No hay una demostración más clara de la identidad esencial de los dos partidos políticos que su postura sobre el salario mínimo. Los demócratas propusieron aumentar el salario mínimo de 3,35$ la hora, que había aumentado la administración Reagan durante sus supuestos felices tiempos de libre mercado en 1981. La respuesta republicana fue permitir un salario “submínimo” para menores de veinte años, quienes, como trabajadores marginales, son los que de hecho se ven más afectados por cualquier mínimo legal.
Esta postura fue modificada rápidamente por los republicanos en el Congreso, que procedieron a argumentar a favor de un submínimo para menores de veinte años que solo duraría unos insignificantes 90 días, después de lo cual aumentaría al más alto mínimo demócrata (de 4,55$ la hora). Curiosamente, se dejó al senador Edward Kennedy apuntar el absurdo efecto económico de esta propuesta: inducir a los empresarios a contratar a menores de veinte años y luego despedirlos después de 89 días, para recontratar a otros al día siguiente.
Finalmente, y como es habitual, George Bush sacó del agujero a los republicanos tirando completamente la toalla y optando por un plan demócrata, punto. Nos quedamos con los demócratas proponiendo abiertamente un gran aumento en el salario mínimo y los republicanos, después de una serie de palabrería ilógica, aceptando el programa.
En realidad, solo hay una forma de considerar una ley de salarios mínimos: es desempleo obligatorio, punto. La ley dice que es ilegal, y por tanto un delito, que alguien contrate a otro por debajo del nivel de X dólares la hora. Esto significa, lisa y llanamente, que un gran número de contratos laborales libres y voluntarios están ahora prohibidos y por tanto habrá una gran cantidad de desempleo. Recordemos que la ley de salario mínimo no proporciona ningún empleo, solo los prohíbe y la prohibición de empleos es el resultado inevitable.
Todas las curvas de demanda son decrecientes y la demanda de contratación de mano de obra no es una excepción. Por tanto, las leyes que prohíben el empleo a cualquier nivel salarial que sea relevante para el mercado (un salario mínimo de 10 centavos la hora tendría poco o ningún impacto) debe generar prohibición de empleo y por tanto causar paro.
En pocas palabras, si el salario mínimo aumentó de 3,35$ a 4,55$ la hora, la consecuencia es desemplear, permanentemente, a quienes hayan sido contratados a niveles entre estas dos cantidades. Como la curva de demanda de cualquier tipo de trabajo (así como de cualquier factor de producción) se establece por la productividad marginal percibida de ese trabajo, esto significa que la gente que estará desempleada y se verá devastada por esta prohibición será precisamente los trabajadores “marginales” (con menores salarios), como negros y jóvenes, los mismos trabajadores a los que afirman potenciar y proteger los defensores del salario mínimo.
Los defensores del salario mínimo y su aumento periódico replican que todo esto es meter miedo y que los salarios mínimos no crean ni han creado nunca desempleo. La respuesta apropiada es aumentarlo más: de acuerdo, si el salario mínimo es una medida contra la pobreza tan maravillosa y no tiene el efecto de aumentar el desempleo ¿por qué sois tan agarrados? ¿Por qué ayudáis a los pobres trabajadores con esas cantidades ínfimas? ¿Por qué detenerse a 4,55$ la hora? ¿Por qué no 10$ la hora? ¿100$? ¿1.000$?
Es evidente que los defensores del salario mínimo no siguen su propia lógica, porque si llegaran a esas alturas, prácticamente toda la fuerza laboral estaría desempleadas. En resuman, puedes tener tanto desempleo como desees, simplemente empujan el salario mínimo legal lo suficientemente alto.
Es habitual entre los economistas ser educado, asumir que la mentira económica es únicamente el resultado de un error intelectual. Pero hay veces en que el decoro es gravemente erróneo o, como escribió Oscar Wilde, “cuando un habla tener ideas propias se convierte en algo más que en una obligación: se convierte en un auténtico placer”. Pues si los defensores de salarios mínimos más altos sencillamente fueran gente equivocada de buena voluntad, no se detendrían en 3$ o 4$ la hora, sino que seguirían con su lógica estúpida hasta la estratosfera.
El hecho es que siempre han sido lo suficientemente astutos como para detener sus demandas de salario mínimo en el punto en el que solo se ven afectados los trabajadores marginales y no hay peligro de desempleo, por ejemplo, para trabajadores adultos blancos sindicalizados. Cuando vemos que el defensor más ardiente de la ley de salario mínimo ha sido la AFL-CIO y que el efecto concreto de los salarios mínimos ha sido impedir la competencia en salarios bajos de los trabajadores marginales con los trabajadores sindicalizados de mayores salarios, se hace evidente que verdadera motivación para la agitación a favor de salarios mínimos.
Es solo uno de una larga serie de ejemplos en los que una persistencia aparentemente ciega en la mentira económica solo sirve como disfraz para un privilegio especial a costa de aquellos a quienes supuestamente “ayuda”.
En la agitación actual, la inflación (supuestamente detenida por la administración Reagan) ha erosionado el impacto del último aumento en el salario mínimo en 1981, reduciendo el impacto real de este en un 23%. Como consecuencia parcial, la tasa de paro ha caído del 11% en 1982 al 6% en 1988. Posiblemente disgustada por esta bajada, la AFL-CIO y sus aliados presionan para rectificar esta situación y aumentar el salario mínimo en un 34%.
De vez en cuando, economistas de la AFL-CIO y otros progresistas conocidos se quitan sus disfraces de mentiras económicas y admiten cándidamente que sus acciones causarán desempleo; luego proceden a justificarse afirmando que es más “digno” para un trabajador recibir una prestación social que trabajar por un salario bajo. Por supuesto, esta es la doctrina de mucha gente que recibe estas prestaciones. Realmente es un concepto extraño de la “dignidad” el que se ha introducido por el engranado sistema social del salario mínimo.
Por desgracia, este sistema no da a los numerosos trabajadores que siguen prefiriendo se productores en lugar de parásitos el privilegio de tomar su propia decisión con libertad.
Este artículo está extraído de Making Economic Sense (1995, 2006).
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.