Repudiando la deuda nacional

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[Artículo número 16 de la lista de lectura de 30 días de Robert Wenzel que te ayudará a convertirte en un conocedor libertario]

En la primavera de 1981, los republicanos conservadores en la Cámara de Representantes se lamentaban. Se lamentaban porque, en la primera oleada de la Revolución Reagan, que se suponía que generaría drásticos recortes en los impuestos y el gasto público, así como un presupuesto equilibrado, se les había pedido desde a Casa Blanca y su propio líder que votaran un aumento en el límite legal de la deuda pública federal, que estaba entonces llegando al tope de un billón de dólares. Se lamentaban porque toda su vida habían votado contra un aumento de la deuda pública y ahora se les pedía, por su propio partido y por su propio movimiento, violar sus principios de toda la vida. La Casa Blanca y su líder les aseguraban que esta ruptura de principios sería la última: que era necesaria para un último aumento en el límite de endeudamiento para dar al Presidente Reagan una oportunidad de conseguir un presupuesto equilibrado y empezar a reducir la deuda. Muchos de esos republicanos anunciaron entre lágrimas que estaban dando este fatídico paso porque confiaban profundamente en su Presidente, que no les defraudaría.

Sí, seguro. En cierto sentido, los manipuladores de Reagan tenían razón: no hubo más lamentaciones ni más quejas, porque los principios se olvidaron rápidamente, acabando en el basurero de la historia. Los déficits y la deuda pública se han acumulado desde entonces hasta formar una montaña y a poca gente le importa, y menos a los republicanos conservadores. Cada pocos años el límite legal se aumenta automáticamente. Al final del reinado de Reagan, la deuda federal era de 2,6 billones de dólares; ahora es de 3,5 billones y creciendo rápidamente. Y este es el lado bueno de la película, porque si añadimos las garantías de préstamo y contingencias “fuera del presupuesto”, el total de la deuda federal es de 20 billones de dólares.

Antes de la era Reagan, los conservadores tenían claro cómo les sentaban los déficits y la deuda pública: un presupuesto equilibrado era bueno y los déficits y la deuda pública eran malos, acumulados por keynesianos y socialistas derrochadores, que proclamaban absurdamente que no había nada malo ni oneroso en la deuda pública. En conocidas palabras del apóstol de la izquierda keynesiana de la “finanza funcional”, Abba Lerner, no hay nada malo en l deuda pública porque “nos debemos a nosotros mismos”. Al menos por aquel entonces los conservadores eran lo suficientemente astutos como para darse cuenta de que suponía una enorme diferencia si (abriéndose paso entre el camuflaje de los nombres colectivos) uno es miembro del “nos” (el contribuyente gravado) o del “nosotros” (quienes viven de los resultados de los impuestos).

Son embargo, a partir de Reagan, la vida político-intelectual se ha puesto patas arriba. Los conservadores y los supuestos economistas del “libre mercado” han dado volteretas tratando de encontrar nuevas razones por las que “los déficits no importan”, por las que todos deberíamos relajarnos y disfrutar del proceso. Tal vez el argumento más absurdo de los reaganomistas fue que no deberíamos preocuparnos acerca de la creciente deuda pública porque se veía compensada en el balance federal por una expansión de los “activos” públicos. He aquí un nuevo giro en la macroeconomía del libre mercado: ¡las cosas van bien porque está aumentando el valor de los activos públicos! En ese caso, ¿por qué no hacemos que el gobierno nacionalice directamente todos los activos? En realidad, los reaganomistas acudieron a cualquier argumento concebible para la deuda pública, salvo la frase de Abba Lerner y estoy convencido de que no reciclan esa frase porque sería difícil mantenerse impertérrito cuando la posesión extranjera de deuda nacional se está disparando. Incluso aparte de la propiedad extranjera, es mucho más difícil que antes sostener la tesis de Lerner: a finales de la década de 1930, cuando Lerner enunció su tesis, los pagos de intereses federales totales eran de 1.000 millones de dólares, ahora se disparado a los 200.000 millones de dólares, la tercera partida más grande en el presupuesto federal, después de los gastos militares y de la Seguridad Social: los “nos” parecen cada vez más pobres comparados con los “nosotros”.

Para pensar sensatamente acerca de la deuda pública, antes tenemos que volver a los principios fundamentales y pensar en la deuda en general. Dicho de forma sencilla, una transacción de crédito se produce cuando A, el acreedor, transfiere una suma de dinero (digamos 1.000$) a D, el deudor, a cambio de una promesa de que D devolverá a A en un año el principal más los intereses. Si el tipo de interés acordado para la transacción es del 10%, entonces el deudor se obliga a pagar dentro de un año 1.100$ al acreedor. Este pago completa la transacción, que, al contrario que una venta normal, tiene lugar a lo largo del tiempo.

Hasta aquí, está claro que no hay nada “malo” en la deuda privada. Igual que cualquier intercambio en el mercado, ambas partes de él se benefician y nadie pierde. Pero supongamos que el deudor es un insensato, se endeuda en exceso y luego descubre que no puede devolver la suma que había acordado. Por supuesto, éste es el riesgo en que incurre la deuda y el deudor haría mejor en mantener sus deudas dentro de lo que puede devolver con seguridad. Pero éste no es un problema solo de la deuda. Cualquier consumidor puede gastar insensatamente: un hombre puede gastarse toda su nómina en una cara baratija y luego descubrir que no puede alimentar a su familia. Así que la insensatez de consumidor difícilmente sería un problema confinado solo a la deuda. Pero hay una diferencia crucial: si un hombre se endeuda en exceso y no puede pagar, el acreedor también lo sufre, porque el deudor no ha podido devolver la propiedad del acreedor. En un sentido profundo, el deudor que no puede devolver los 1.100$ que debe al acreedor ha robado propiedad que pertenece al acreedor: no tenemos simplemente una deuda civil, sino un agravio, una agresión contra la propiedad de otro.

En siglos anteriores, la infracción del deudor insolvente se consideraba grave y, salvo que el acreedor estuviera dispuesto a “perdonar” la deuda por caridad, el deudor continuaba debiendo el dinero y acumulando intereses, además de una sanción por el impago continuado. A menudo los deudores acababan en prisión hasta que pudieran pagar: tal vez un poco draconiano, pero al menos seguía la idea correcta de aplicar los derechos de propiedad y defender la santidad de los contratos. El principal problema práctico era la dificultad de los deudores en prisión de ganar el dinero para saldar la deuda: tal vez habría sido mejor permitir que el deudor estuviera libre, siempre que su renta fuera a pagar al acreedor su justa parte.

Sin embargo, ya en el siglo XVII los gobiernos empezaron a lamentar la situación de lo desafortunados deudores, ignorando el hecho de que los deudores insolventes se han metido ellos mismos en su propio lío, y empezaron a subvertir su propia función proclamada de aplicar los contratos. Se aprobaron leyes de quiebra que, cada vez más, quitaban problemas los deudores e impedían que los acreedores obtuvieran su propiedad. El robo se condonaba cada vez más, se subvencionaba la imprevisión y se dificultaba el ahorro. En realidad, con el moderno dispositivo del Capítulo 11, instituido por la Ley de Reforma de la Quiebra de 1978, los gestores y accionistas ineficientes e imprevisores no solo quedaban impunes, sino que a menudo quedaban en puestos de poder, libres de deudas y seguían gestionando sus empresas y perjudicando a consumidores y acreedores con sus ineficiencias. Los economistas neoclásicos utilitaristas modernos no ven nada malo en todo esto: después de todo, el mercado se “ajusta” a estos cambios en la ley. Es verdad que el mercado puede ajustarse a casi todo, pero ¿y que? Perjudicar a los acreedores significa que los tipos de interés crecen constantemente, tanto para el sobrio y honrado como para el imprevisor, pero ¿por qué debería gravarse a los primeros para subvencionar a los últimos? Pero hay problemas más profundos en esta actitud utilitaria. Es la misma afirmación amoral de algunos economistas, de que no hay nada de malo en que aumente el delito contra residentes o vendedores en los centros de las ciudades. El mercado, afirman, se ajustará y descontará esos altos índices de criminalidad y por tanto las rentas y valores de las viviendas serán menores en las áreas del centro de la ciudad. Así que todo se tiene en cuenta. ¿Pero qué tipo de consuelo es éste? ¿Y qué tipo de justificación de la agresión y el delito?

Así que en una sociedad justa solo el perdón voluntario de los acreedores quitaría la responsabilidad a los deudores; de otra forma, las leyes de quiebra serían un invasión injusta de los derechos de propiedad de los acreedores.

Un mito acerca de la ayuda a los “deudores” es que éstos son habitualmente pobres y los acreedores ricos, así que intervenir para salvar a los deudores es sencillamente y requisito de la “justicia” igualitaria. Pero esta suposición nunca fue cierta: en los negocios, cuanto más rico es el empresario, más probable es que sea un gran deudor. Son los Donald Trump y los Robert Maxwell de este mundo aquéllos cuyas deudas exceden espectacularmente a sus activos. En las grandes empresas modernas, el efecto de las cada vez más estrictas leyes de quiebra ha sido perjudicar a los acreedores y poseedores de bonos en beneficio de los accionas y los directivos, que normalmente están instalados y aliados con unos pocos grandes accionistas. El mismo hecho de que la gran empresa sea insolvente demuestra que sus directivos han sido ineficientes y deberían ser eliminados de escena de inmediato. Las leyes de quiebra que siguen prolongando el gobierno de los directivos actuales, por tanto no solo invaden los derechos de propiedad de los acreedores, también dañan a los consumidores y a todo el sistema económico al impedir que el mercado purgue a los directivos y accionistas ineficientes e imprevisores y traslade la propiedad de los activos industriales a los acreedores más eficientes. No solo eso: en un reciente artículo de crítica legal, Bradley y Rosenzweig han demostrado que también los accionistas, así como los acreedores han perdido una significativa cantidad de activos debido a la implantación del Capítulo 11 en 1978. Tal y como escriben: “si los tenedores de bonos y accionistas son ambos perdedores bajo el Capítulo 11, entonces ¿quiénes son los ganadores?” Los ganadores, notable, aunque no sorprendentemente, resultan ser los actuales e ineficientes directivos de la empresa, así como los diversos abogados, contables y consultores financieros que cobran enormes tarifas por las reorganizaciones de las quiebras.

En una economía de libre mercado que respete los derechos de propiedad el volumen de la deuda privada se autorregula por la necesidad de pagar al acreedor, ya que ningún Papá Gobierno te permite escaparte. Además, el tipo de interés que debe pagar un deudor depende no solo del nivel general de preferencia temporal sino del grado de riesgo que como deudor genere en el acreedor. Un buen riesgo de crédito será un “prestatario Premium”, que pagará un tipo de interés relativamente bajo; por el contrario, una persona imprevisora o un vagabundo que ya haya estado en bancarrota antes tendrán que pagar un tipo de interés mucho mayor, de acuerdo con el grado de riesgo del préstamo.

Desgraciadamente la mayoría de la gente aplica el mismo análisis a la deuda pública que a la privada. Si la sacralidad de los contratos debe prevalecer en el mundo de la deuda privada, ¿no debería ser igual de sagrada en la deuda pública? ¿No debería la deuda pública regirse por los mismos principios que la privada? La respuesta es que no, a pesar de que una respuesta así pueda sacudir la sensibilidad de la mayoría de la gente. La razón es que las dos formas de deuda de transacción son completamente distintas. Si pido dinero prestado a un banco hipotecario, he realizado un contrato para transferir mi dinero a un acreedor en una fecha futura: en el fondo, él es el verdadero propietario de mi dinero en ese momento y si no pago le estoy robando su justa propiedad. Pero cuando el gobierno pide prestado dinero, no compromete su propio dinero: sus recursos no son responsables. El gobierno no compromete su propia vida, fortuna y sagrado honor en devolver la deuda, sino el nuestro. Es un caballo, y una transacción, de distinto color.

Pues al contrario que el resto de nosotros, el gobierno no vende bienes o servicios productivos y por tanto no genera nada. Solo puede obtener dinero saqueando nuestros recursos a través de los impuestos o del impuesto oculto de la falsificación legalizada conocida como “inflación”. Por supuesto, hay algunas excepciones, como cuando el gobierno vende sellos a coleccionistas o lleva nuestro correo con burda ineficacia, pero la abrumadora mayoría de los ingresos del gobierno se obtienen por impuestos o su equivalente monetario. En realidad, en los días de la monarquía, y especialmente en el periodo medieval antes del advenimiento del estado moderno, los reyes obtenían la mayoría de sus rentas de sus propiedades privadas, como bosques y campos agrícolas. Su deuda, en otras palabras, es más privada que pública y por consiguiente su deuda era prácticamente nula comparado con la deuda pública que empezó a florecer a finales del siglo XVII.

Por tanto, la transacción de la deuda pública es muy distinta de la de la deuda privada. En lugar de un acreedor con una baja preferencia temporal intercambiando dinero por un pagaré de un deudor con alta preferencia temporal, el gobierno recibe ahora dinero de los acreedores, sabiendo ambas partes que el dinero que se devuelva no vendrá de los bolsillos de políticos y burócratas, sino de las carteras saqueadas de los contribuyentes indefensos, los súbditos del estado. El gobierno obtiene el dinero por coacción fiscal y los acreedores públicos, lejos de ser inocentes, saben muy bien que sus ingresos vendrán de esta lamentable coacción. En resumen, los acreedores públicos están dispuestos a entregar dinero al gobierno ahora a cambio de recibir una parte del saqueo fiscal en el futuro. Es lo contrario del libre mercado o de una genuina transacción voluntaria. Ambas partes están contratando inmoralmente participar en la violación futura de los derechos de propiedad de los ciudadanos. Por tanto ambas partes están llegando a acuerdos sobre la propiedad de otros y ambos merecen nuestro desprecio. La transacción de crédito público no es un contrato genuino que tenga que considerarse sacrosanto, no más que cuando los ladrones se reparten el botín por adelantado.

Cualquier vinculación de la deuda pública con una transacción privada debe basrase en l idea común pero absurda de que los impuestos son en realidad “voluntarios” y que siempre que el gobierno hace algo, “nosotros” estamos deseando hacerlo. Este conveniente mito fue rebatido aguda y mordazmente por el gran economista Joseph Schumpeter: “La teoría que interpreta a los impuestos sobre la analogía con las cuotas de un club o con la factura de, por ejemplo, un doctor, solo prueba lo lejos que está esta parte de las ciencias sociales de las costumbres mentales científicas”. La moralidad y la utilidad económica generalmente van de la mano. Al contrario que Alexander Hamilton, que hablaba para una pequeña pero poderosa camarilla de acreedores públicos de Nueva York y Filadelfia, la deuda nacional, no es una “bendición nacional”. El déficit público anual, junto con el pago anual de intereses que sigue aumentando mientras se acumula deuda total, canaliza cada vez más los escasos y preciosos ahorros privados hacia inútiles despilfarros públicos, que “expulsan” a las inversiones productivas. Los economistas del establishment, incluyendo los reaganomistas, esquivan inteligentemente el asunto calificando prácticamente todo el gasto público como “inversiones”, haciendo que suene como si todo fuera bonito porque los ahorros se han “invertido” de forma productiva. Sin embargo, en realidad, el gasto público solo puede calificarse de “inversión en sentido orwelliano: el gobierno realmente gasta en “bienes de consumo” y deseos de burócratas, políticos y sus clientelas dependientes. Por tanto el gasto público, en lugar de ser una “inversión”, es un gasto de consumo de un tipo especialmente derrochador e improductivo, ya que no lo reciben los productores sino una clase parásita que vive del sector privado productivo, debilitando continuamente. Así que vemos que las estadísticas no son en lo más mínimo “científicas” o “neutrales”: el cómo se clasifiquen los datos (si por ejemplo, el gasto público es “consumo” o “inversión”) depende de la filosofía e ideas políticas del clasificador.

Por tanto los déficits y la deuda acumulada son una carga creciente e intolerable sobre la sociedad y la economía, tanto porque aumentan la carga fiscal como porque drenan progresivamente recursos del sector productivo al parásito e improductivo sector “público”. Además, siempre que los déficits e financian expandiendo el crédito bancario (en otras palabras, creando nuevo dinero) las cosas empeoran aún más, ya que la inflación de crédito crea una permanente y creciente inflación de precios así como oleadas de “ciclos económicos” de auge y declive.

Por todas estas razones los jeffersoinianos y jacksonianos (que, contrariamente a los mitos de los historiadores, conocían extraordinariamente bien la teoría económica y monetaria) odiaban y denostaban la deuda pública. De hecho, la deuda pública se liquidó dos veces en la historia estadounidense, la primera vez por Thomas Jefferson y la segunda, e indudablemente la última, por Andrew Jackson.

Por desgracia, liquidar una deuda nacional que pronto llegará a los 4 billones de dólares llevaría rápidamente a la quiebra a todo el país. ¡Pensemos en las consecuencias de imponer nuevos impuestos por 4 billones en Estados Unidos el año que viene! Otra forma, casi igual de devastadora, de pagar la deuda pública sería imprimir 4 billones de nuevo dólares, ya sea en billetes o creando nuevo crédito bancario. Este método sería extraordinariamente inflacionista y los precios se dispararían rápidamente, arruinando a todos los grupos cuyas ganancias no aumentaran en el mismo grado y destruyendo el valor del dólar. Pero en esencia esto es lo ocurre en países que hiper-inflan, como hizo Alemania en 1923 e incontables países desde entonces, particularmente en el Tercer Mundo. Si un país infla la divisa para liquidar su deuda, los precios aumentarán de forma que los dólares o marcos o pesos que reciba el acreedor valgan mucho menos que los dólares o pesos que prestó originalmente. Cuando un estadounidense compraba un bono alemán de 10.000 marcos, valía varios miles de dólares; esos 10.000 marcos al acabar 1923 no hubieran valido más que un chicle. Por tanto, la inflación es una forma subrepticia y terriblemente destructiva de repudiar indirectamente la “deuda pública”: destructiva porque arruina la unidad monetaria, de la que dependen personas y empresas para calcular todas sus decisiones económicas.

Propongo por tanto una forma aparentemente drástica pero realmente mucho menos destructiva de liquidar la deuda pública de un solo golpe: el repudio directo de la deuda. Piensen en esto. ¿Por qué deberían los pobres y maltratados ciudadanos de Rusia y Polonia o los demás países excomunistas responder por la deudas contratadas por sus antiguos amos comunistas? En el caso comunista, la injusticia está clara: el que los ciudadanos que luchan por la libertad y la economía de mercado deberían pagar impuestos por deudas contraídos por la monstruosa clase dirigente anterior. Pero esta injusticia solo difiere en el grado de la deuda pública “normal”. Pues igualmente ¿por qué debería el gobierno comunista de la Unión Soviética verse obligado por deudas contraídas por el gobierno zarista que odiaban y derrocaron? ¿Y por qué deberíamos los luchadores ciudadanos estadounidenses de hoy día responder a deudas creadas por una élite gobernante pasada que contrajo esas deudas a nuestra costa? Uno de los argumentos convincentes contra pagar “indemnizaciones” a los negros por la pasada esclavitud es que nosotros, los que vivimos, no tenemos esclavos. Igualmente los que vivimos no contratamos la deudas pasadas o presentes en las que incurrieron los políticos y burócratas de Washington.

Aunque muy olvidada por historiadores y público, el repudio de la deuda pública es una parte de la tradición estadounidense. La primera ola de repudio se produjo en la década de 1840, después de los pánicos de 1837 y 1839. Estos pánicos fueron la consecuencia de un masivo auge inflacionista impulsado el Segundo banco de los Estados Unidos dirigido por lo whigs. Sobre la ola del crédito inflacionista, numerosos gobiernos estatales, en buena parte dirigidos por los whigs, afloraron una enorme cantidad de deuda, la mayoría de la cual fue a inútiles obras públicas (eufemísticamente llamadas “mejoras internas”) y a la creación de bancos inflacionistas. La deuda pública pendiente de los gobiernos estatales subió de 26 millones de dólares a 170 millones durante la década de 1830. La mayoría de estos títulos fueron financiados por inversores británicos y holandeses.

Durante los sucesivos pánicos de la década de 1840, los gobiernos de los estados afrontaron el pago de sus deudas en dólares que eran ahora más valiosos que los que habían tomado prestados. Muchos estados, ahora en buena parte en manos demócratas, afrontaron la crisis repudiando estas deudas, ya sea total o parcialmente redimensionando la cantidad con “reajustes”. En concreto, de los 28 estados de Estados Unidos en la década de 1840, nueve estaban en la gloriosa posición de no tener deuda pública y en uno (Missouri) era mínima; de los 18 restantes, nueve pagaron los intereses de su deuda pública sin interrupciones, mientras que otros nueve (Maryland, Pennsylvania, Indiana, Illinois, Michigan, Arkansas, Luisiana, Mississippi y Florida) repudiaron parte o todo su pasivo. De estos estados, cuatro dejaron de pagar los intereses durante varios años, mientras que los otros cinco (Michigan, Mississippi, Arkansas, Luisiana y Florida) repudiaron total y permanentemente toda su deuda pública pendiente. Como en todo repudio de deuda, el resultado fue levantar una pesada carga sobre las espaldas de los contribuyentes en los estados no pagadores y repudiantes.

Aparte del argumento de la moralidad o santidad del contrato contra el repudio que ya hemos explicado, el argumento económico habitual es que ese repudio es desastroso porque quién en su sano juicio volvería a prestar a un gobierno repudiante. Pero el contraargumento eficaz se ha considerado raras veces: ¿por qué debería inyectarse más capital privado en las ratoneras del gobierno? Es precisamente la eliminación de futuros créditos públicos lo que constituye uno de los principales argumentos para el repudio, pues significa secar beneficiosamente un canal de destrucción inútil de los ahorros de la gente. Lo que queremos son ahorros abundantes e inversión en empresas privadas y un gobierno delgado austero, de bajo presupuesto, mínimo. El pueblo y la economía solo pueden hacerse grandes y poderosos cuando el gobierno es frugal y enclenque.

La siguiente gran oleada de repudio estatal de la deuda llegó en el Sur tras la plaga de la ocupación norteña y la Reconstrucción que se hacía cernido sobre él. Ocho estados sureños (Alabama, Arkansas, Florida, Luisiana, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Tennessee y Virginia) procedieron a finales de la década de 1870 y principios de la de 1880, bajo regímenes demócratas, repudiar la deuda que recaía sobre sus contribuyentes por culpa de los corruptos y derrochadores rapaces gobiernos republicanos radicales bajo la Reconstrucción.

Entonces, ¿qué puede hacerse ahora? La deuda federal es de 3,5 billones de dólares. Aproximadamente 1,4 billones, un 40%, la posee una u otra agencia del gobierno. Es ridículo que a un ciudadano se le grave por un brazo del gobierno federal (hacienda) para pagar intereses y principal de la deuda poseída por otra agencia del gobierno federal. Ahorraría mucho dinero al contribuyente y alejaría a los ahorros de otro desperdicio cancelar directamente esa deuda. La supuesta deuda es simplemente una ficción contable que enmascara la realidad y crea un medio cómodo para exprimir al contribuyente. Así que la mayoría de la gente cree qua la Administración de la Seguridad Social se lleva las primas y las acumula, tal vez invirtiéndolas bien y luego las “devuelve” al ciudadano “asegurado” cuando cumple 65 años. No hay seguro y no hay “fondos”, como debe en realidad haber en cualquier sistema de seguro privado. El gobierno federal simplemente toma las “primas” (impuestos) de la Seguridad Social, las gasta en gastos generales del tesoro y luego, cuando la persona cumple 65 años, grava a otros para pagar la “prestación del seguro”. La Seguridad Social, tal vez la institución más reverenciada en la política estadounidense es asimismo la mayor estafa. Es sencillamente un gigantesco esquema de Ponzi controlado por el gobierno federal. Pero esta realidad está enmascarada por la compra de bonos públicos de la Administración de la Seguridad Social, gastando luego el tesoro estos fondos en lo que desea. Pero el hecho de la Administración de la Seguridad Social tenga bonos públicos en su cartera y cobre intereses y pagos del contribuyente estadounidense le permite enmascararlo como si fuera un negocio legítimo de seguro.

Por tanto, cancelar los bonos poseídos por agencias reduce la deuda federal en un 40%. Yo defendería llegar a repudiar toda la deuda y dejar que los pedazos caigan donde puedan. El glorioso resultado sería una caída inmediata de 200.000 millones de dólares en gasto federal, con al menos la posibilidad de un recorte equivalente en impuestos.

Pero si este plan se considera demasiado draconiano, ¿por qué no tratar al gobierno federal como se trata a cualquier bancarrota privada (olvidando el Capítulo 11)? El gobierno es una organización, así que ¿por qué no liquidar los activos de la organización y pagar a los acreedores (los tenedores de bonos públicos) una porción a prorrata de dichos activos? La solución no costaría nada al contribuyente y asimismo le libraría de 200.000 millones de dólares en pagos anuales de intereses. Se obligaría al gobierno de Estados Unidos a regurgitar estos activos, venderlos en subasta y pagar a los acreedores de acuerdo con ello. ¿Qué activos del gobierno? Hay una gran cantidad de activos, de la Tennessee Valley Authority a los parques nacionales a distintas estructuras como Correos. Las enormes oficinas de la CIA en Langley, Virginia, deberían generar un buen lugar para edificar chalets para todos los trabajadores dentro de la circunvalación. Tal vez podríamos echar a las naciones Unidas de las Estados Unidos, reclamar los terrenos y edificios y venderlos para casas de lujo para las celebridades del East End. Otro descubrimiento de este proceso sería una privatización masiva del terreno socializado en el Oeste de Estados Unidos y también del resto del país. La combinación de repudio y privatización llegaría reducir la carga fiscal, estableciendo una sensatez fiscal y desocializando Estadops Unidos.

Sin embargo, para seguir este camino primero tenemos que librarnos de la mendaz mentalidad que combina lo público con lo privado y que trata a la deuda pública como si fuera un contrato productivo entre dos propietarios legítimos.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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