Introducción
Un punto de gran disputa entre los teóricos y pensadores libertarios hoy como siempre gira en torno a la antigua cuestión de si el hombre puede vivir en total anarquía o si un estado mínimo es absolutamente necesario para la maximización de la libertad. Perdida en esta disputa está la cuestión de si el hombre es capaz de salir de la anarquía en absoluto. ¿Realmente podemos abolir la anarquía y establecer un gobierno en su lugar? La mayoría de la gente, con independencia de sus preferencias ideológicas, simplemente asume que la abolición de la anarquía es posible, que vive bajo un gobierno y que la anarquía no sería nada sino caos y violencia.
El propósito de este ensayo es el de cuestionar esta venerada presunción y argumentar que escapar de la anarquía es imposible, que siempre vivimos en anarquía, y que la verdadera cuestión es en qué tipo de anarquía vivimos, anarquía de libre mercado o anarquía de no libre mercado (anarquía política). Además, se argumenta que las anarquías políticas son de dos tipos -jerárquicas o plurales. Cuanto más plural una anarquía política es, más se parece a la anarquía de mercado. El desempeño de las anarquías plural y jerárquica se evalúa en términos de su habilidad para minimizar el nivel de fuerza en la sociedad. Se demuestra que las anarquías plurales son mucho menos violentas que las jerárquicas. Concluimos que la cuestión real que los libertarios deben resolver no es la de determinar si la maximización de la libertad se alcanza mejor a través del minimalismo o la anarquía, sino si se alcanza mejor a través de un tipo de anarquía o de otro.
I
La anarquía es un orden social sin gobierno, sujeto sólo a las leyes económicas del mercado. El gobierno es un agente externo a la sociedad, una “tercero” con el poder de coaccionar a todas las demás partes que se relacionan en la sociedad para que asuman sus propias concepciones de esas relaciones. La idea de gobierno como agente externo a la sociedad es análoga a la idea de Dios como interventor en los asuntos humanos. Para un ateo, una buena analogía podría ser la de asumir que marcianos omnipotentes juegan el papel que usualmente se adscribe al gobierno, es decir, el de un externo diseñador y aplicador de normas de comportamiento a las que todo sujeto debe obedecer.
Sin embargo, que la idea del gobierno exista no es ninguna prueba de que exista empíricamente. Pocos de nosotros seríamos convencidos por un argumento como este: “Yo creo que la idea de Dios es posible, por lo que Dios existe”. Sin embargo, tal es la estructura del argumento que subyace todas las asunciones sobre la existencia del gobierno. Que las sociedades puedan tener alguna forma de organización a la cual llamen gobierno no es razón para concluir que esos “gobiernos” sean manifestaciones empíricas de la idea de gobierno.
Una mirada más cercana a estos “gobiernos” terrenales revela que estos no nos sacan de la anarquía en absoluto. Simplemente reemplazan una forma de anarquía por otra y por tanto no nos ofrecen un gobierno real. Veamos como esto es así.
Dondequiera que “gobiernos” terrenales son establecidos o existen, la anarquía es oficialmente prohibida para todos los miembros de la sociedad, quienes normalmente son referidos como súbditos o ciudadanos. Ellos ya no pueden relacionarse los unos con los otros en sus propios términos. En cualquier circunstancia en que estén, todos los miembros de la sociedad deben aceptar en sus relaciones a un tercero externo –un gobierno-, a un tercero con poderes coercitivos para ejecutar sus juicios y castigar a los detractores.
Por ejemplo, cuando un ladrón roba una cartera en un concierto, yo estoy legalmente obligado a confiar en los servicios de los miembros de un tercero para que lo atrapen (policías), lo pongan en prisión (carceleros), lo procesen (fiscales, jueces e incluso los defensores públicos), lo juzguen (grupo de individuos coaccionados a participar en el jurado), y lo absuelvan o lo castiguen (prisiones, verdugos). Como mucho, yo estoy legalmente autorizado a capturarlo, pero se me prohíbe que sea yo quien realice el ajuste de cuentas. Tales prohibiciones han alcanzado proporciones tragicómicas, como cuando el gobierno castiga a las víctimas de crímenes por haberse defendido a sí mismos más allá de los límites autorizados por la “ley”. En pocas palabras, yo o cualquier otro ciudadano o sujeto debemos aceptar los dictados del gobierno en nuestras relaciones con otros. Estamos obligados a cumplir la ley de este “tercero”.
Sin embargo, tal arreglo para la sociedad es inexistente entre aquellos que ejercen ellos mismos el poder del gobierno. En otras palabras, no hay otro tercero que a su vez establezca normas y las haga cumplir a los miembros que constituyen el primer tercero. Los gobernantes todavía continúan en estado de anarquía entre sí. Ellos resuelven sus disputas entre sí, sin ninguna consideración hacia un gobierno (una entidad fuera de sí mismos).
La anarquía todavía existe. Sólo que mientras era un mercado o anarquía natural cuando no tenía gobierno, ahora es una anarquía política, una anarquía dentro del poder.
Piensen, por ejemplo, en los gobernantes de nuestro estado federal. Este es un grupo compuesto por congresistas, jueces, un presidente, un vicepresidente, burócratas de alto nivel en agencias civiles y militares, y sus ejércitos de asistentes quienes a su vez supervisan el trabajo de millones de empleados públicos que forman parte de varias burocracias federales. Estos individuos juntos hacen y aplican las leyes, edictos, regulaciones y vastas series de órdenes de todo tipo que los miembros de la sociedad deben cumplir.
Sin embargo, en sus relaciones mutuas, ellos permanecen en gran medida “sin ley”.
Nadie externo al grupo escribe y aplica normas que gobiernen las relaciones entre ellos. Como mucho, los gobernantes se ven atados por restricciones flexibles impuestas por una “constitución” la cual ellos, en cualquier caso, interpretan y aplican entre y sobre ellos mismos. La Corte Suprema, después de todo, es sólo una rama del gobierno, compuesta por gente nombrada por otros miembros del gobierno, de quienes reciben presiones. Además, sus decisiones son ejecutadas por otra rama del gobierno, el ejecutivo, sobre el cual los jueces no tienen poder, sólo autoridad. Asimismo, el Congreso, a través presiones vocales y la manipulación de las asignaciones presupuestarias del poder judicial, también ejerce presiones a las que los jueces tienen que enfrentarse. Similarmente, los congresistas no tienen un “tercer” árbitro ni entre sí mismos ni en sus relaciones con el ejecutivo. Más aún, incluso las diferentes burocracias federales y todas las partes que las componen existen sin ningún “tercero” que gobierne sus relaciones, internamente o externamente. En pocas palabras, si observamos dentro del gobierno nos damos cuenta de que los gobernantes permanecen en un estado de anarquía entre sí. Viven en una anarquía política.
Las relaciones anárquicas de los oficiales del gobierno pueden ilustrarse en el siguiente ejemplo: supongan que un congresista consigue divertir ríos de dinero de los flujos del gobierno a su patrimonio privado. Esto es un crimen, hurtar, robar dinero. Pero ¿de quién? ¿De ti o mí? Sólo en el sentido de que fuimos coaccionados a contribuir al tesoro público que el congresista vio como botín. Ya no era nuestro, pertenecía a alguien más. ¿Pero a quién? Pues a los miembros del gobierno que tienen el poder de asignar estos recursos.
En resumen, el congresista robó de otros oficiales del gobierno –congresistas, burócratas, un presidente, etc. Pero ¿Qué se hace en relación al crimen? ¿Se acusa, imputa, enjuicia públicamente al congresista como a un ciudadano ordinario que roba de otro? Algunas veces; pero lo que normalmente sucede es una serie de maniobras políticas a niveles altos; se profieren mutuas amenazas detrás de puertas cerradas y se movilizan unas fuerzas contra otras; tienen lugar ocasionales batallas en la que o bien se destruyen reputaciones, un dinero cambia de manos, o ciertos flujos de recursos o su acceso son alterados.
El escándalo es pronto olvidado, el congresista recibe un “certificado de buena salud” por la fiscalía, o se desestiman los cargos, y el congresista gana la reelección en todas las encuestas. Ocasionalmente, si el infractor es una figura pública débil y en decline, o si es muy odiado por sus colegas, es traído ante los tribunales, juzgado y condenado con una sentencia mínima o que se suspende. En la mayoría de las instancias, pequeños peces cerca del fondo de las burocracias son sacrificados por los crímenes que puestos más altos dirigieron, sancionaron y aprovecharon. Pero no se equivoquen: ningún tercero, ningún gobierno jamás juzgó y aplicó la sentencia. Los gobernantes mismos literalmente tomaron la ley por sus propias manos y produjeron lo que afuera sería considerado como “justicia vigilante”.
En resumen, la sociedad está siempre en anarquía. Un gobierno sólo abole la anarquía entre lo que ellos llaman “súbditos” o “ciudadanos”, pero entre aquellos que gobiernan, la anarquía prevalece.
La figura 1 ilustra esta situación. El círculo en la izquierda muestra un estado de anarquía verdadera, de mercado o natural, en la cual todos los miembros de la sociedad se relacionan entre sí en transacciones de estricto carácter bilateral sin la intervención de un tercero. El círculo a la derecha muestra la situación prevalente bajo un gobierno. En el compartimento de arriba vemos individuos cuyas relaciones ya no son bilaterales. Todas las relaciones son legalmente triangulares, en el sentido de que todos los miembros de la sociedad son forzados a aceptar el mando del gobierno en sus transacciones. Sin embargo, en el compartimento de abajo, dentro del “gobierno” mismo, las relaciones entre los gobernantes permanecen en anarquía.
II
Habiendo mostrado que la anarquía no es completamente abolida por el gobierno sino reservada, por decirlo de alguna manera, sólo para los gobernantes, entre los cuales es la condición prevalente, es adecuado preguntarse si esto es beneficioso para la sociedad. Sus proponentes y defensores afirman que sin gobierno la sociedad estaría en un estado de violencia intolerable. Como consecuencia es lógico preguntarse si el efecto del gobierno es incrementar, reducir, o no afectar de ningún modo el nivel de violencia en la sociedad.
¿Es la anarquía política menos violenta que la anarquía natural o de mercado? Los minimalistas argumentan que lo es, siempre que el gobierno se confine estrictamente al rol de actuar como tercero en disputas sobre propiedad. Mientras el gobierno necesariamente incluye el uso de violencia limitada, los minimalistas dicen que el nivel de violencia en un estado mínimo sería más bajo que aquél en una anarquía natural.
La figura 2 ilustra la idea minimalista. A condición de que la cantidad de gobierno sea mínima, el nivel de violencia en la sociedad cae por debajo del nivel en la anarquía natural. Presumiblemente, juzgando por el anti-intervencionismo, si el gobierno crece más allá del tamaño mínimo, o bien ya no se gana en la reducción de la violencia –y por tanto, más gobierno es costoso y no tiene sentido- o bien más allá de cierto tamaño el nivel de violencia en la sociedad se eleva para alcanzar o tal vez, sobrepasar el nivel de la violencia natural. (Ver figura 3).
Que la violencia bajo la anarquía política pueda exceder la violencia de la anarquía de mercado no es inconcebible. Los campos de concentración de Hitler y los Gulags de Stalin evidencian la violencia en tales proporciones que uno difícilmente podría aventurarse a decir que la anarquía natural habría sido peor. Del mismo modo, la anarquía política de los estados-nación ha producido una violencia a una escala tal que debe hacer pensar al más devoto discípulo de Hobbes.
Una tercera perspectiva es posible y teóricamente más interesante. Esta perspectiva dice que la relación entre gobierno (la sustitución de la anarquía de mercado por la anarquía política) y la violencia, es cualificada por un tercer elemento, la estructura del gobierno, medida sobre una dimensión de centralización. Cuanto más dispersos estén los poderes más autoritarios más pluralista será el gobierno. Cuanto más centralizada la estructura, es decir, cuanto más estén concentrados los poderes autoritarios, más jerárquico será el gobierno. Noten que cuanto más jerárquico sea un gobierno, más será manejado sobre la presunción de un árbitro último. En otras palabras, cuanto más centralizada sea la estructura, mayor será el esfuerzo para crear un único “tercero” dentro del gobierno mismo en la forma de una figura cuasi-divina similar a la de Hitler, Stalin, Mao o Castro. Tal “tercero”, sin embargo, permanece en completa anarquía respecto al resto de sus connacionales y del mundo.
Cuanto más plural sea la política de un país, más se comportará sin relación a un “tercero” y por tanto, más se parecerá la sociedad a la anarquía natural. Cuanto menos plural y más jerárquica sea la política de un país, más parecerá que la sociedad es gobernada por un elemento verdaderamente “externo”, una figura cuasi-divina enviada por los cielos de la historia, religión e ideología.
Una mirada superficial sobre las sociedades contemporáneas y la historia reciente muestra que, empíricamente, son precisamente esas sociedades gobernadas por tales personificaciones terrenales del gobierno donde el nivel de violencia, en forma de represión política, coerción e intimidación, es más alto. En contraste, la violencia está en su punto más bajo en las sociedades con una políticamente altamente pluralista, como Suiza. Esto es cierto incluso en el mundo “comunista”: las políticas comunistas de Polonia o Yugoslavia son menos violentas que la política más jerárquica de la Unión Soviética. Similarmente, en el mundo occidental, la política más pluralista de Estados Unidos es menos violenta que la de Italia, donde la política es mucho más jerárquica.
Pero, ¿Por qué el grado de centralización determina si una anarquía política es violenta en estados jerárquicos como China y Cuba, y relativamente pacífica en estados pluralistas como la India o Costa Rica? La respuesta puede ser simplemente que los estados centralizados son más proclives a cometer errores que los descentralizados. Los errores políticos lo son en la forma de concepciones falsas o equivocadas sobre la naturaleza de las relaciones bilaterales en sociedad y en política, tales como las concepciones mantenidas sobre la relación entre el trabajador y el capitalista en los estados comunistas. Si los juicios están mal, no son voluntariamente aceptados por una o ambas partes en las transacciones. Bajo tales condiciones, el único modo en que los gobernantes pueden aplicar sus concepciones es usando la fuerza, la cual, bajo condiciones muy diferentes, será o no será resistida por la oposición.
En un gobierno pluralista, las concepciones erróneas acerca de las relaciones bilaterales tienen menos probabilidad de ocurrir. Esto es porque existen numerosas unidades interactuando independientemente entre sí, y con los ciudadanos y súbditos, de tal forma que existe más y mejor información sobre los efectos que esos juicios tienen en las relaciones bilaterales. A su vez, las malas concepciones son más fácilmente detectadas al confrontarse entre sí en sucesivas series de transacciones políticas, varias unidades políticas autónomas movilizando recursos políticos propios.
En un gobierno jerárquico, no obstante, ni siquiera se permite a los miembros del gobierno resolver sus disputas por ellos mismos. Todas las relaciones están sujetas al juicio del líder supremo. Tal líder debe mantener una vasta red de espías y de encargados de hacer cumplir la ley para lograr tal sobrehumana hazaña. Por supuesto, la habilidad de un hombre para controlar el comportamiento de otros es bastante limitada, y de esta forma incluso en la Alemania de Hitler, se llevaron a cabo de manera verdaderamente maquiavélica acuerdos feudales, y ello bajo la nariz del Fuehrer. Naturalmente, tales arreglos fueron prohibidos para que todo el mundo viviera en un estado de inseguridad temerosa, no sabiendo cuando sus enemigos tendrían éxito en poner a Hitler en su contra.
Sea esta explicación buena o no, todavía tenemos con nosotros el explananadum, es decir, el hecho de que la política jerárquica es más violenta que la pluralista. Pero si una sociedad con una anarquía política pluralista experimenta menos violencia que las sociedades con un gobierno jerárquico o “gobernado”, ¿no es lógico preguntarse si la anarquía natural es menos violenta que la anarquía política? ¿Por qué debería ser la relación entre el gobierno y la violencia, curvilínea? ¿No es posible que sea una perpendicular siempre hacia arriba de forma que el gobierno siempre produzca más violencia que el mercado?
Sumario y Conclusión
Hemos mostrado que la anarquía, como la materia, nunca desaparece –sólo se transforma. La anarquía es o bien de mercado o bien política. La anarquía política pluralista descentralizada es menos violenta que la anarquía política jerárquica. Por ello, tenemos razones para elaborar la hipótesis de que la anarquía de mercado podría ser menos violenta que la anarquía política. Dado que se puede demostrar que el desempeño de la anarquía de mercado le gana al de la anarquía política en eficiencia y equidad en todos los respectos, ¿por qué deberíamos esperar algo diferente ahora? ¿No estaría justificado que esperáramos que la anarquía de mercado produzca menos violencia en la aplicación de los derechos de propiedad que la anarquía política? Después de todo, el mercado es el mejor economizador de todos. ¿No economizaría también en el uso de la violencia mejor que el gobierno?
Traducido por Celia Cobo-Losey R. El artículo original se encuentra aquí
La idea de gobierno como agente externo a la sociedad es análoga a la idea de Dios como interventor en los asuntos humanos.