Dios nos proteja de las metáforas

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[Incuido en The Bastiat Collection (2011); apareció en Sofismas económicos (1845)]

A veces una mentira se expande y adquiere toda la textura de una teoría larga y elaborada. Más frecuentemente, encoge y se contrae, asume el disfraz de un principio y acecha en una palabra o en una frase.

“¡Que Dios nos proteja del diablo y de las metáforas!” fue la exclamación de Paul-Louis. [1] Y es difícil decir cuál de ellos ha causado más daño en nuestro mundo. El diablo, diréis, pues ha puesto el espíritu del saqueo en todos nuestros corazones. Es verdad, pero ha dejado libres los medios de reprimir los abusos mediante la resistencia de quienes los sufren. Es la mentira la que paraliza su resistencia. La espada que la malicia pone en las manos de los asaltantes no tendría poder, si la sofistería no rompiera el escudo que debería proteger al partido atacado. Fue por tanto con razón que Malebranche escribiera en la página del título de su obra esta frase: L’erreur est la cause de la misere des hommes (El error es la causa de la miseria de los hombres).

Veamos cómo se produce esto. Los hombres ambiciosos actúan a menudo con intenciones siniestras y malvadas: por ejemplo, su plan puede ser implantar en la opinión pública el germen del odio internacional. Este germen fatal se desarrolla, enciende una conflagración general, detiene la civilización, causa ríos de sangre y lleva al país al más terrible de todos los azotes, la invasión. En todo caso, y aparte de esto, esos sentimientos de odio nos rebajan en la estimación de otras naciones y obligan a los franceses que mantengan cualquier sentido de la justicia a ruborizarse por su país. Son indudablemente males graves y para guardar al público contra las prácticas bajo mano de quienes expondrían al país a ese riesgo, solo hace falta ver claramente sus planes. ¿Cómo consiguen ocultarlos? Por el uso de metáforas. Retuercen, distorsionan y pervierten el significado de tres o cuatro palabras y ya está.

La propia palabra invasión es un buen ejemplo. Un fabricante francés de hierro exclama: Protegednos de la invasión del hierro inglés. Un agricultor inglés exclama a cambio: Protegednos de la invasión del trigo francés. Y luego proceden a interponer barreras entre los dos países. Estas barreras crean aislamiento, el aislamiento da lugar al odio, el odio a la guerra, la guerra a la invasión. ¿Qué importa?, gritan los dos sofistas: ¿no es mejor exponernos a una posible invasión que aceptar una invasión que es real? Y la gente les cree y se mantienen las barreras.

Y aun así, ¿qué analogía hay entre un intercambio y una invasión? ¿Qué posible similitud puede imaginarse entre un barco de guerra que viene a vomitar fuego y devastación en nuestros pueblos y un barco mercante que viene a ofrecer un intercambio libre voluntario de productos por productos?

Lo mismo vale para el uso que se hace de la palabra inundación. La palabra se usa normalmente en un mal sentido, pues a menudo vemos dañados nuestros campos o nuestras cosechas arrastradas por las avenidas. Sin embargo, si dejan en nuestra tierra algo de mayor valor de lo que se llevan, como las inundaciones del Nilo, deberíamos estar agradecidos, como lo están los egipcios. Así que antes de declamar contra las inundaciones de productos extranjeros, antes de proceder a restringirlas mediante obstáculos fastidiosos y costosos, deberíamos averiguar a qué clase pertenecen y si arrasan o fertilizan. ¿Qué deberíamos pensar de Mehmet Alí, si, en lugar de construir con grandes costes presas en el Nilo, para extender más sus inundaciones, gastara su dinero en hacer un canal más profundo para evitar que Egipto se vea lleno de fango extranjero que desciende hasta allí desde las Montañas de la Luna? Nosotros mostramos exactamente el mismo grado de sabiduría y sentido cuando deseamos, con un coste de millones, para defender a nuestro país… ¿de qué? De los beneficios que la naturaleza a otorgado a otros climas.

Entre las metáforas que ocultan una doctrina perniciosa, no hay ninguna más en uso que la que presentan las palabras tributo y tributario.

Estas palabras se han convertido hoy en tan comunes que se utilizan como sinónimos de compra y comprador y se emplean indiscriminadamente.

Y aun así, un tributo es distinto de una compra como un robo lo es de un intercambio y me debería gustar igualmente escuchar que se diga que Cartouche ha accedido a mi caja fuerte y comprado mil libras como oír que nuestros diputados repiten: He pagado a Alemania un tributo por mil caballos que nos ha vendido.

Pues lo que distingue la acción de Cartouche de una compra es que no ha puesto en mi caja fuerte, y con mi consentimiento, un valor equivalente a lo que ha tomado de ella.

Y lo que distingue nuestro envió de 20.000£ que hemos hecho a Alemania de un tributo pagado a esta es esto, que no ha recibido el dinero gratuitamente, sino que nos ha dado a cambio mil caballos, que hemos juzgado que valen 20.000£.

¿Merece la pena exponer seriamente tal abuso del lenguaje? Sí, pues estos términos se utilizan seriamente tanto en periódicos como en libros.

¡No dejéis que se suponga que hay casos de un mero lapsus linguae por parte de ciertos escritores ignorantes! Por cada escritor que se abstiene de usarlo así, os indicaré diez que lo admiten, y entre el resto, los D’Argout, Dupin, Villele (pares, diputados, ministros de estado), hombre en resumen cuyas palabras son leyes y cuyas mentiras, incluso las más transparentes, sirven como base para el gobierno de un país.

Un famoso filósofo moderno ha añadido a las categorías de Aristóteles la mentira que consiste en emplear una frase que incluya un petitio principii. Da muchos ejemplos y debería haber añadido la palabra tributario a su lista. De hecho, se trata de descubrir si las compras que hacen los extranjeros son útiles o dañinas. Son dañinas, decís vosotros. ¿Y por qué? Porque nos hacen tributarios del extranjero. Esto es usar una palabra que implica lo mismo que ha de probarse.

¿Puede preguntarse cómo este abuso de las palabras llegó por primera vez a ser introducido en la retórica de los monopolistas?

El dinero abandona el país para satisfacer la rapacidad de un enemigo victorioso. El dinero también abandona el país para pagar productos. Se establece una analogía entre los dos casos al tener en cuenta solo los puntos en que se parecen y dejando fuera de la vista los puntos en que difieren.

Pero esta circunstancia (es decir, el no reembolso en el primer caso y el reembolso acordado voluntariamente en el segundo) establece entre ellos tal diferencia que es realmente imposible clasificarlos en la misma categoría. Entregar cien libras por la fuerza a un hombre que te tiene atrapado por la garganta o entregarlas voluntariamente a un hombre que te da lo que quieres son cosas tan diferentes como el día y la noche. También podríais afirmar que es un asunto de indiferencia si echas tu pan al río o te lo comes, pues en ambos casos se destruye el pan. El defecto de razonar así, como al aplicarlo a la palabra tributo, consiste en declarar una completa similitud entre los dos casos, mirando solo sus puntos de similitud y dejando fuera de la vista los puntos en los que difieren.


[1]Paul-Louis Courier.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original en inglés se encuentra aquí aquí.

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