El falso capitalismo de Hamilton

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Mientras esperamos que el sustituto de Bush enderece nuestras baqueteadas vidas, es esencial entender cómo llegamos aquí y por qué los políticos están decididos a hacer lo incorrecto. La economía austriaca explica por qué sus políticas son defectuosas, pero a nadie con voz parece importarle. Cuando la historia confirma que quitar las manos de encima es la única aproximación eficaz y humana a un declive y a la prosperidad en general, mientras que poner las manos lleva a la ruina ¿por qué los gobiernos consideran hoy cualquier opción excepto los mercados libres?

Podéis echar la culpa a la fuerte influencia del keynesianismo, pero podríamos preguntarnos por qué Keynes es tan popular. Se salió con la suya echando la culpa al mercado de la Depresión de la década de 1930. ¿Cómo pueden sus seguidores hacer hoy lo mismo después de 70 años de intenso intervencionismo? Al leer los comentarios de la corriente principal actual, pensarías que el libre mercado entró por la puerta de atrás cuando no miraba nadie.

Sabemos que los gobiernos siempre se han entrometido en sus economías, pero se suponía que Estados Unidos era claramente distinto. ¿Empezamos con mercado no intervenidos, vimos su fracaso y luego cambiamos a una postura más “progresista”? ¿En qué punto de nuestra historia empezamos a promover el intervencionismo como un ideal?

Revisad la fundación del país y no será inmediatamente evidente dónde dejó su marca la mano dura del estado. Por ejemplo, en ninguna parte de la Declaración de Independencia encontramos ninguna nota que reclame altos impuestos y un banco central para apoyar nuestros derechos inalienables. Es difícil imaginar que los patriotas que lucharon en Breed’s Hill o Yorktown estuvieran inspirados por visiones de una masiva redistribución de su riqueza hacia intereses especiales. Pero cuando consideramos la cláusula del “bienestar general” de la Constitución, empezamos a preguntarnos: ¿Era un taquigrafía general para vale todo, siempre que tenga suficiente apoyo político?

Thomas Jefferson decía que no. El Congreso no tenía poderes ilimitados para promover el bienestar general, “sino que estaban restringidos a aquéllos enumerados específicamente”. Su rival político, Alexander Hamilton, por el contrario, tenía dos respuestas. Como autor del número 84 del Federalista, en el que se refería a las constituciones “como limitaciones del poder del propio gobierno”, podría estar de acuerdo con Jefferson, al menos públicamente. Pero posteriormente, como secretario del Tesoro bajo Washington, dejó caer la fachada de las limitaciones del gobierno. Mientras cualquier legislación propuesta fuera “por el bien público”, la consideraba legal bajo la Constitución.

Como explica Thomas DiLorenzo en su apasionante nuevo libro, Hamilton’s Curse: How Jefferson’s Arch Enemy Betrayed the American Revolution — and What It Means for Americans Today:

Hamilton rechazaba el construccionismo estricto de Jefferson y consideraba a la Constitución como concesora de poderes en lugar de cómo una serie de limitaciones. Con una inteligente manipulación de las palabras, creía, la Constitución podría utilizarse para aprobar prácticamente todas las acciones del gobierno sin implicar en absoluto a los ciudadanos.

En un reciente artículo, DiLorenzo dice que Hamilton “luchó ferozmente por su programa de bienestar corporativo, aranceles proteccionistas, deuda pública, impuestos omnipresentes y una banco central gestionado por políticos y sus subordinados en la capital de la nación”.

Respecto de la estipulación de que las políticas deben promover “el bien público” o servir al “interés público” (expresiones que Hamilton utilizó incontables veces), DiLorenzo nos recuerda que “ninguna política pública puede decirse que sea de ‘interés público’ salvo que beneficie a todos los miembros del público”. ¿Y cuántas veces ocurre esto? El “interés público” resulta significar intereses especiales favorecidos.

Héroe de la Guerra de Independencia y ayudante del General Washington, Hamilton empezó a reclamar “un gobierno con más poder” en 1780 y en 1787, con la ayuda de una enorme manipulación de la Rebelión de Shay, reunión a los delegados estatales para la Convención Constitucional, cuyas reuniones estuvieron cerradas al público. De acuerdo con un libro de 1823 de John Taylor, de Carolina, que se basa en buena medida en notas tomadas por el delegado en la Convención, Robert Yates, Hamilton actuó rápidamente para consolidar todo el poder en manos del poder ejecutivo, proponiendo un presidente y senado permanentes.

Los gobernadores de los estados serían nombrados por el gobierno nacional y cualquier ley estatal que estuviera en conflicto con la constitución sería considerada nula. Lo que quería Hamilton era un “gran” gobierno nacional muy similar a aquél del que se acababan de independizar los estadounidenses. No sorprende que los asistentes a la convención rechazaran su propuesta, estableciendo en su lugar una confederación de estados libres e independientes que delegaban al gobierno central unos pocos poderes concretos.

En 1802, Hamilton denunciaba en privado la Constitución como “una estructura precaria e inútil”, pero para entonces ya había establecido la metodología para hacerla irrelevante, como dice DiLorenzo, a través de la “manipulación legalista de sus palabras”.

El programa de Hamilton

En su Informe sobre manufacturas de 1791, pedía al Congreso que autorizara el pago de “recompensas pecuniarias” (subvenciones) a los fabricantes de ciertas cosas, basándose en la cláusula del bienestar general. La causa “indudablemente” pretendía significar más de lo que expresaba, argumentaba Hamilton, así que correspondía al Congreso decidir lo que significaba y cómo fundamentarla. Como apunta DiLorenzo, generaciones de jueces nacionalistas han utilizado el argumento de Hamilton para expandir el gobierno mucho más allá de sus límites constitucionales.

Además, la nación, no los estados, tenía “todo el poder soberano”, insistía Hamilton. Los estados eran “seres artificiales” y por tanto no tenía sentido hablar de su derecho de secesión, aunque de alguna manera esos mismos estados artificiales se habían unido para independizarse de Inglaterra. Además, argumentaba Hamilton, la Constitución otorga al gobierno “poderes implícitos”, uno de los cuales era el de establecer un banco nacional para promover una “circulación del papel” y por tanto extender préstamos por encima de las reservas de oro y plata. Hamilton decía que la cláusula de comercio de la Constitución daba al gobierno el poder de regular todo el comercio, no solo el interestatal. Por tanto se autorizaba un banco nacional, que regularía el comercio dentro de los estados.

Como explica DiLorenzo, Hamilton y sus compatriotas nacionalistas no podían hacer que funcionara el mercantilismo con una confederación de estados soberanos. Si los estados del norte aprobaban un alto arancel proteccionista, por ejemplo, las importaciones acudirían a los estados del sur con bajos aranceles para luego extenderse al resto del país. Con un gobierno nacionalista, podía imponerse aranceles altos en todos los estados, gravando en la práctica a unos en beneficio de otros.

Un ejército permanente de recaudadores de impuestos

Hamilton interpretaba que los “poderes de guerra” de la Constitución significaban “que deberían darse recursos ilimitados a los militares, incluyendo el servicio militar y un ejército permanente en tiempo de paz”, escribe DiLorenzo. “También quería que el gobierno nacionalizara todos los sectores relacionados con lo militar, lo que en el mundo actual significaría prácticamente todos los sectores”.

Era necesario un ejército permanente el tiempo de paz para aplicar los impuestos públicos. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que aplicar un poco de fuerza? Así, en 1794 Hamilton acompañó personalmente al Presidente Washington a Pennsylvania occidental con 13.000 reclutas y oficiales de la aristocracia acreedora de la costa este a aplastar la llamada Rebelión del whiskey. Después de rodear a una veintena de rebeldes fiscales, algunos de los cuales eran ancianos y veteranos de la Guerra de Independencia, Hamilton se los llevó encadenados a través de la nieve hasta Philadelphia, donde ordenó a los jueces locales a emitir veredictos de culpabilidad y sentenciarles a la horca. Washington, que había vuelto a casa antes de la dura caminata a través del estado, perdonó a los únicos dos que acabaron condenados, dejando a Hamilton amargamente desilusionado.

Otras áreas de la frontera estadounidense (en Maryland, Virginia, Carolina del Norte y del Sur, Georgia y todo el estado de Kentucky) de dedicaban a la producción casera de whisky y se opusieron ferozmente al nuevo impuesto. El whisky no solo era un consumible preciado: servía como dinero, como medio de intercambio y los locales consideraron el impuesto tan oneroso que el Impuesto del Sello del rey de 1765. No hubo rebelión en estas áreas porque nadie estaba dispuesto a recaudar los impuestos. Hamilton había escogido los cuatro condados en Pennsylvania occidental como su objetivo porque los funcionarios locales estaban lo suficientemente corrompidos como para ayudarle.

El impuesto y el ataque federal a los manifestantes puso el foco en la táctica del “interés público” de Hamilton. Como apuntaba Rothbard: “al seguir el programa de Hamilton, el impuesto recaía más duramente en las pequeñas destilerías. Por consiguiente, muchas grandes destilerías apoyaron el impuesto como medio para acabar con sus competidores más pequeños y numerosos”. Las destilerías más pequeñas pagaban por galones, mientras que las mayores pagaban una tasa fija.

El odiado impuesto también contribuyó a que Jefferson fuera elegido en 1800. la elección acabó con un empate entre Jefferson y Aaron Burr y fue por tanto trasladada a la Cámara. Eligiendo a quien consideraba el menor de dos males, Hamilton usó su influencia para dirimir el empate a favor de Jefferson, un hecho que contribuyó a producir su fatal duelo con Burr en 1804.

Pero antes de que Jefferson ocupara el cargo, explica DiLorenzo, el presidente federalista John Adams ayudó a la causa de Hamilton cuando nombro a cientos de “jueces de medianoche” para la administración federal de justicia en los últimos 19 días de su administración. Aunque Jefferson se libró de la mayoría de ellos, pasó por alto en nombramiento del idólatra de Hamilton, John Marshall, que actuó como juez principal de 1801 a 1835.

“En Marbury vs. Madison [1803] John Marshall afirmaba esencialmente que él, como juez principal, tenía poder sobre toda la legislación del Congreso”, escribe DiLorenzo. Esto era coherente con el número 78 del Federalista, en el que Hamilton decía que correspondía a los tribunales “determinar el significado [de la Constitución], así como el significado de cualquier acto particular que proceda del poder legislativo”. Aunque Marbury vs. Madison señala el nacimiento de la revisión judicial, la idea de Hamilton de que el gobierno debería ser el único juez de sus propias acciones no prevaleció hasta que fue impuesto por la fuerza de las armas, durante la Guerra de Secesión.

Discípulos de Hamilton

Tras la muerte de Hamilton, el senador de Kentucky, Henry Clay, un rico propietario de esclavos conocido como el “príncipe del cáñamo” por sus enormes cultivos de cáñamo, se unió a Marshall y otros en promover el estatismo y el privilegio corporativo. Como nos cuenta DiLorenzo, Clay “dedicó décadas, literalmente, a defender aranceles proteccionistas sobre el cáñamo extranjero, camino y canales subvencionados por el gobierno para poder transportar su cáñamo hacia el este, un banco nacionalizado para poder inflar la economía”. Clay quería obligar a la completa autosuficiencia del país y privar a los estadounidenses de las ventajas de la división internacional del trabajo: algo bueno para los cultivadores de cáñamo de Kentucky, pero no para los consumidores.

Lejos de traer las relaciones armoniosas que prometió Clay, su programa mercantilista provocó conflictos entre sectores. Los aranceles que defendía “favorecían abrumadoramente a los estado del norte”, ya que había pocas manufacturas en sur incluso en la década de 1860. “Para los sureños, los aranceles eran todo coste y nada beneficio”. Los aranceles proteccionistas, como parte esencial del plan de Hamilton para unos Estados Unidos mercantilistas, sería un importante factor en las fuerzas de la guerra.

Cuando Lincoln se convirtió en presidente, empezó rápidamente a implantar el sistema de Hamilton de bienestar corporativo. Ni siquiera su sangrienta guerra le detuvo. Junto con su mayoría republicana impuso tasas arancelarias del 50%, autorizó enormes subvenciones a empresas ferroviarias y creó un sistema bancario nacionalizado. Los greenbacks emitidos bajo el nuevo sistema se depreciaron en más de la mitad y los precios del consumo en el norte más que se doblaron entre 1860 y 1865. A causa de la inflación, los salarios reales se desplomaron y la guerra acabó costando a los contribuyentes del norte 528 millones de dólares más, dice DiLorenzo.

El escándalo del Credit Mobilier de 1882 fue la consecuencia más notoria del bienestar corporativo hamiltoniano, pero, como apunta DiLorenzo, “era solo la punta del iceberg” del previsible despilfarro y corrupción que producen los favores del gobierno. La gente estaba enfurecida por el escándalo y pedía más control político de las empresas (en otras palabras, pedían más de lo que creó el problema al inicio).

Como demostró Gabriel Kolko en su innovadora obra de 1963, The Triumph of Conservatism, “las empresas estadounidenses, lejos de resistirse al control político, buscaban esa regulación porque podían usarla en su beneficio”, explica DiLorenzo. Por ejemplo, el sector ferroviario cabildeó para la creación de la Comisión Interestatal de Comercio, que pronto prohibió los descuentos a los consumidores. Cornelius Vanderbilt había estado realizando esta práctica “implacable”, pero “al hacer ilegales los descuentos, la CIC eliminaba en las compañías ferroviarias la presión de competir por los clientes”. Otros negocios, como los suministros de gas y electricidad, acudieron a la arena política para concesiones de monopolios, buscando obtener del gobierno lo que no habían conseguido en el mercado.

La revolución hamiltoniana de 1913

En 1913, el gobierno adquirió el control efectivo de la riqueza del país y fortaleció su poder sobre los estados al aprobar tres leyes: la ley de la renta, la elección directa de senadores y la ley de la reserva federal. Las dos primeras llegaron como Decimosexta y Decimoséptima Enmiendas, la “ley de moneda” se coló justo antes de Navidad. Las tres, siguiendo la retórica de Hamilton, se promovieron bajo la cobertura del “interés público”. Las tres fueron un camelo (abuso de confianza de los funcionarios públicos). Las tres “supusieron un golpe mortal a la antigua tradición jeffersoiniana en la política estadounidense” y produjeron “la victoria decisiva final para los hamiltonianos”.

¿Fueron tan malas estas leyes? Juzgadlo vosotros mismos.

Antes de la Decimoséptima Enmienda, los senadores de EEUU eran “embajadores de los estados”: eran nombrados por los parlamentos estatales. Hablarían en nombre de sus gobiernos estatales, que supuestamente tendrían control sobre cómo votaban. Nombrar senadores pretendía ser un control de los poderes del gobierno federal Limitaba la “capacidad de los senadores de vender sus votos a grupos de intereses especiales en toda la nación”, explica DiLorenzo. Gracias a la Decimoséptima Enmienda, la corrupción política se ha “expandido multiplicando su magnitud”, dice. “Los senadores de EEUU ahora viajan por todo el país buscando contribuciones de campaña de los intereses especiales”.

Un impuesto de la renta no era popular en la época de Hamilton, pero éste reconocía la necesidad de altos impuestos para financiar el gobierno “enérgico” que quería. El primer impuesto federal de la renta se impuso en 1862 y, aunque fue abolido una década después, “la experiencia había desatado los apetitos de los grupos de intereses especiales”, escribe DiLorenzo. En 1913, los granjeros estadounidenses habían llegado a un acuerdo por el que apoyarían un impuesto de la renta a cambio de menores tasas arancelarias. El impuesto de la renta se convirtió en ley en 1916 y en 1930 las tasas arancelarias habían aumentado a su mayor nivel en la historia: un 59,1% de media. Menudo acuerdo para los granjeros.

Después de la adopción de las retenciones, en 1943, se consolidó el impuesto de la renta, como ha escrito Charlotte Twight, “tanto a través de su aparato administrativo como de su aceptación en la mente de la mayoría de los contribuyentes”. Con su confiscación de enormes cantidades de riqueza y el ejército de burócratas y agentes necesarios para la recaudación, el impuesto de la renta hace a los ciudadanos mendigos sombrero en mano cuando tratan de influir en el gobierno federal. En su relación con Washington, los estados se han convertido en los “seres ratifícales” de Hamilton.

Por aversión y miedo a la competencia, las grandes empresas a finales del siglo XIX trataron de formar cárteles voluntarios, pero esos acuerdos eran notablemente inestables, apunta DiLorenzo, así que se dirigieron al gobierno para hacerlos funcionar. Los que querían los grandes banqueros era un monopolio de la emisión de billetes para poder tener una “moneda más flexible”. Antes, si un banco individual emitía demasiados billetes, los depositantes se ponían nerviosos y reclamaban la redención en oro. Como todos los bancos emitían más billetes o depósitos que oro tenían en reserva, estaban todos a una corrida bancaria de verse en problemas.

La ley de moneda que creó la Fed en 1913 fue un paso crucial para eliminar este problema… para los bancos. Dos décadas después, el gobierno sacó al oro de la escena, de tal forma que cubrir una escasez de un miembro ya no era un problema. A través de la magia de la imprenta, la Fed podía también proporcionar ingresos instantáneos al gobierno para pagar aventuras militares.

La Fed y el impuesto de la renta proporcionaron los “mecanismo básicos” para hacer que Estados Unidos entrara en la carnicería llamada Primera Guerra Mundial. “Como todas las guerras, la Primera Guerra Mundial aumentó permanentemente los poderes del gobirno y alimentó la necesidad entre los políticos de ‘planificar’ la sociedad estadounidense en tiempo de paz, igual que la había planificado en el de guerra”, explica DiLorenzo.

La Fed tiene el poder de hacer la única cosa que no debería hacer: regular la oferta monetaria. Al hacerlo, distorsiona las relaciones de precios y garantiza una corrección que, desde 1929, el gobierno considera como un toque de trompeta para “hacer algo”. Ignorando la sabiduría económica, hace todo lo que puede para impedir la corrección necesaria, haciendo así más larga y más dolorosa la recuperación. Cuando la economía sale de la depresión, el gobierno se lleva el mérito y la Fed empieza a inflar de nuevo, creando otra secuencia de auge-declive-corrección/intervención-crisis que se produce en buena parte sobre casi todo lo que estimamos. Entre 1789 y 1913, los precios se mantuvieron en general estables, apunta DiLorenzo, y el gobierno era
poco más que una nota a pie de página
en las vidas de la gente. Desde 1913, los precios se han multiplicado por veinte, mientras que hoy la intrusión del gobierno no tiene límites.

Conclusión

Igual que en sus dos libros sobre Lincoln, Thomas J. DiLorenzo ha hecho un trabajo magistral de desenmascaramiento de un icono estadounidense cuyo influencia ha sido enormemente perjudicial para la mayoría que vive fuera de la enrarecida realidad de la política nacional.

¿Hay alguna escapatoria al mundo de Hamilton? Todo depende de nosotros. El últimos capítulo del libro, “Acabando con la maldición”, pide una “devolución del poder”. Necesitamos sacudirnos a la casta dominante y despojar al gobierno central de sus características hamiltonianas, lo que significa, entre otras cosas, acabar con la tiranía judicial, derogan las enmiendas Decimosexta y Decimoséptima., prohibir los aranceles proteccionistas y abolir la cláusula del bienestar general. Deberíamos recordar que las últimas dos medidas se consiguieron en la Constitución Confederada de 1861, así como en las constituciones estatales en el periodo previo a la guerra. DiLorenzo también quiere desmantelar “el monopolio hamiltoniano del gobierno sobre el dinero”, lo que sería de por sí un gran revés para el gobierno despótico.

Hamilton’s Curse es una lectura placentera y algo que debe leer todo el que valore la libertad y busque una comprensión más profunda del sinsentido imperante.


Publicado el 16 de diciembre de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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