No hay principios absolutos

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[Incuido en The Bastiat Collection (2011); apareció en Sofismas económicos (1845)]

No podemos maravillarnos bastante ante la facilidad con la que los hombres se resignan a continuar ignorando lo más importante que deberían conocer y puede ser cierto que esa ignorancia sea incorregible en aquellos que se aventuran a proclamar este axioma: No hay principios absolutos.

Entras en el recinto legislativo. El tema del debate es si la ley debería prohibir los intercambios internacionales o proclamar la libertad.

Un diputado se levanta y dice:

Si toleráis estos intercambios el extranjero os inundará con sus productos: Inglaterra con sus textiles, Bélgica con carbón, España con lana, Italia con seda, Suiza con ganado, Suecia con hierro, Prusia con trigo, así que ya no será posible la industria local.

Otro replica:

Si prohibís los intercambios internacionales, los distintos dones que la naturaleza a prodigado en distintos climas serán para vosotros como si no existieran. No podréis aprovechar la habilidad mecánica de los ingleses, la riqueza de las minas belgas, la fertilidad del suelo polaco, la exuberancia de los pastos suizos, la baratura de la mano de obra española, la calidez del clima italiano y deberéis obtener de una producción no rentable y mal dirigida esos productos que, mediante el intercambio, habríais conseguido mediante una sencilla producción.

Indudablemente, uno de estos diputados debe estar equivocado. ¿Pero cuál? Debemos tener cuidado de no errar en el tema, pues no es un asunto meramente de opinión abstracta. Tenéis que elegir entre dos caminos y uno de ellos lleva necesariamente a la pobreza.

Para acabar con el dilema, se nos dice que no hay principios absolutos.

Este axioma, que esta muy de moda hoy en día, no solo tolera la indolencia, sino que satisface la ambición.

Si la teoría de la prohibición llega a prevalecer o si la doctrina del libre comercio llega a triunfar, un breve decreto constituiría todo nuestro código económico. En el primer caso, la ley proclamaría que están prohibidos todos los intercambios con países extranjeros; en el segundo, que son libres todos los intercambios con países extranjeros; y muchos personajes grandes y distinguidos perderían así su importancia.

Pero si el intercambio no posee un carácter que sea peculiar, si no está dirigido por ningún derecho natural, si caprichosamente puede ser a veces útil y a veces perjudicial, si no encuentra fuerza motivadora en el bien que logra y límite en el bien que deja de lograr, si sus consecuencias no pueden ser estimadas por aquellos a los que afectan los intercambios, en una palabra, si no hay principios absolutos, debemos proceder a sopesar, equilibrar y regular las transacciones, debemos igualar las condiciones laborales y tratar la tasa media de beneficios, una tarea colosal, que bien merece los grandes emolumentos y la poderosa influencia con la que se recompensa a quienes la asumen.

Al entrar en París, durante una visita, me dije: aquí tenemos a un millón de seres humanos que morirían en poco tiempo si dejaran de fluir provisiones de todo tipo hacia esta gran metrópoli. La imaginación se queda perpleja cuando trata de apreciar la vasta multiplicidad de productos que deben entrar mañana a través de las barreras para impedir que los habitantes caigan presa de las convulsiones del hambre, la rebelión y el pillaje. Y aun así todos duermen en este momento y sus pacíficos sueños no se ven perturbados un solo instante por la perspectiva de esta terrible catástrofe. Por otro lado, ochenta departamentos han estado trabajando hoy, sin concertarse, sin ninguna comprensión mutua, para aprovisionar París. ¿Cómo trae cada día sucesivo lo que se quiere, ni más ni menos, a un mercado tan gigantesco?

¿Cuál es entonces el ingenioso y secreto poder que gobierna la asombrosa regularidad de movimientos tan complicada, una regularidad en la que todos tienen una fe implícita, aunque estén en juego la felicidad e incluso la vida? Ese poder es un principio absoluto, el principio de libertad en las transacciones. Tenemos fe en que la luz interior que la Providencia ha puesto en el corazón de todos los hombres y a la cual ha confiado la preservación y la mejora infinita de nuestra especia, que es la consideración del interés personal (ya que debemos darle su nombre correcto), un principio tan activo, tan vigilante, tan precavido, cuando es libre en su acción.

¿En qué situación, preguntaría yo, estarían los habitantes de París si un ministro debiera tener todo esto en su cabeza para sustituir este poder por la combinación de su propio genio, por muy superior que pudiésemos suponer que fuera, si enseñara a someter a su dirección suprema este prodigioso mecanismo, para tener en sus manos todos sus hilos, para decidir quién y de qué manera o en qué condiciones, debe producirse, transportarse, intercambiarse y consumirse todo lo necesario?

Es verdad que puede haber mucho sufrimiento dentro de los muros de París (pobreza, desesperación, tal vez hambre, haciendo que afloren más lágrimas que las que la ardiente caridad es capaz de enjuagar), pero afirmo que es probable, no, es cierto que la intervención arbitraria del gobierno multiplicaría infinitamente esos sufrimientos y extendería sobre todos nuestros conciudadanos esos males que actualmente afectan solo a un pequeño número de ellos.

Luego esta fe, que se basa en un principio, cuando la cuestión se refiere solo a nuestras transacciones internas, ¿por qué no se retiene cuando se aplica el mismo principio a nuestras transacciones internacionales, que son indudablemente menos numerosas, menos delicadas y menos complicadas?

Y si no necesario que el ayuntamiento deba regular nuestras industrias parisinas, evaluar nuestras posibilidad, equilibrar nuestras pérdidas y ganancias, ver cómo no se agota nuestro medio circulante e igualar las condiciones de trabajo de nuestra mano de obra local, ¿por qué debería ser necesario que la aduana, alejándose de sus tareas fiscales, deba pretender ejercitar una acción protectora sobre nuestro comercio externo?

Publicado el 15 de octubre de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original en inglés se encuentra aquí.