Para mucha gente, el casero (alias señor del ghetto y timarrentas) es la prueba de que el hombre puede, mientras está vivo, conseguir una imagen satánica. Receptor de viles maldiciones, alfiletero para inquilinos con agujas e inclinación por el vudú, percibido como explotador de los oprimidos, el casero es sin duda una de las figuras más odiadas del momento.
La acusación es múltiple: cobra rentas exorbitantemente altas, permite que sus edificios estén sin reparar, sus apartamentos están pintados con pintura con plomo que envenena a los bebés y permite a yonquis, violadores y borrachos acosar a los inquilinos. El revoque que se cae, la basura rebosante, las omnipresentes cucarachas, la fontanería que gotea, los agujeros en el tejado y los incendios, son todos parte del dominio del casero. Y las únicas criaturas que prosperan en sus inmuebles son las ratas.
La acusación, por muy emotiva que sea, es falsa. El propietario de la vivienda en el ghetto difiere pocote cualquier otro proveedor de mercancía de bajo coste. De hecho, no es distinto de cualquier proveedor de cualquier tipo de mercancía. Todos cobran tanto como pueden.
Primero, consideremos a los proveedores de mercancías baratas, inferiores y de segunda mano como una clase. Hay algo que aparece sobre todo en la mercancía que compran y venden: está mal hecha, es de calidad inferior o de segunda mano. Una persona racional no esperaría una alta calidad, un acabado exquisito o mercancía nueva superior a precios de saldo: no debería sentirse indignado y estafado si la mercancía de saldo resultara tener sólo cualidades de mercancía de saldo. Nuestras expectativas sobre a margarina no son las de la mantequilla. Nos conformamos con cualidades menores en un coche usado que en uno nuevo. Sin embargo, cuando nos ocupamos de la vivienda, especialmente en el entorno urbano, la gente espera, e incluso insiste en viviendas de calidad a precios de saldo.
¿Qué pasa con la afirmación de que el casero cobra en exceso por sus decrépitas viviendas? Es erróneo. Todo el mundo intenta obtener el precio más alto posible para lo que produce y pagar el mínimo precio posible por lo que compra. Los caseros actúan así, igual que los trabajadores, los miembros de grupos minoritarios, socialistas, canguros y granjeros comunales. Incluso viudas y pensionistas que ahorran su dinero para una emergencia tratan de obtener los tipos de interés más altos posibles para sus ahorros.
De acuerdo con el razonamiento que encuentra a los caseros reprobables, toda esta gente debe ser asimismo condenada. Pues “explotan” a la gente a la que venden o alquilan sus servicios y capital de la misma forma cuando tratan de obtener el máximo beneficio posible.
Pero, por supuesto, no son reprobables, al menos por su deseo de obtener tanto beneficio como sea posible por sus productos y servicios. Y tampoco lo son los caseros. Los caseros de casas ruinosas se distinguen por algo que una parte casi básica de la naturaleza humana: el deseo de negociar y comerciar para obtener el mejor negocio posible.
Los críticos del casero no distinguen entre el deseo de cargar precios altos, que todos tenemos, y la capacidad para hacerlo, que no todos tenemos. Los caseros son distintos, no porque quieran cobrar precios más altos, sino porque pueden hacerlo. La cuestión que es por tanto esencial para este asunto (y que los críticos olvidan completamente) es por qué pasa esto.
Lo que normalmente impide que la gente pida precios desmesuradamente altos es la competencia que aparece tan pronto como el precio y el margen de beneficio de un producto o servicio empieza a aumentar. Si, por ejemplo, el precio de los frisbees empieza a aumentar, los fabricantes aumentarán la producción, nuevos empresarios entrarán en el sector, tal vez los frisbees usados se vendan en mercados de segunda mano, etc. Todas estas actividades tienden a contrarrestar el aumento original en el precio.
Si el precio del alquiler de apartamentos empieza súbitamente a subir a causa de una repentina falta de viviendas, entrarían en juego fuerzas similares. Se construirían nuevas viviendas por propietarios de inmuebles y nuevos empresarios entrarían en el sector por el aumento del precio. Las viejas viviendas tenderían a renovarse, se usarían sótanos y áticos. Todas estas actividades tenderían a rebajar el precio del alquiler y repararían la falta de viviendas.
Si los caseros tratan de aumentar las rentas en ausencia de una falta de viviendas, encontrarán difícil mantener alquilados sus apartamentos. Pues tanto los viejos como los nuevos inquilinos se verán tentados por las rentas relativamente más bajas que se cobran en otros lugares.
Incluso si los caseros se agrupan para aumentar las rentas, no serán capaces de mantener el aumento en ausencia de una falta de viviendas. Ese intento se vería contrarrestado por nuevos empresarios que no sean parte del acuerdo de cártel, que tratarán de atender la demanda de vivienda a un precio más barato. Comprarían viviendas existentes y construirían otras nuevas.
Por supuesto, los inquilinos acudirían a las viviendas fuera del cártel. Quines permanezcan en las viviendas de precio alto tenderán a usar menos espacio, ya sea compartiendo habitaciones o utilizando menos espacio que antes. A medida que ocurra esto, les será cada vez más difícil a los caseros del cártel mantener todos sus edificios completamente alquilados.
Inevitablemente, el cártel se romperá, pues los caseros buscarán encontrar y mantener inquilinos de la única forma posible: rebajando las rentas. Por tanto, es mendaz afirmar que los caseros cobran lo que les da la gana. Cobran lo que el mercado ofrece, como todos los demás.
Una razón adicional para decir que la acusación no tiene fundamento es que, en el fondo, no hay un sentido legítimo real para el concepto de cobro excesivo “Excesivo” sólo puede querer decir “más de lo que al comprador le gustaría pagar”. Pero como realmente a todos nos gustaría no pagar nada por nuestro espacio de alojamiento (o quizá menos infinito, lo que sería equivalente a que el casero pagara al inquilino una cantidad infinita de dinero por vivir en su edificio), puede decirse que cobran excesivamente los caseros que cobren cualquier cantidad. Todo el que venda a cualquier precio mayor que cero puede decirse que está cobrando excesivamente, porque todos querríamos no pagar nada (o menos infinito) por lo que compramos.
Descartando como falsa la afirmación de que el casero cobra excesivamente, ¿qué pasa con la visión de las ratas, la basura, el enlucido que se cae, etc.? ¿Es el casero responsable de estas condiciones?
Aunque es extremadamente atractivo decir “sí”, esto no tiene sentido. Porque el problema de la infravivienda no es realmente un problema de suburbios o de vivienda. Es un problema de pobreza, un problema del que no puede hacerse responsable al casero. Y cuando no es consecuencia de la pobreza, entonces no es un problema social en absoluto.
La infravivienda, con todos sus horrores, no es un problema cuando los habitantes son gente que puede permitirse una vivienda de más calidad, pero prefieren vivir allí por el dinero que se ahorran.
Esa opción podría no ser popular, pero las decisiones que tome otra gente que sólo les afecten a ellos no pueden clasificarse como un problema social. Si se hiciera así, existiría el peligro de que nuestras decisiones más reflexionadas, nuestros gustos y deseos más queridos sean calificados como “problemas sociales” por gente cuyos gustos difieren de los nuestros.
La infravivienda es un problema cuando los habitantes residen allí por necesidad, no queriendo permanecer ahí, pero incapaces de permitirse algo mejor. Su situación es ciertamente triste, pero la culpa no es del casero. Por el contrario, está ofreciendo un servicio necesario, dada la pobreza de los inquilinos.
Para probarlo, pensemos en una ley que prohibiera la existencia de infraviviendas, y por tanto de sus caseros, sin disponer nada para los alojados allí, como ofrecer una vivienda decente a los pobres o una asignación suficiente como para comprar o alquilar una buena vivienda. El argumento es que si el casero verdaderamente daña al inquilino, entonces su eliminación, sin que cambie nada, tendría que aumentar el bienestar neto del inquilino.
Pero la ley no lograría esto. Dañaría enormemente no sólo a los caseros, sino también a los inquilinos. Si es posible, dañaría aún más a los inquilinos, pues tal vez para los caseros sólo sea una pérdida de una de sus muchas fuentes de ingresos: los inquilinos perderías sus propias casas.
Se verían forzados a alquilar un alojamiento más caro, con la consecuente disminución en la cantidad de dinero disponible para comida, medicinas y otras necesidades. No. El problema no es el casero, es la pobreza. Sólo si el casero fuera la causa de la pobreza podría echársele la culpa legítimamente por el problema de las infraviviendas.
¿Entonces, si no es más culpable de la miseria que otros comerciantes, por qué se ha distinguido el casero en su condena? Después de todo, quienes venden ropa usada a los mendigos del Bowery no son condenados, aunque sus prendas sean inferiores, los precios altos y los compradores pobres y desvalidos. Sin embargo, en lugar de condenar a los comerciantes, parecemos saber dónde reside el problema: en la pobreza y la condición de desvalimiento del mendigo del Bowery.
De forma similar, la gente no echa la culpa a los propietarios de chatarrerías por la mala condición de sus productos y las penalidades de sus clientes. La gente no echa la culpa a los propietarios de “panaderías del día siguiente” por la dureza de su pan. Por el contrario, se da cuenta de que si no existieran las chatarrerías y estas panaderías, la gente pobre estaría en una condición aún peor que la actual.
Aunque la respuesta sólo puede ser especulativa, parecería que hay una relación positiva entre la cantidad de interferencia gubernamental en el área económica y el abuso y la acumulación de invectivas contra los empresarios del sector. Ha habido pocas leyes que se ocupen de las “panaderías del día siguiente” o las chatarrerías, pero muchas en el área de la vivienda. La relación entre intervención pública en el mercado de la vivienda y denigración de la imagen pública del casero debería, por tanto, quedar apuntada.
No puede negarse que hay una intervención fuerte y variada en el mercado de la vivienda. Proyectos de vivienda social, proyectos de vivienda “pública” y rehabilitación urbana y ordenaciones urbanas y códigos de construcción son sólo unos pocos ejemplos. Cada uno de ellos ha causado más problemas de los que ha resuelto. Se han destruido más viviendas de las que se han creado, se han exacerbado las tensiones raciales y la vida en los barrios y comunidades se ha destrozado.
En cada caso, parece que los efectos del derrame de papeleo e incapacidad burocrática se hacen recaer en el casero. Se lleva la culpa de buena parte del abarrotamiento engendrado por el programa de rehabilitación urbana. Se le echa culpa de no mantener los edificios dentro de los estándares establecidos por códigos de construcción no realistas, que, si se siguieran, empeorarían radicalmente la situación de los inquilinos. Obligar a tener “viviendas Cadillac” sólo puede dañar a los habitantes de “viviendas Volkswagen”. Pone a toda la vivienda fuera del alcance financiero de los pobres.
Tal vez el enlace más crítico entre el gobierno y la mala reputación en la que se tiene al casero es la ley de control de rentas. Pues la legislación de control de rentas cambia los incentivos usuales del beneficio, que ponen al empresario al servicio de sus clientes, por incentivos que le hacen el enemigo directo de sus inquilinos-clientes.
Normalmente el casero (o cualquier otro hombre de negocios) gana dinero sirviendo a las necesidades de sus inquilinos. Si no atiende sus necesidades, los inquilinos tenderán a irse. Apartamentos vacíos significan, por supuesto, una pérdida de ingresos. Anuncios, agentes de alquileres, reparaciones, pintura y otras condiciones que implica un nuevo alquiler significan gastos adicionales.
Además, el casero que no atienda a las necesidades de los inquilinos puede tener que cobrar rentas inferiores de las que obtendría en otro caso. Como en otros negocios, el cliente “siempre tiene la razón” y el comerciante ignora este dicho a su propio riesgo.
Pero con el control de rentas, el sistema de incentivos se pone boca abajo. Así el casero puede obtener el máximo retorno sin servir bien a sus inquilinos, incluso tratándoles mal, simulando enfermedades, rechazando hacer reparaciones, insultándolos. Cuando las rentas están controladas legalmente a niveles por debajo del valor del mercado, el casero obtiene el máximo retorno no atendiendo a sus inquilinos, sino librándose de ellos. Pues así puede reemplazarlos por inquilinos sin rentas controladas, que pagan más.
Si el sistema de incentivos se da la vuelta bajo el control de rentas, se determina el proceso de selección de entrada en la “industria” de los caseros. Los tipos de personas atraídos por una ocupación se ven influidos por el tipo de trabajo que debe hacerse en el sector.
Si la ocupación exige (financieramente) dar servicio a los consumidores, se atraerá a un tipo de casero. Si la ocupación exige (financieramente) acosar a los consumidores, se atraerá a un tipo de casero bastante diferente. En otras palabras, en muchos casos la reputación de casero como malicioso, avaricioso, etc., bien puede ser merecida, pero es esencialmente el programa de control de rentas el que anima a la gente de este tipo a hacerse caseros.
Si se prohibiera al casero tener infraviviendas y se aplicara activamente esta prohibición, el bienestar del pobre inquilino empeoraría increíblemente, como hemos visto. Es la prohibición de rentas más altas por el control de rentas y la legislación similar la que causa el deterioro de la vivienda. Es la prohibición de viviendas de baja calidad, por normas de vivienda y similares lo que hace que los caseros abandonen el sector de la vivienda.
El resultado es que los inquilinos tienen menos alternativas y las que tienen son de baja calidad. Si los caseros no pueden abstener suficiente beneficio suministrando vivienda a los pobres como podrían obtener en otras empresas, abandonarán el sector. Los intentos de rebajar las rentas y mantener una calidad alta mediante prohibiciones sólo rebajan los beneficios y llevan a los caseros a abandonar el negocio, dejando a los inquilinos pobres en una situación mucho peor.
Debería recordarse que la causa básica de las infraviviendas no es el casero y que los peores “excesos” del casero se deben a los programas públicos, especialmente al control de rentas. El casero hace una contribución positiva a la sociedad: sin él, la economía estaría peor. El que continúe con su desagradecida tarea, en medio del ataque y el vilipendio, sólo puede ser una evidencia de su naturaleza eminentemente heroica.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.