La doctrina aristocrática

0

[Gobierno omnipotente (1944)]

De entre la infinidad de afirmaciones falsas y errores factuales que conforman la estructura de la filosofía marxista, hay dos que son especialmente objetables. Marx afirma que el capitalismo causa una creciente pauperización de las masas y sostiene alegremente que los proletarios son intelectual y moralmente superiores a la burguesía estrecha de miras, corrupta y egoísta. No merece la pener gastar tiempo en refutar estos cuentos.

Los defensores de la vuelta a un gobierno oligárquico ven las cosas desde un ángulo bastante diferente. Es un hecho, dicen, que el capitalismo ha derramado el cuerno de la abundancia sobre las masas, que no saben por qué se hacen cada día más prósperas. Los proletarios han hecho todo lo que han podido para dificultar o ralentizar el ritmo de las innovaciones técnicas: han llegado incluso a destruir máquinas recién inventadas. Sus sindicatos aún se oponen hoy a toda mejora en los métodos de producción. Los empresarios y capitalistas han tenido que empujar a las masas reticentes e indispuestas hacia un sistema de producción que hace más confortables sus vidas.

Dentro de una sociedad de mercado no intervenida, continúan diciendo estos defensores de la aristocracia, prevalece una tendencia hacia una disminución de la desigualdad de rentas. Mientras el ciudadano medio se hace más rico, el emprendedor de éxito raras veces obtiene riqueza que le ponga muy por encima del nivel medio. No hay más un pequeño grupo de rentas altas y el consumo total de este grupo es demasiado insignificante como para desempeñar ningún papel en el mercado. Los miembros de la clase media alta disfrutan de un nivel de vida superior al de las masas pero asimismo sus demandas no son importantes en el mercado. Viven más confortablemente que la mayoría de sus conciudadanos, pero no son suficientemente ricos como para permitirse un nivel de vida sustancialmente diferente. Su vestido es más caro que el de los estratos inferiores, pero sigue el mismo patrón y está sujeto a las mismas modas. Sus baños y sus coches son más elegantes, pero el servicio que dan es sustancialmente el mismo. Las viejas discrepancias en patrones han disminuido hasta diferencias que en su mayor parte no son sino cosa de adorno. La vida privada del empresario o ejecutivo moderno difiere mucho menos de la de sus empleados de la vida de hace siglos del terrateniente feudal respecto de la de sus siervos.

A los ojos de estos críticos pro-aristocracia, es una consecuencia deplorable de esta tendencia hacia la igualación y el aumento en los niveles de las masas el que dichas masas desempeñen un papel activo en las actividades mentales y políticas de la nación. No solo establecen los patrones artísticos y literarios: son también supremos en política. Ahora tienen comodidades y ocio suficientes como para desempeñar un papel decisivo en asuntos comunales. Pero son demasiado estrechos de miras como para entender el sentido de las políticas sensatas. Juzgan todos los problemas económicos desde el punto de vista de su propia posición en el proceso de producción. Para ellos, los empresarios y capitalistas, en realidad la mayoría de los ejecutivos, son simplemente gente ociosa cuyos servicios podría prestar fácilmente “cualquiera capaz de leer y escribir”. La masas están llenas de envidia y resentimiento: quieren expropiar a los capitalistas y empresarios cuya falta es haberles servido demasiado bien. Están completamen
te incapacitados como para ver las consecuencias más remotas de las medidas que defienden.

Así que se inclinan por destruir las fuentes de las que deriva su prosperidad. La política de las democracias es suicida. Las turbulentas masas demandan actos que son contrarios a los mejores intereses de la sociedad y a los suyos. Se vuelven a demagogos, aventureros y charlatanes corruptos del Parlamento, que pregonan medicinas y remedios idiotas. La democracia ha generado un levantamiento de los bárbaros locales contra la razón, las políticas sensatas y la civilización. Las masas han establecido firmemente a los dictadores en muchos países europeos. Pueden tener éxito muy pronto también en Estados Unidos. El gran experimento del liberalismo y la demacración ha demostrado autoliquidarse. Ha traído la peor de las tiranías.

No es por el bien de la élite sino por la salvación de la civilización y el beneficio de las masas por lo que se necesita una reforma radical. Las rentas de los proletarios, dicen los defensores de una revolución aristocrática, tienen que recortarse y su trabajo debería hacerse más duro y más tedioso. El trabajador debería estar tan cansado después de cumplir con su tarea diaria que no pueda encontrar ocio para pensamientos y actividades peligrosas. Debe privársele del voto. Todo el poder político debe recaer en las clases superiores. Así se dejará inerme al populacho. Habrá siervos, pero contentos, agradecidos y serviciales. Lo que necesitan las masas se mantendrá bajo control. Si se las deja libres caerán fácilmente presas de las aspiraciones dictatoriales de los sinvergüenzas. Salvémoslas estableciendo a tiempo el gobierno oligárquico paternal de los mejores, de la élite, de la aristocracia.

Estas son las ideas que muchos de nuestros contemporáneos han deducido de los escritos de Burke, Dostoievsky, Nietzsche, Pareto y Michels y de la experiencia histórica de las últimas décadas. Tienes que elegir, dicen, entre la tiranía de hombres de la escoria y el gobierno benevolente de sabios reyes y aristocracias. Nunca ha habido en la historia un gobierno democrático duradero. Las repúblicas antiguas y medievales no fueron genuinas democracias: las masas (esclavos y metecos) nunca tomaron parte en el gobierno. En todo caso, estas repúblicas también acabaron en la demagogia y la decadencia. Si es inevitable el gobierno de un Gran Inquisidor, mejor que sea un cardenal romano, un príncipe borbónico o un lord británico que un aventurero sádico de baja cuna.

El principal defecto de este razonamiento es que exagera mucho el papel desempeñado por los estratos más bajos de la sociedad en la evolución hacia las perjudiciales políticas actuales. Es paradójico suponer que las masas a las que los amigos de la oligarquía describen como gentuza hayan podido se capaces de imponerse a las clases más altas, la élite de los empresarios, capitalistas e intelectuales, e imponerles su propia mentalidad.

¿Quién es el responsable de los deplorables acontecimientos de las últimas décadas? ¿Desarrollaron las nuevas doctrinas tal vez las clases bajas, los proletarios? En absoluto. Ningún proletario contribuyó en nada a la construcción de las enseñanzas antiliberales. En la raíz del árbol genealógico del socialismo moderno encontramos el nombre del depravado vástago de una de las más eminentes familias aristocráticas de la Francia real. Casi todos los padres del socialismo eran miembros de la clase media alta o profesionales. El belga Henri de Man, un socialista radical de izquierdas, hoy un no menos radical socialista por-nazi, tenía mucha razón al declarar: “Si uno aceptara las errónea expresión marxista que atribuye cada ideología social a una clase concreta, tendría que decir que el socialismo como doctrina, incluso el marxismo, es de origen burgués”. Ni el intervencionismo ni el nacionalismo viene de la “escoria”. También son productos de las clases acomodadas.

El éxito abrumador de estas doctrinas que han resultado ser tan dañinas para la cooperación social pacífica y ahora sacuden los fundamentos de nuestra civilización no es una consecuencia de las actividades de la clase baja. Los proletarios, los trabajadores y los granjeros sin duda no son culpables. Los miembros de las clases sociales superiores fueron los autores de estas ideas destructivas. Los intelectuales convirtieron a las masas a esta ideología, no la sacaron de ellas. Si la supremacía de estas doctrinas modernas es una prueba de decadencia intelectual, no demuestra que los estratos inferiores hayan conquistado a los superiores. Más bien demuestra la decadencia de los intelectuales y de la burguesía. Las masas, precisamente porque son ignorantes y mentalmente inertes, nunca han creado nuevas ideologías. Esto ha sido siempre la prerrogativa de la élite.

La verdad es que afrontamos una degeneración de toda una sociedad y no un mal limitado a algunas partes de ella.

Cuando los liberales recomiendan un gobierno democrático como el único medio para salvaguardar una paz permanente tanto en el interior como en las relaciones internacionales, no defienden el gobierno de los mediocres, de la gente de baja cuna, de los estúpidos y de los bárbaros locales, como creen algunos críticos de la democracia. Son liberales y demócratas precisamente porque desean un gobierno de los hombres mejor preparados para la tarea. Mantienen que los mejor calificados para gobernar deben demostrar sus habilidades convenciendo a sus conciudadanos, de forma que éstos les confíen voluntariamente el cargo. No siguen la doctrina militarista, común a todos los revolucionarios, de que la prueba de su cualificación es la apropiación del cargo por actos de violencia o fraude. Ningún gobernante al que le falte el don de la persuasión puede estar mucho tiempo en el cargo: es una condición indispensable de gobierno. Sería una ilusión inútil suponer que cualquier gobierno, no importa lo bueno que sea, pueda mantener se forma duradera sin consentimiento público. Si nuestra comunidad no produce hombres que tengan el poder de hacer que sean generalmente aceptados principios sociales sensatos, la civilización está perdida, cualquiera que pueda ser el sistema de gobierno.

No es verdad que los peligros del mantenimiento de la paz, la democracia, la libertad y el capitalismo sean consecuencia de una “revuelta de las masas”. Son un logro de estudiosos e intelectuales, de hijos de los acomodados, de escritores y artistas criados por lo mejor de la sociedad. En todos los países del mundo, dinastías y aristócratas han trabajado contra la libertad junto a socialistas e intervencionistas. Prácticamente todas las iglesias y sectas cristianas han adoptado los principios del socialismo y el intervencionismo. En casi todos los países, el clero favorece el nacionalismo. A pesar de que el catolicismo abarca todo el mundo, ni siquiera la Iglesia Romana ofrece una excepción. El nacionalismo de los irlandeses, los polacos y los eslovacos  es en ran medida un logro del clero. El nacionalismo francés encontró en la Iglesia su apoyo más eficaz.

Sería inútil intentar curar este mal con un retorno al gobierno de autócratas y nobles. La autocracia de los zares en Rusia y de los Borbones en Francia, España y Nápoles no fue una garantía de buena administración. Los Hohenzollern y los junkers prusianos en Alemania y los grupos gobernantes británicos han demostrado claramente su incapacidad para dirigir un país.

Si hombres indignos e innobles controlan los gobiernos de muchos países, es porque eminentes intelectuales han recomendado su gobierno: los principios de acuerdo con los cuales ejercitan sus poderes los han desarrollado doctrinarios de clase alta y han obtenido la aprobación de los intelectuales. Lo que necesita el mundo  no es una reforma constitucional, sino ideologías sensatas. Es evidente que puede hacerse que funcione satisfactoriamente cualquier sistema constitucional cuando los gobernantes son iguales a su tarea. El problema es encontrar a los hombres apropiados para el cargo.

Ni el razonamiento a priori ni la experiencia histórica han desacreditado la idea básica del liberalismo y la democracia de que el consentimiento de los gobernados sea el requisito principal del gobierno. Ni los reyes benevolentes ni las aristocracias ilustradas ni los sacerdotes o filósofos desinteresados pueden tener éxito si les falta este consentimiento. Quien quiera establecer de forma duradera un buen gobierno debe empezar por tratar de convencer a sus conciudadanos y ofrecerles ideologías sensatas. Cuando recurre a la violencia, la coacción y la compulsión en lugar de la persuasión, solo demuestra su propia incapacidad. A largo plazo, la fuerza y la amenaza no pueden aplicarse con éxito contra las mayorías. No queda esperanza para la civilización cuando las masas favorecen políticas dañinas. La élite debería ser suprema en virtud de la persuasión, no de la ayuda de los pelotones de fusilamiento.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email