Convencionalmente el Estado se define como una agencia con dos características únicas. La primera, que es un monopolio territorial compulsivo de última instancia en la toma de decisiones (jurisdicción).
Es decir, es el árbitro último en todos los casos de conflicto, incluyendo aquellos conflictos en los cuales se ve envuelto el mismo estado. La segunda, el estado es un monopolio territorial de impuestos. Es decir, es una agencia que fija unilateralmente el precio que los ciudadanos deben pagar por los servicios de justicia y orden.
Previsiblemente, si alguien puede apelar por justicia solamente ante el estado, tal justicia se pervierte a favor del estado. El monopolio, de última instancia en la toma de decisiones, en vez de resolver conflictos los provoca con el fin de decidirlos a su favor. Peor aún, mientras disminuye la calidad de la justicia, su precio irá en aumento. Motivado, como cualquiera, por interés propio, pero armado del poder de gravar con impuestos, la meta de los agentes estatales es siempre la misma: maximizar el ingreso y minimizar el esfuerzo productivo.
Estado, Guerra, e Imperialismo
En vez de concentrarme en las consecuencias internas de la institución del estado, me enfocaré más bien en sus consecuencias externas, es decir, en su política externa más bien que en su política doméstica.
Por un lado, al ser una agencia que pervierte la justicia y grava con impuestos, todo estado sufre la amenaza de la “emigración”.
Especialmente sus ciudadanos más productivos podrían emigrar para escapar de los impuestos y de la perversión de la ley. Y esto a ningún estado le gusta. En vez de ver encoger su base tributaria y su rango de control, los agentes preferirían que se ampliase. Pero entonces entrarían en conflicto con otros estados. A diferencia de la competencia entre personas e instituciones “naturales”, la competencia entre estados es eliminatoria. Es decir, en un área dada, sólo puede existir un monopolio de toma última de decisiones y de impuestos. En consecuencia entre los diferentes estados se promueve la tendencia hacia la centralización política y finalmente hacia un estado único mundial.
Más aún, como monopolios de toma última de decisiones, financiados por impuestos, los estados son instituciones inherentemente agresivas. Mientras las personas e instituciones “naturales” tienen que soportar por sí mismas el costo de su comportamiento agresivo (lo que les induce a abstenerse de tal conducta), los estados pueden externalizar este costo sobre los contribuyentes.
Esta es la razón por la cual los agentes estatales se inclinan a ser provocadores y agresores y se puede esperar que el proceso de centralización proceda mediante choques violentos, es decir, guerras interestatales.
Más aún, dado que los estados tienen que comenzar siendo pequeños y asumiendo como punto de partida un mundo compuesto de una multitud de unidades territoriales independientes, podríamos decir algo más bien específico acerca de lo requerido para el éxito. La victoria o la derrota en la guerra interestatal depende de muchos factores, claro, pero si otros factores tal como el tamaño de la población permanecieran iguales, a largo plazo, el factor decisivo sería la cantidad de recursos a disposición del estado. Con impuestos y regulaciones los estados no contribuyen a la creación de riqueza económica. Más bien, al estilo de parásitos, los estados se lucran de la riqueza existente. Los gobiernos estatales pueden influenciar negativamente la riqueza existente. Pero si suponemos que otras cosas permanecen constantes, mientras más bajas sean las cargas impositivas y las regulaciones impuestas a la economía doméstica, más tenderá a crecer la población y mayor el monto de la riqueza producida domésticamente de la cual el estado puede echar mano en sus conflictos con los competidores vecinos. Es decir, los estados que gravan y regulan sus economías relativamente poco – los estados liberales – tienden a expandir sus territorios o su rango de control hegemónico a expensas de, y a derrotar a, otros estados menos liberales.
Esto explica por ejemplo, porqué Europa Occidental llegó a dominar el resto del mundo y no todo lo contrario. Más específicamente, explica porqué primero los holandeses, luego los británicos y finalmente, en el siglo 20, los Estados Unidos, llegaron a ser la potencia imperial dominante, y porqué los Estados Unidos, internamente uno de los estados más liberales, ha tenido la política externa más agresiva, mientras que la Unión Soviética, por ejemplo, con sus políticas domésticas totalmente iliberales (represivas) ha mantenido una política externa comparativamente mas pacífica y cauta. Los Estados Unidos sabían que podían derrotar militarmente a cualquier otro estado y por tanto han sido agresivos. En contraste, la Unión Soviética sabía que estaba destinada a perder una confrontación con cualquier estado de tamaño sustancial a menos que pudiera vencer en unos pocos días o semanas.
Desde la Monarquía con Guerras de Ejércitos hasta la Democracia con Guerras Totales
Históricamente, la mayoría de los estados han sido monarquías, encabezadas por monarcas o príncipes absolutos o constitucionales. Es interesante preguntar porqué es esto así, pero ahora debemos hacer a un lado la pregunta. Es suficiente decir que los estados democráticos (incluyendo las llamadas monarquías parlamentarias), encabezadas por presidentes o primeros ministros, eran escasas hasta la Revolución Francesa y sólo hasta después de la Primera Guerra Mundial llegaron a tener importancia histórica mundial.
Mientras que se deben esperar inclinaciones agresivas de todos los estados, la estructura incentiva encarada por los monarcas tradicionales por un lado y por los presidentes modernos por el otro, es suficientemente diferente para registrar diferentes clases de guerras.
Mientras que los reyes se veían como propietarios privados del territorio bajo su control, los presidentes se consideran a sí mismos como custodios temporales. El propietario de un recurso se preocupa por el ingreso corriente derivado del recurso y del valor del capital representado por el mismo (como un reflejo del ingreso futuro esperado). Sus intereses son a largo plazo, con preocupación por la preservación y el acrecentamiento de los valores de capital representados en “su” país. En contraste, el custodio temporal de un recurso (visto como propiedad pública más que como propiedad privada) se preocupa primariamente por el ingreso corriente y presta poca o ninguna atención a los valores de capital.
La secuela empírica de estas estructuras con estos diferentes incentivos es que las guerras monárquicas tendieron a ser “moderadas” y “conservadoras” al compararlas con las guerras democráticas.
Las guerras monárquicas se iniciaban en disputas por herencias generadas por una complicada red de matrimonios inter-dinásticos. Se caracterizaban por tener objetivos territoriales tangibles. No eran peleas motivadas ideológicamente. El público consideraba la guerra como un negocio privado del rey, que se financiaba y ejecutaba con el dinero y las fuerzas militares propias del rey. Más aún, como eran conflictos entre familias gobernantes, los reyes se sentían compelidos a reconocer una clara distinción entre combatientes y no combatientes y dirigían sus esfuerzos de guerra exclusivamente contra los territorios de cada uno de ellos y de sus familias. El historiador Michael Howard anotaba acerca de las guerras monárquicas del siglo 18:
En el continente (europeo) el comercio, los viajes, el intercambio científico y cultural continuó casi sin estorbos durante la guerra. Las guerras eran guerras de los reyes. El papel del buen ciudadano era pagar sus impuestos y la sana economía política dictaba que debía dejársele solo para que hiciera el dinero del cual se pagarían esos impuestos. No se le exigía que participara ni en la decisión por la cual se inició la guerra, ni tomaba parte en ellas una vez que empezaban, a no ser que lo empujara el espíritu de aventura juvenil. Estos temas eran arcane regni, preocupación del soberano solamente.
Similarmente Ludwig von Mises observaba acerca de las guerras de ejércitos:
En las guerras de ejércitos, el ejército combate y los ciudadanos que no son miembros del ejército, continúan con sus vidas normales. Los ciudadanos pagaban los costos de la guerra, pagaban por el mantenimiento y el equipo del ejército, pero de otra manera permanecían fuera de los eventos de la guerra. Podía pasar que por acciones de guerra demolieran sus casas, devastaran sus tierras, y destruyeran sus demás propiedades; pero esto también era parte de los costos de la guerra que tenían que sufragar. También podía suceder que fueran víctimas del saqueo, o de la muerte, por parte de los guerreros, aún de aquellos de su “propio” ejército. Pero estos eventos no son inherentes como tales a la guerra; estorban más que ayudan a las operaciones de los líderes del ejército y no son tolerados si quienes tienen el mando, tienen completo control sobre sus tropas. El estado en guerra que ha formado, equipado y mantenido el ejército considera el saqueo por parte de sus soldados como una ofensa; eran empleados para combatir, no para saquear por su propia cuenta. El estado quiere mantener la cotidianidad de la vida civil, porque quiere preservar la capacidad de pagar impuestos de sus ciudadanos; los territorios conquistados son considerados como su propio dominio. El sistema de economía de mercado se debe mantener durante la guerra para atender los requerimientos de la guerra.
En contraste con la guerra limitada del antiguo régimen, la era de las guerras democráticas, – que se iniciaron con la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas, continuaron durante el siglo 19 con la Guerra de Independencia del Sur Americano, y que alcanzaron su cúspide durante el siglo 20 con la Primera y Segunda Guerras Mundiales – ha sido la era de la guerra total.
Al desdibujarse la distinción entre gobernados y gobernantes (“nosotros mismos nos gobernamos”), la democracia reforzó la identificación del público con el estado en particular. Más bien que disputas dinásticas por propiedades que podían resolverse mediante conquista y ocupación, las guerras democráticas se convirtieron en batallas ideológicas: choques de civilizaciones, que solamente se resolvían mediante dominación, subyugación y si fuera necesario, exterminio cultural, lingüístico y religioso. Fue cada vez más difícil para los miembros del público sustraerse ellos mismos de inmiscuirse personalmente en la guerra. La resistencia contra mayores impuestos para financiar la guerra fue considerada como traición. Porque el estado democrático, a diferencia con la monarquía, era propiedad de todos, la conscripción pasó de ser la excepción a ser la regla general. Con ejércitos masivos de conscriptos baratos y fácilmente disponibles, el pelear por metas e ideales nacionales, con el respaldo de los recursos económicos de la nación entera, cayó por la borda la distinción entre combatientes y nocombatientes. El daño colateral ya dejo de ser un efecto secundario indeliberado y se convirtió en parte integral de la guerra. “Una vez el estado cesó de ser considerado como propiedad de los príncipes dinásticos”, anota Michael Howard,
y en vez de eso se convirtió en el instrumento de fuerzas poderosas dedicadas a conceptos tan abstractos como Libertad, o Nacionalidad, o Revolución, que permitió a un número mayor de la población ver en ese estado la encarnación de un bien absoluto, por el que ningún precio a pagar es demasiado alto, ningún sacrificio es demasiado grande, y por lo tanto las ‘contiendas temperadas e indecisivas’ de la edad rococó parecen mas bien anacronismos absurdos.
El historiador militar y Mayor General J. F. C. Fuller hace similares observaciones:
La influencia del espíritu de nacionalidad, es decir de democracia, sobre la guerra fue profunda, le impartió calidad emocional a la guerra y en consecuencia la brutalizó, ejércitos nacionales peleaban contra naciones, ejércitos reales peleaban contra sus similares, los primeros obedecían a una turba – siempre enloquecida, los últimos a un rey generalmente cuerdo. Todo esto se desprendió de la Revolución Francesa, la cual también dio al mundo la conscripción – guerra de rebaños, y el rebaño acoplado a la financiación y al comercio, han engendrado nuevos ámbitos a la guerra. Porque una vez que la nación entera pelea, el crédito nacional entero está disponible para propósitos de la guerra.
Y William A. Orton resume el tema así:
Las guerras del siglo 19 se mantuvieron dentro de límites por la tradición bien reconocida en la ley internacional, que la propiedad y los negocios civiles estaban por fuera del ámbito del combate. Los bienes civiles no estaban expuestos a secuestro o a expropiación arbitrarios, y aparte de ciertas estipulaciones territoriales y financieras como las que un estado podría imponer a otro, generalmente era permitida la continuación de la vida económica y cultural de los beligerantes casi como venía siendo. La práctica del siglo 20 ha cambiado todo esto. Durante ambas Guerras Mundiales un número ilimitado de listas de contrabando apareadas a declaraciones unilaterales de leyes marítimas pusieron toda suerte de comercios en peligro, y convirtieron en papel usado toda clase de precedentes. El final de la Primera Guerra fue marcado por un esfuerzo resuelto, y exitoso, para impedir la recuperación económica de los principales perdedores, y para retener ciertas propiedades civiles. La Segunda Guerra vio la extensión de esa política llegar a tal punto que la ley internacional en guerra, en efecto, dejó de existir. Por años el Gobierno de Alemania, hasta donde sus armas podían alcanzar, había basado la política de confiscación en una teoría racial que no tenía postura en la ley civil, ni en la ley internacional, ni en la ética cristiana; y cuando la guerra empezó, esa violación de la cortesía entre naciones demostró ser contagiosa. La dirigencia Anglo-americana, de palabra y obra, lanzó una cruzada que no admitía límites legales ni territoriales al ejercicio de la coacción. El concepto de neutralidad fue condenado tanto en la teoría como en la práctica. No sólo los activos e intereses del enemigo, sino también los activos e intereses de cualesquiera otras partes, aún en países neutrales, estuvieron expuestos a toda clase de coacción que los países beligerantes pudieran hacer efectiva; y los activos e intereses de estados neutrales y sus civiles, alojados en territorios beligerantes o bajo control beligerante, fueron sujetos prácticamente a la misma clase de coacción a que estaban sujetos los enemigos nacionales. Así que la “guerra total” vino a ser el tipo de guerra de la que no había esperanza de escapar para ningún tipo de comunidad; y los países amantes de la paz debían sacar la conclusión obvia.
Excursus: La Doctrina Democrática de la Paz
He explicado cómo la institución de un estado conduce a la guerra, porqué, aunque aparentemente paradójico, estados internamente liberales tienden a ser potencias imperialistas, y cómo el espíritu de la democracia ha contribuido a la de-civilización en la conducción de la guerra.
Más específicamente, he explicado el ascenso de los Estados Unidos al rango del más alto poder imperial, y, como consecuencia de su sucesiva transformación, desde sus más tempranos principios como una república aristocrática, a una irrestricta democracia masiva que empezó con la Guerra Sureña de Independencia, el papel de los Estados Unidos es, cada vez más, el de un agitador arrogante, autosuficiente y fanático.
Los que parecen ser los mayores obstáculos en el camino a la paz y a la civilización, son entonces, el estado y la democracia, y específicamente el modelo mundial de democracia: los Estados Unidos de América.
Irónicamente, si no es sorprendente, son precisamente los Estados Unidos los que reclaman que la democracia es la solución en la búsqueda de la paz.
La razón de esta manifestación es la doctrina de la paz democrática, que viene de tiempos antiguos, desde los días de Woodrow Wilson y la Primera Guerra Mundial y que ha sido revivida por George W. Bush y sus consejeros neo-conservadores, y que ahora se ha convertido en folklore intelectual aún para los círculos liberal-libertarios. La teoría sostiene:
• Las democracias no van a la guerra entre ellas.
• Por tanto, para lograr una paz duradera, el mundo entero debe convertirse a la democracia.
Y como corolario, en gran parte no declarado:
• Hoy, muchos estados que no son democráticos y se resisten a una reforma (democrática) interna.
• Por tanto debemos emprender la guerra contra esos estados para convertirlos a la democracia y lograr una paz duradera.
No tengo paciencia para hacer una crítica formal de esta teoría. Haré meramente una crítica breve a la premisa inicial y a su conclusión final.
Primero: ¿No van las democracias a la guerra entre si? Ya que casi no existían democracias antes del siglo 20 se supone que la respuesta debe encontrarse en los últimos cien años o algo así. De hecho el mayor volumen de evidencia ofrecida a favor de la tesis es la observación de que los países de Europa Occidental no han emprendido la guerra entre ellos con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.
Igualmente, en la región del Pacífico, Japón y Corea del Sur no ha estallado la guerra entre ellos durante el mismo período. ¿Es esta evidencia prueba del caso? Los teóricos de la paz democrática así lo creen. Como científicos están interesados en pruebas estadísticas, y tal como ellos lo ven hay abundantes “casos” sobre los cuales construir la prueba: Alemania no ha ido a la guerra contra Francia, Italia, Inglaterra, etc.; Francia no ha ido a la guerra contra España, Italia, Bélgica, etc. Más aún, y estas son sólo permutaciones: Alemania no atacó a Francia, ni Francia atacó a Alemania. Así que aparentemente tenemos docenas de confirmaciones – y esto durante casi 60 años – y ni un solo contraejemplo. ¿Pero es cierto que tenemos tantos casos de confirmación? La respuesta es no: tenemos más de un caso singular a la mano. Con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, esencialmente toda (la que hoy es democrática) Europa Occidental, (y en la región del Pacífico las democracias de Japón y Corea del Sur) han venido a ser parte del Imperio de los Estados Unidos, tal como lo indica la presencia de tropas en prácticamente todos estos países. Lo que prueba el período posterior a la Segunda Guerra Mundial no es que las democracias no vayan a la guerra entre ellas sino que la potencia imperial y hegemónica que son los Estados Unidos no deja que sus colonias vayan a la guerra entre ellas (y claro, la hegemonía no ve necesario ir a la guerra contra sus satélites – porque han obedecido – y no ven la necesidad de, o no se atreven a, desobedecer al amo).
Es más, si el asunto se percibe así – basados en un entendimiento de la historia mas que en la ingenua creencia de que porque una entidad tiene un nombre diferente de otra, el comportamiento de una y otra debe ser independiente – se ve claro que la evidencia presentada nada tiene que ver con democracia y si mucho con hegemonía. Por ejemplo, no ha estallado la guerra después de la Segunda Guerra Mundial y hasta el final de los años 1980, es decir, durante el reinado hegemónico de Rusia, entre Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Lituania, Estonia, Hungría, etc.
¿Que son dictaduras comunistas y las dictaduras comunistas no van a la guerra entre si? ¡Esta tendría que ser la conclusión de científicos del calibre de los teóricos de la paz democrática! Pero con seguridad la conclusión está errada. No estalló guerra alguna porque la Unión Soviética no permitió que así sucediera; en igual forma no hubo guerra entre las democracias occidentales porque los Estados Unidos no permitieron que esto sucediera en sus dominios. Para más claridad, la Unión Soviética intervino Hungría y Checoslovaquia, pero también los Estados Unidos intervinieron varias ocasiones en América Central, como Guatemala, por ejemplo. (Incidentalmente: ¿que tal las guerras entre Israel, Palestina y Líbano? ¿No son todas ellas democracias? ¿O por definición se excluyen los países árabes como no-democráticos? Segundo: La democracia no es solución de cosa alguna, mucho menos de la paz. Ahí el caso de los teóricos de la paz democrática parece ser aún peor. Sin duda la falta de entendimiento histórico que demuestran es aterradora. Estas son sólo algunas de sus fallas fundamentales:
Primero, la teoría implica la (cual sólo podemos calificar como escandalosa) fusión conceptual de los términos democracia y libertad, especialmente viniendo de personajes autoproclamados libertarios. La base fundamental de la libertad es la propiedad privada y la propiedad privada (exclusiva) es lógicamente incompatible con la democracia – el gobierno de la mayoría. Democracia no tiene nada que ver con libertad. Democracia es una variante suave del comunismo, y sólo en raras ocasiones se le ha tomado por otra cosa en la historia de las ideas.
Incidentalmente, antes de la irrupción de la era de la democracia, es decir, a principios del siglo 20, los gastos del gobierno (del estado) financiados con impuestos (combinando toda clase de gobiernos) en los países de Europa Occidental constituían entre el 7 y 15% del producto nacional y en los jóvenes Estados Unidos eran aún más bajos. A menos de cien años del pleno gobierno de las mayorías este porcentaje ha aumentado al 50% en Europa y al 40% en los Estados Unidos.
Segundo, la teoría de la paz democrática distingue esencialmente sólo entre democracia y no-democracia, esta última llamada dictadura para abreviar. En esta forma no solamente desaparecen de vista los regimenes aristocrático-republicanos, sino también todas las monarquías tradicionales, que son muy importantes para nuestros propósitos. Se les equipara con dictaduras tipo Lenin, Mussolini, Hitler, Stalin y Mao. Es indudable que las monarquías tradicionales tienen poco en común con las dictaduras, mientras que la democracia y las dictaduras están íntimamente relacionadas.
Las monarquías son una rama semi-orgánica de un orden social natural jerárquicamente estructurado (no estatal). Los reyes son las cabezas de familias extendidas, clanes, tribus, y naciones. Ejercen una gran autoridad, reconocida voluntariamente, heredada y acumulada durante muchas generaciones. Es dentro de la estructura de tal orden natural (y de las repúblicas aristocráticas) que se desarrolló y floreció el liberalismo. Por contraste, las democracias desde este punto de vista son igualitarias y redistribucionistas en perspectiva; como consecuencia, el antes mencionado crecimiento del poder estatal en el siglo 20.
Característicamente, la transición de la era monárquica a la democrática, la cual principió en la segunda mitad del siglo 19, ha visto el continuo decaimiento en la fuerza de los partidos liberales y el correspondiente reforzamiento de partidos socialistas de todo calibre. Tercero, de ahí que debe ser considerada como grotesca la visión, de los teóricos de la paz democrática, de conflagraciones como la Primera Guerra Mundial, por lo menos desde la panorámica de alguien que alega valorar la libertad. Para ellos esta guerra fue esencialmente una guerra entre democracia y dictadura, una guerra en última instancia justificada porque al aumentar progresivamente el número de democracias, en igual forma se expandía la paz.
En realidad las cosas fueron muy diferentes. Con certeza, ni Alemania antes de la guerra, ni Austria, se pueden calificar de ser tan democráticas como Inglaterra, Francia o Estados Unidos en ese mismo período. Pero Alemania y Austria definitivamente no eran dictaduras.
Ellas eran monarquías (cada vez más debilitadas) y como tales teóricamente tan liberales, sino más, que sus contrapartes. Por ejemplo, en los Estados Unidos los pacifistas fueron encarcelados, la lengua alemana esencialmente proscrita, los ciudadanos de origen alemán fueron amenazados abiertamente y con frecuencia obligados a cambiar sus nombres. Y sin embargo, nada comparable ocurrió en esa época en Austria y Alemania.
De todas maneras el resultado de la cruzada para lograr un mundo mas apropiado para la democracia fue menos liberal del que existía anteriormente (y el Tratado de Paz de Versalles precipitó la Segunda Guerra Mundial). No sólo el poder del estado creció más después de la guerra que antes, el tratamiento a las minorías se deterioró en el democratizado período posterior a la Primera Guerra Mundial. En la recién fundada Checoslovaquia los ciudadanos de origen alemán fueron maltratados sistemáticamente por la mayoría checa, (hasta que fueron finalmente expulsados por millones y asesinados por decenas de miles después de la Segunda Guerra Mundial). Nada de esto, ni siquiera remotamente parecido, sucedió a los checos durante el previo reinado de los Ausburgos. Antes de la guerra, la situación de las relaciones entre alemanes y eslavos sureños en Austria fue similar en ese aspecto a la situación en Yugoslavia después de la guerra.
No fue coincidencia. En Austria, bajo la monarquía, las minorías habían sido relativamente tan bien tratadas, tanto como bajo los Otomanos.
Sin embargo después del multicultural Imperio Otomano, que se desintegró durante el siglo 19 y fue reemplazado por naciones-estados semi-democráticos tales como Grecia, Bulgaria, etc., los musulmanes otomanos fueron expulsados y exterminados; en forma similar, después del triunfo de la democracia en los Estados Unidos, con la conquista militar de la Confederación Sureña, el gobierno de la Unión procedió a exterminar a los Indios de las praderas. Como Mises lo ha reconocido, la democracia no funciona en sociedades multi-étnicas. No sólo no propicia la paz sino que promueve conflictos y tendencias potencialmente genocidas.
Cuarto, e íntimamente relacionado con el tema que tratamos, los teóricos de la paz democrática manifiestan que la democracia representa un “equilibrio” estable. Así ha sido expresado con la mayor claridad por Francis Fukuyama quien ha llamado el nuevo orden democrático mundial como el “fin de la historia”. Sin embargo existe evidencia abrumadora de que esta expresión es rotundamente errónea.
En terrenos teóricos: ¿como puede la democracia estar en equilibrio estable si es posible que ella misma se transforme democráticamente en una dictadura, es decir, en un sistema que es considerado como no estable? Respuesta: No tiene sentido.
Más aún, empíricamente las democracias son cualquier cosa menos estables. Como antes lo hemos indicado, en las sociedades multiculturales la democracia regularmente conduce a discriminación, opresión, y aún a expulsión y a exterminio de minorías – difícilmente es un equilibrio pacífico. Y en sociedades étnicamente homogéneas, la democracia conduce regularmente a la guerra de clases, la cual las lleva a crisis económicas, que conducen a la dictadura. Piénsese por ejemplo en la Rusia post-zarista, en Italia, Alemania Weimar, España, Portugal, después de la Primera Guerra Mundial y en tiempos más recientes Grecia, Turquía, Guatemala, Argentina, Chile y Pakistán. Y hoy Venezuela.
Esta relación estrecha entre democracia y dictadura no sólo es problemática para los teóricos de la paz democrática, peor aún, tienen que enfrentar la realidad de las dictaduras que surgen de las crisis democráticas, las cuales son cada vez peores, desde el punto de vista liberal clásico o libertario, de lo que hubieran sido de otra manera. Se pueden citar casos en los cuales las dictaduras eran preferibles y aún más, un mejoramiento sustancial. Piénsese en la Italia de Mussolini o en la España de Franco. Adicionalmente, ¿como puede uno aceptar la visión ingenua de abogar por la democracia ante el hecho de que los dictadores, bien diferente a lo que ocurre con los reyes quienes deben su rango a un accidente de nacimiento, sean con frecuencia favoritos de las masas y en este sentido altamente democráticos? Piense no más en Lenin o en Stalin, quienes realmente fueron bastante más democráticos que el Zar Nicolás II, o piense en Hitler quien definitivamente era más democrático y “hombre del pueblo” que el Káiser Guillermo II y que el Káiser Francisco José.
De acuerdo a los teóricos de la paz democrática se supone que debemos combatir contra las dictaduras extranjeras, bien sean reyes o demagogos, para poder instalar democracias que a su vez se conviertan en dictaduras (modernas), hasta que finalmente, supone uno, los Estados Unidos se hayan transformado en una dictadura, debido al crecimiento del poder estatal interno resultante de las innumerables “emergencias” engendradas por guerras foráneas.
Mejor, diría yo, pongamos atención al consejo de Erik von Kuehnelt Leddihn y en vez de buscar proteger a la democracia, debemos apuntar a protegernos de la democracia, en todas partes, pero sobretodo en los Estados Unidos.
Traducido del inglés por Rodrigo Betancur. El artículo original se encuentra aquí.