El 5 de junio murió el aclamado autor Ray Bradbury. No puedo decir que me afectara mucho la pérdida. Mis relaciones con la mayoría de los autores normalmente empiezan y terminan dentro de las páginas de sus libros. Encuentro que ahondar en las vidas de escritores y actores (especialmente en los componentes de sus creencias políticas) es a menudo algo descorazonador. Aún así, me sigue entristeciendo que nuestro mundo no se vea agraciado por la presencia del hombre.
Es interesante que descendiera de Mary Bardbury, una mujer que fue condenada y sentenciada a la horca en el siglo XVII durante los infames juicios de brujas en Salem. Después de que se impusieran esas brutalidades a la familia, no puedo decir si es naturaleza o educación lo que hizo que Ray llegara a ser escéptico con la forma en que son las cosas. Entre los otros descendientes de Mary está Ralph Waldo Emerson, el renombrado individualista que llegó a decir: “Cuanto menos gobierno, mejor”. Descubrí hace unos pocos años que mi tatara tatara tatara y hasta el infinito tatarabuela, también fue acusada de bruja en los juicios puritanos de brujería. Solo puedo tomar esto como un fantástico cumplido y esperar que mis parientes antiestado estuvieran del lado de los buenos en la lucha con la familia Bradbury, que llevaba a los ideales libertarios que ahora amo tan profundamente.
El primer libro original de Bradbury, Fahrenheit 451, es un feroz testimonio contra la censura de las ideas opuestas. Mantuvo repetidamente que el pueblo (no el estado) era el antagonista a los libros, pero el enemigo real, más que las personas reales en cuestión, era su obsesión por la corrección política, que llevaba a la destrucción y quemado de la vieja literatura en primer lugar. Y como os dirá cualquiera, los libertarios normalmente tenemos poca paciencia ante la corrección política. No hace sino diluir el verdadero significado de las palabras y atonta a la población hasta la apatía.
Posteriormente toca este asunto en la coda de Fahrenheit 451, empujado por los editores que borraron de su historia las expresiones “Luz de Dios” y “en la Presencia”. Bradbury escribe:
Hay más de una manera de quemar un libro. Y el mundo está lleno de gente llevando cerillas encendidas. Toda minoría (…) siente que tiene la voluntad, el derecho, la obligación de dosificar el queroseno, encender la mecha. Todo editor imbécil que se vea como la fuente de toda literatura sombría de simple manjar blanco cereal sin levadura, lame su guillotina y mira la nuca de cualquier autor que se atreva a decir algo por encima de un susurro o escriba más allá de una canción infantil.
Posiblemente por eso el autor no encontraba sentido a esta actitud elitista que se encuentra tan frecuentemente en las universidades modernas. Bradbury no fue a la universidad. Mucha gente afirma que este tipo de decisión convierte a la gente en dependientes económicos. (Curiosamente, Bradbury escribió el primer borrador de Fahrenheit 451 estando físicamente debajo del campus de UCLA). El hecho de que la novela se considera hoy esencial en la literatura estadounidense demuestra que estos críticos pro-universidad no tenían (y, francamente, siguen sin tener) razón.
Comentaba acerca de su aversión a la educación formal en una entrevista en el New York Times:
No creo en las universidades. Creo en las bibliotecas, ya que la mayoría de los estudiantes no tiene ningún dinero. Cuando me gradué en el instituto, era durante la Depresión y no teníamos dinero. No pude ir a la universidad, así que fui a la biblioteca tres días a la semana durante 10 años.
No todo libertario es por sí mismo anti-universidad, pero la mayoría vemos estas instituciones excesivamente grandes como la descendencia accidental de la intervención pública. Una mezcla de agencias federales, licencias de acreditación y paquetes obscenos de ayuda financiera han convertido a eficientes escuelas comerciales en burocráticas (y por tanto extremadamente caras) pesadillas que ofrecen cursos y títulos sobre asuntos no relacionados con ninguna industria necesaria en el mercado. Un rápido vistazo al sistema público escolar actual, estoy seguro de que habría mostrado a Bradbury la parálisis distópica en que esperaba que Estados Unidos nunca se convirtiera.
Como nosotros, era optimista sobre la capacidad de la gente de corregir estos problemas sin los dictados de los impertinentes políticos que hurgan en Washington DC. Este odio al estado aparecía en una entrevista en la revista Time hace casi dos años. Cuando se la preguntaba si mantenía su reputación anti-política, Bradbury respondía con palabras duras, asegurándose de proporcionar algún sabio consejo sobre el potencial de las resoluciones pacíficas y afectuosas:
No creo en el gobierno. Odio la política. Estoy en contra. Y espero que alguna vez este otoño, podamos destruir parte de nuestro gobierno y al siguiente año destruir aún más. Cuanto menos gobierno haya, más feliz seré. (…) Todo lo que puedo hacer es enseñar a la gente a enamorarse. Mi consejo es haz lo que amas y ama lo que hagas. Así serás libre de todas las leyes y de toda gravedad.
¡Ya lo creo! Hay poco más que añadir. Es una pena que no supiera estas cosas mientras leía los libros de Bradbury hace muchos años. Tal vez los hubiera leído más despacio, prestado más atención a ciertos párrafos y respirado profundamente después de reflexionar acerca de la posibilidad de que tal vez, en algún sitio profundo del argumento, había más que solo fantasía. La conservación con escritores antiguos, la lluvia constante en una roca distante, viendo la tierra arder desde el horizonte de Marte… probablemente nunca sepamos si estas descripciones eran símbolos de algo que acabaremos entendiendo en el futuro.
Pero sí sabemos esto: un maravilloso ser humano, que dejó tras de sí un legado literario de lucha por la libertad de adquirir y compartir conocimientos, murió como Venus y el Sol cruzaron sus caminos: los dos símbolos del amor y la verdad señalan un bello final a una vida que recordaremos durante mucho tiempo.
Salieron todos y miraron al cielo esa noche. (…) Allí estaba la Tierra y allí la futura guerra y allí cientos de miles de madres y abuelas o padres o hermanos o tías o tíos o primos. Estaban es los porches y trataban de creer en la existencia de la Tierra, igual que en algún momento trataron de creer en la existencia de Marte. (Crónicas marcianas).
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.