La Conspiración de los Iguales

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[An Austrian Perspective on the History of Economic Thought (1995)]

Inspirado por las obras de Mably y especialmente Morelly, un joven periodista de la Picardía decidió, en medio del caos de la Revolución Francesa, fundar una organización revolucionaria conspirativa para establecer el comunismo. Estratégicamente, fue un avance respecto de los dos fundadores, que no tenía ninguna idea, sino sencillamente formación, de cómo alcanzar su objetivo. François Noël (“Caius Gracchus”) Babeuf (1764-1797), un periodista y comisario de escrituras inmobiliaria en Picardía, llegó a París en 1790 y se imbuyó de la embriagadora atmósfera revolucionaria. En 1793, Babeuf estaba comprometido con la igualdad económica y el comunismo. Dos años después. Fundó la secreta Conspiración de los Iguales, organizada alrededor de su nuevo periódico, El tribuno del pueblo. El Tribuno, como la Iskra de Lenin un siglo después, se utilizó para establecer una línea coherente para sus cuadros, así como para sus seguidores públicos. Como escribe James Billington, el Tribuno de Babeuf “fue el primer periódico en la historia en ser la rama legal de un conspiración revolucionaria extralegal”.[1]

El ideal de Babeuf y su Conspiración era la igualdad absoluta. La naturaleza, afirmaban, llama a la igualdad perfecta, toda desigualdad es injusticia: por tanto, había que establecer la comunidad de propiedad. Como proclamaba enfáticamente la Conspiración en su Manifiesto de los iguales (escrito por uno de los principales asesores de Babeuf, Sylvain Maréchal: “Reclamamos igualdad real o muerte y esto es lo que debemos tener”. “Para ello”, continuaba el Manifiesto, “estamos dispuestos a todo, estamos dispuestos a acabar con todo. Dejemos que las artes se desvanezcan, si es necesario, mientras la genuina igualdad permanezca para nosotros”.

En la sociedad comunista ideal que buscaba la Conspiración, se aboliría la propiedad privada y toda la propiedad sería comunal y se almacenaría en almacenes comunales. A partir de estos almacenes, los bienes se distribuiría “equitativamente” por los superiores (¡aparentemente iba a haber un cuadro de “superiores” en este mundo tan, ejem, “igual”!). Iba a haber un trabajo universal obligatorio, “sirviendo a la patria (…) con trabajo útil”. Los profesores o científicos “deben presentar certificados de lealtad” a los superiores. El Manifiesto reconocía que habría una enorme expansión de funcionarios y burócratas del gobierno en el mundo comunista, inevitable donde “la patria toma control de un individuo desde su nacimiento hasta su muerte”. Habría castigos severos consistentes en trabajos forzados contra “personas de cualquier sexo que sean para la sociedad un mal ejemplo de ausencia de mentalidad cívica, por indolencia, un modo de vida lujoso, licenciosidad”. Estos castigos, descritos, como apunta un historiador “con cuidado y gran detalle”,[2] incluían la deportación a islas prisión.

La libertad de expresión y de prensa se trata como uno podría esperar. A la prensa no se le permitiría “poner en peligro la justicia de la igualdad” o someter a la República “a interminables y fatales discusiones”. Además, “Nadie estrá autorizado a expresar opiniones que estén en directa contradicción con los sagrados principios de la igualdad y la soberanía del pueblo”. De hecho, solo se permitiría aparecer impresa una obra “si los guardianes de la voluntad de la nación consideran que su publicación puede beneficiar a la República”.

Todas las comidas se harían en público en todas las comunas y, por supuesto, serían de asistencia obligatoria para todos los miembros de la comunidad. Además, todos obtendrían solo “su ración diaria” en el distrito en el que vivan: la única excepción será “cuando estén viajando con el permiso de la administración”. Toda diversión privada estaría “estrictamente prohibida”, ya que “la imaginación, sin la supervisión de un juez estricto debería engendrar vicios abominables contrarios a la comunidad”. Y, respecto de la religión “la llamada revelación tendría que prohibirse por ley”.

El objetivo del comunista igualitario Babeuf no fue solo una influencia importante en el posterior marxismo-leninismo, sino que también su teoría estratégica y práctica lo fue en la organización concreta de la actividad revolucionaria. El desigual, proclamaban los babeuvistas, debe ser despojado, el pobre debe alzarse y saquear al rico. Sobre todo, la Revolución Francesa debe “completarse” y rehacerse: debe haber una agitación total (“bouleversement total”), una destrucción total de las instituciones existentes de forma que pueda construirse un mundo nuevo y perfecto desde los cimientos. Como pedía Babeuf en la conclusión de su propio Manifiesto de los Plebeyos: “Que sobrevenga el caos, y que del caos emerja un mundo nuevo y regenerado”.[3] De hecho, el Manifiesto de los Plebeyos, publicado poco después del Manifiesto de los Iguales, en noviembre de 1795, fue el primero en una serie de manifiestos revolucionarios que llegaría a su clímax en el Manifiesto Comunista de Marx medio siglo más tarde.

Los dos manifiestos revelaban una diferencia importante entre Babeuf y Maréchal que podría haber causado una escisión si no hubieran sido aplastados lo iguales poco después por la represión policial. Pues en su Manifiesto de los Plebeyos, Babeuf había empezado a moverse hacia un mesianismo cristiano, no solo rindiendo tributo a Moisés y Josué, sino particularmente a Jesús como su “co-atleta” (de Babeuf) y en prisión Babeuf había escrito Una nueva historia de la vida de Jesucristo. Sin embargo, la mayoría de los iguales eran ateos militantes, encabezados por Maréchal, al que le gustaba referirse a sí mismo con el grandioso acrónimo l’HSD, “l’homme sans Dieu” (el hombre sin Dios).

Además de la idea de una revolución conspiratoria, Babeuf, fascinado por los asuntos militares, empezó a desarrollar la idea de una guerrilla del pueblo: de una revolución constituida por diversas “falanges” por gente cuya ocupación permanente sería hacer la revolución (lo que Lenin llamaría más tarde “revolucionarios profesionales”. También consideró la idea de falanges militares guardando una base geográfica y luego trabajando hacia fuera de allí: “avanzando por grados, consolidando a medida que ganamos territorio, deberíamos ser capaces de organizarlo”.

Un círculo interno, conspirativo y secreto, una falange de revolucionarios profesionales: esto significaba inevitablemente que la perspectiva estratégica de Babeuf para su revolución implicaba algunas paradojas fascinantes. Pues en nombre de un objetivo de armonía e igualdad perfecta, los revolucionarios iban a ser liderados por una jerarquía que reclamaba una obediencia total; el cuadro interior haría su voluntad sobre las masas. Un líder absoluto, encabezando un cuadro todopoderoso, daría, en el momento apropiado, la señal para llegar a una sociedad de igualdad perfecta. La revolución se haría para acabar con todas las revoluciones posteriores; una jerarquía todopoderosa sería supuestamente necesaria para poner fin por siempre a la jerarquía.

Pero, por supuesto, como hemos visto, no había ninguna paradoja real, ninguna intención de eliminar la jerarquía. Los cantos a la “igualdad” eran un fino camuflaje para el objetivo real, una dictadura permanentemente cerrada y absoluta, en la elocuente imagen de Orwell, “una bota estrellándose en una cara humana, para siempre”.

Después de sufrir la represión policial al final de febrero de 1796, la Conspiración de los Iguales se hizo aún más secreta y, un mes después, se constituyeron como el Directorio Secreto de Sanidad Pública. Los siete directores secretos, que se reunían todas las tardes, llegaban a decisiones colectivas y anónimas y luego cada miembros de este comité central divulgaba hacia el exterior la actividad a 12 “instructores”, cada uno de los cuales movilizaba un grupo insurrecto más amplio en uno de los 12 distritos de París. De esta manera, la Conspiración se las arreglaba para movilizar a 17.000 parisinos, pero el grupo fue traicionado por la ansiedad del directorio secreto de reclutar entre el ejército. Un informador llevó al arresto de Babeuf el 10 de mayo de 1796, seguido por la destrucción de la Conspiración de los Iguales. Babeuf fue ejecutado un año después.

Sin embargo, la represión policial casi siempre deja grupos de disidentes para volverse a alzar y el portador de la antorcha del comunismo revolucionario fue un babeuvista arrestado con el líder, pero que consiguió evitar la ejecución. Filippo Giuseppe Maria Lodovico Buonarroti (1761-1837) era el hijo mayor de una familia florentina aristocrática pero empobrecida y descendiente directo del gran Miguel Ángel. Estudiante de derecho en la Universidad de Pisa a principios de la década de 1780, Buonarroti fue convertido por discípulos de Morelly en la facultad. Como periodista radical y editor, Buonarroti participó después en batallas por la Revolución Francesa contra tropas italianas. En la primavera de 1794, fue puesto al frente de la ocupación francesa del pueblo italiano de Oneglia, donde anunció a la gente que todos los hombres deben ser iguales y que cualquier distinción entre hombres es una violación del derecho natural. De vuelta a París, Buonarroti se defendió con éxito en un juicio contra su uso del terror en Oneglia y finalmente se incorporó a la Conspiración de los Iguales de Babeuf. Su amistad con Napoleón le permitió escapar de la ejecución y acabó siendo enviado a un campo de prisioneros en Ginebra.

Durante el resto de su vida, Buonarroti se convirtió en lo que su biógrafo moderno llama “el primer revolucionario profesional”, tratando de crear revoluciones y organizaciones conspirativas en toda Europa. Antes de la ejecución de Babeuf y otros, Buonarroti había prometido a sus camaradas escribir toda su historia y cumplió esa promesa cuando, con 67 años, publicó en Bélgica La conspiración por la igualdad de Babeuf (1828). Hacía tiempo que se había olvidado a Babeuf y sus camaradas y su enorme obra contaba entonces la primera y más completa historia de la saga babeuvista. El libro resultó ser una importante inspiración para agrupaciones revolucionarias y comunistas y se vendió extremadamente bien, vendiendo la traducción al inglés de 1836 50.000 ejemplares en un corto espacio de tiempo. Durante la siguiente década de su vida, el antes oscuro Buonarroti fue encumbrado por toda la ultraizquierda europea.

Reflexionando sobre anteriores fracasos revolucionarios, Buonarroti aconsejaba la necesidad del gobierno de una élite férrea inmediatamente después de la llegada al poder de las fuerzas revolucionarias. En resumen, el poder de la revolución debía entregarse inmediatamente a una “voluntad fuerte, constante, ilustrada e inamovible”, que “dirigiría todas las fuerzas de la nación contra enemigos internos y externos” y prepararía muy gradualmente el pueblo para su soberanía. Para Buonarroti, se trataba de que “el pueblo es incapaz tanto de regenerar por sí mismo, como de designar la gente que debería dirigir la regeneración”.


[1]James H. Billington, Fire in the Minds of Men: Origins of the Revolutionary Faith (Nueva York: Basic Books, 1980), p. 73.

[2] Para esta frase y otras citas traducidas del Manifiesto, ver Igor Shafarevich, The Socialist Phenomenon (Nueva York: Harper & Row, 1980), pp. 121-124. Ver también Gray, op. cit., nota 5, p. 107.

[3] Billington, op. cit., nota 10, p. 75. Ver también Gray, op. cit., nota 5, p. 105n. Como comenta Gray, “lo que se deseaba era la aniquilación de todo, confiando en que del polvo de la destrucción pueda surgir una ciudad justa. Y animado por tal esperanza, que alegremente esperaría Babeuf el polvo”, Ibíd., p. 105.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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