una opinión ulterior, ya sea para denigrarle o ensalzarle. Defiendo inequívocamente su derecho a un ejercicio ilimitado de sus gustos y desagrados y su derecho a que haga que los comparta  tanta gente como pueda conseguir. Lo que sugiero es que debería entenderse la influencia de sus gustos y desagrados en la civilización estadounidense. En el momento en que uno mira al mapa de esta civilización, ve la línea dibujada por Mr. Finkman y ésta es tan precisa que uno no puede sino tomarla como pista principal. Si uno desea tener una medida de la civilización estadounidense, no solo debe antes o después medir las predilecciones de Mr. Finkman, sino que ahorrará tiempo y problemas tomándola desde el principio.

Como evidencia del alcance de la influencia de Mr. Finkman en el lado positivo, advierto la de mi conocido estadounidense, cuyos intereses no son puramente comerciales se muestran tanto como los de los demás. Músicos, escritores, pintores y similares parecen dar lo mejor de sí mismo y divertirse cuando “hablan de negocios”. Al poner en la balanza los demás instintos con el de la expansión, personas como éstas tienen una ventaja y uno esperaría ver ésta reflejada en sus conversaciones más clara y constantemente de lo que lo está. Si dos o tres de ellos se reunieran, uno vería un considerable juego de ideas e imaginación y uno pensaría que al instinto de expansión (ya que uno por fuerza debía dar mucha atención a él en otro tiempo) bien podría dársele licencia. Pero observo que raramente es el caso. En su mayor parte, como Mr. Finkman, esta gente empieza a estar muy segura de sí misma, a gusto e interesada, en el momento en que el instinto de expansión se hace cargo de la conversación y le da un giro directamente práctico.

Uno se pregunta por qué debería ser así. ¿Por qué debería el propio Mr. Finkman, después de seis días de constante atención al instinto de expansión estar a gusto y feliz cuando sigue “hablando de negocios” en el séptimo? Porque se las ha arreglado para llevar todo el discurrir de su ser a través del relativamente estrecho canal establecido por el instinto de expansión. Por tanto, cuando “habla de negocios” tiene la estimulante sensación de ir a toda velocidad. Así que una corriente de molino podría pensar de sí misma que es más importante que un río; probablemente el Iser se sienta más importante y eufórico en su estrecho y accidentado curso que el Mississippi al llenar todas las ramas de su delta. Con esta excesiva simplificación de la existencia, Mr. Finkman ha establecido la fórmula estadounidense del éxito. Hace dinero, pero el dinero es una recompensa incidental: su recompensa real es la continua euforia que obtiene del proceso de hacerlo. Mis amigos cuyos intereses no son exclusivamente comerciales sienten la autoridad de la fórmula y comparten la recompensa de su obediencia. Por ejemplo, mi amigo A escribe una buena novela. Sus instintos de intelecto, belleza, moral, religión y urbanidad, supongamos, todos forman parte de ella y se satisfacen. Consigue de ella lo suficiente como para que le compense escribirla y por tanto se satisface su instinto de expansión. Pero está satisfecho, no eufórico. Cuando, por el contrario, su editor vende cien mil ejemplares de otra novela, está dentro de la fórmula estadounidense del éxito. La novela puede no haber ejercitado su sentido de intelecto, belleza, moral, religión y urbanidad, (puede ser en otras palabras, una nivela indiferente), pero sin embargo está bastante en la fórmula del éxito de Mr. Finkman y por tanto esta lógicamente eufórico. Ha llenado toda la corriente de su ser en el canal abierto por el instinto de expansión y sus sensaciones se corresponden con su logro.

Así que por esta acción positiva al establecer la fórmula estadounidense del éxito, Mr. Finkman ha sacado de la conversación lo que los escoceses llaman un “monstruoso borrén”. La conversación depende de la copiosidad de ideas generales y de una imaginación capaz de ordenarlas. Cuando uno “habla de negocios”, sus ideas pueden ser poderosas, pero son especiales; la imaginación de uno puede ser vigorosa, pero su rango es pequeño. De ahí procede la costumbre de particularizar (también normalmente encontrando el tema principal de la conversación en las personas). La costumbre conlleva, naturalmente, cualquier excursión que siga la mente de Mr. Finkman para salirse del dominio del instinto de expansión; pues este no uso de de la imaginación y las ideas generales fuera de esta esfera le indispone ante ellas y le hace inhábil con ellas. Por eso la conversación en Estados Unidos, aparte de su extrema atenuación, presenta otro fenómeno. En su lado más serio, esta compuesta casi completamente de particularizaciones y, en su lado más elevado, de personalidades.

Estas características marcan la conversación de los niños y, por tanto, pueden utilizarse para indicar una civilización extremadamente inmadura. Hace unos días, un jovial conocido que sale a menudo a cenar me contó una historia que se relaciona con esto. Parece que acababa de oír amargas quejas de una anfitriona con experiencia que durante años ha llevado a su mesa a diversos contingentes de la sociedad neoyorquina. Decía que la conversación en su mesa había llegado a un punto desesperante. Tenía tantos problemas para que sus invitados conversaran como en el caso de los niños en una fiesta y toda la conversación que podía sonsacarles hoy en día, aparte de las personalidades, llegaba en el monótono estilo pistolero de una declaración concreta y un asentimiento mecánico.

“Tiene razón”, continuaba mi amigo. “He aquí un resumen del tipo de cosas que escuché tarde tras tarde. Entramos a cenar hablando de personalidades, sin que importara el tema. Teatro: hablábamos de los principales vestidos y gestos de la protagonista y sus modos con su primer marido. Libros: hablamos del podrido agente de prensa del autor, de la hechura de sus pijamas a la forma en que se peina. Música: nos contamos acerca de la buena presencia del director de orquesta Kaskowhisky y lo superior que es en todos los aspectos a la de von Bugghaus, cuya espalda no es ni la mitad de robusta. Charlas absurdas en realidad, sabes, ¡todas! ¡Dios mío! ¿puedes preguntarte por qué este país mató a Mahler y encarceló a Karl Muck?

“Bueno, nos sentamos a la mesa. Las personalidades se acabaron con el final de la sopa. Silencio. Luego un banquero como un viejo sapo hinchado retira su nariz de su taza de sopa, se yergue, tose detrás de su servilleta y mira alrededor. ‘¿No es notable cómo la responsabilidad hace salir los recursos de grandeza de un hombre? ¿Quién habría pensado hace dos años que Calvin Coolidge se convertiría en un gran líder?”

Invitados, al unísono, acciaccato: ‘Ajá’

Siguiente plato. Las personalidades suben un poco y acaban desapareciendo de nuevo. Algún otro se yergue y se acomoda al tiempo. ‘¿No es espléndido ver el gran ejemplo que está dando Estados Unidos en uso correcto de la riqueza? Pensad, por ejemplo, en todo el bien que ha hecho Mr. Rockefeller con su dinero’.

Invitados, fastoso: ‘Ajá’”

Mi querido amigo puede haber exagerado un poco (espero) pero su informe merece una atención cuidadosa del observador a fin de compararlo con lo que oye uno. Su siguiente comentario merece atención ya que proporciona otra característica concreta de inmadurez.

“Pero lo que va contra mis principios”, continuaba, “es que si tomas algo de estas necedades y tratas de alejarte de los particular y personal y de hacer una conversación real con ello, te miran como si fueras un enemigo de la sociedad. Si incitas al banquero a una discusión de la idea de liderazgo (qué significa, cuáles con las cualificaciones para el liderazgo y lo lejos que ha de llegar un presidente para cumplirlas), todo lo que hará será gruñir y decir: ‘Supongo que debes ser una especie de rojo, ¿no?’ Un poco de conversación como esa le hace despedirse cada vez. ¡Es una idea imaginativa con la que juego, créeme! Diría que me he sentado en mesas en Europa con todo tipo de opiniones y de una forma u otra, todas se exponían. Para eso se hacen las cenas. ¿Cómo puedes tener ninguna conversación si todo lo que se espera de ti es asentir?”


[On Doing the Right Thing, capítulo 3]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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