Teoría frente a práctica

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[Incuido en The Bastiat Collection (2011); apareció en Sofismas económicos (1845)]

Como defensores del libre comercio, se nos acusa de ser teóricos y de no tener en cuenta suficientemente la práctica. “Qué temibles prejuicios se albergaban contra Mr. Say”, dice Mr. Ferrier,

por parte de esa larga hilera de distinguidos administradores y esa imponente falange de autores que disentían de sus opiniones y Mr. Say no los desconocía. Oíd lo que dice: Se ha alegado en defensa de errores de larga duración que debe haber algún fundamento para las ideas que han sido adoptadas por todas las naciones. ¿No tendríamos que desoír observaciones y razonamientos que van contra la opiniones que se han sostenido hasta nuestro tiempo y han sido considerados como sensatos por tantos hombres notables por su ilustración y sus buenas intenciones? Concedo que este argumento está calculado para producir una impresión profunda y puede haber generado dudas acerca de puntos que consideramos completamente incontestables, si no hubiéramos visto, a veces, opiniones de lo más falsas y ahora reconocidas generalmente como falsas, recibidas y profesadas por todos durante una larga serie de eras. No hace mucho, todas las naciones, de la más primitiva a la más ilustrada, y todos los hombres, desde el portero al erudito, admitían la existencia de cuatro elementos. Nadie pensaba en contestar a esa doctrina, que, sin embargo, es falsa, hasta el  punto que el asistente más verde a un aula de naturalismo tendría vergüenza en decir que considera tierra, agua y fuego como elementos.[1]

Sobre esto, Mr. Ferrier apunta:

Si Mr. Say piensa responder así a la muy fuerte objeción que indica, está singularmente equivocado. El que los hombres, por lo general bien informados, deban haber estado equivocados durante siglos sobre ciertos aspectos de la historia natural se entiende fácilmente y no prueba nada. Agua, aire, tierra y fuego, sean o no elementos, no los hacen menos útiles para el hombre. (…) Esos errores no tienen importancia: no llevan a ninguna conmoción popular, ni incomodidad en la mente pública, no van contra ningún interés pecuniario y es por esta razón por lo que sin sentir ninguna incomodidad pueden perdurar durante mil años. El mundo físico continúa como si no existieran. ¿Pero puede decirse lo mismo de los errores en el mundo moral? ¿Podemos concebir un sistema de administración que se descubra como completamente falso y por tanto dañino, deba ser seguido en muchas naciones durante siglos, con la aprobación general de todos los hombres bien informados? ¿Puede explicarse cómo un sistema así pudo existir con la prosperidad en constante crecimiento de las naciones? Mr. Say admite que el argumento que combate es apropiado para crear una impresión profunda. Si, ciertamente, y la impresión se mantiene, pues Mr. Say más bien ha profundizado en ella en lugar de eliminarla.

Escuchemos lo que dice Mr. de Saint-Chamans sobre el mismo tema:

Fue solo a mediados del siglo pasado, de ese siglo XVIII que expuso todos los temas y todos los principios a una libre discusión, cuando estos proveedores especulativos de ideas, aplicadas por ellos a todas las cosas sin real realmente aplicables a nada, empezaron a escribir sobre economía política. Existía previamente un sistema economía política que no se encontraba en los libros, sino que se había puesto en operación práctica por los gobiernos. Se dice que lo inventó Colbert y fue adoptado como norma por todas las naciones de Europa. Lo singular es que, a pesar de desprecios y las maledicencias, a pesar de todos los descubrimientos de la escuela moderna, sigue operando en la práctica. Este sistema, que nuestros autores han calificado como el sistema mercantil, estaba pensado para (…) Impedir, mediante prohibiciones o cargas a las importaciones, la entrada de productos extranjeros que podrían arruinar a nuestras propias manufacturas con su competencia. Escritores económicos de todas las escuelas[2] han declarado este sistema insostenible, absurdo y calculado para empobrecer a cualquier país. Se ha prohibido en todos sus libros y se le ha obligado a tomar refugio en la legislación práctica de todas las naciones. No pueden concebir por qué, en mediciones relativas a la riqueza nacional, los gobiernos no deberían seguir el consejo y opiniones de autores con formación, en lugar de confiar en su experiencia de los formados trabajando en un sistema que ha estado operando durante mucho tiempo. Sobre todo, no pueden concebir  por qué el gobierno francés debería, en cuestiones económicas, resistirse al progreso de la ilustración y mantener en su práctica estos viejos errores, que han expuesto todos nuestros escritores económicos. Pero basta de este sistema mercantil, que no tiene a su favor nada más que hechos y no es defendido por ningún escritor especulativo.[3]

Un lenguaje así llevaría a uno a suponer que al demandar para todos la libre disposición de su propiedad, los economistas están proponiendo algún sistema nuevo, algún orden social nuevo, extraño y quimérico, una especie de falansterio, acuñado en la ceca de su propio cerebro y son precedentes en los anales de la raza humana. A mí me parecería que si tenemos aquí algo ficticio o contingente, ha de encontrarse, no en la libertad, sino en la protección, no en el libre poder de intercambio, sino en aranceles de aduanas empleados para cambiar artificialmente el curso natural de las remuneraciones.

Pero nuestra tarea actual no es comparar o pronunciarnos entre los dos sistemas, sino investigar cuál de las dos se basa en la experiencia.

Los defensores del monopolio mantienen que los hechos están de su lado y que del nuestro solo tenemos la teoría.

Consideran que esta larga serie de actos públicos, esta vieja experiencia de Europa, que invocan, se ha presentado como algo muy formidable para la mente de Mr. Say y concedo que no la ha refutado con su característica sagacidad. Por mi parte, no estoy dispuesto a conceder a los monopolistas el dominio de los hechos, pues solo tienen a su favor hechos que son forzados o excepcionales y oponemos a éstos hechos que son universales, los actos libres y voluntarios de la humanidad en su conjunto.

¿Qué decimos nosotros y qué dicen ellos?

Nosotros decimos: “Deberíais comprar a otros no que no podáis hacer vosotros mismos salvo con un mayor gasto”.

Y ellos dicen: “Es mejor que hagáis vosotros mismos las cosas, aunque os cuesten más que el precio al que podríais comprarlas a otros”.

Ahora, caballeros, dejando aparte teorías, argumentos, demostraciones (todo lo cual parce afectaros hasta la náusea), ¿cuál de estas dos afirmaciones tiene de su lado la sanción de la práctica universal?

Visitad a vuestros amigos, vuestros talleres, vuestras forjas, vuestros almacenes; mirad arriba, abajo y a vuestro alrededor; mirad lo que pasa en vuestras propias casas; fijaos en vuestros propios actos y decid cuál es el principio que guía a estos trabajadores, artesanos y mercaderes, decid cuál es vuestra propia práctica personal.

¿Fabrica el granjero su propia ropa? ¿Produce el sastre el grano que consume? ¿Continúa vuestra ama de llaves haciendo vuestro pan en casa, después de descubrir que puede comprarlo más barato al panadero? ¿Dejáis la pluma por el cepillo para ahorraros pagar el tributo al limpiabotas? ¿No se basa toda la economía de la sociedad en la división de empleos, la división del trabajo, en una palabra, en el intercambio? ¿Y qué es el intercambio sino un cálculo que hacemos con vistas a abandonar la producción directa en todos los casos en que lo encontramos posible y en los que la adquisición indirecta nos permite ahorrar tiempo y esfuerzos?

Por tanto, no sois vosotros los hombres  de la práctica, ya que no podéis apuntar a un solo ser humano que actúe bajo vuestros principios.

Pero diréis que nunca pretendisteis hacer de vuestro principio una norma para las relaciones individuales. Comprendemos perfectamente que esto será quebrar los vínculos sociales y obligaría a los hombres a vivir como caracoles, cada uno en su propia concha. Todo lo que decimos es que nuestro principio regula de hecho las relaciones que se producen entre distintas aglomeraciones de la familia humana.

Bueno, yo afirmo que este principio sigue siendo erróneo. La familia, la comuna, el cantón, el departamento, la provincia son muchas aglomeraciones que, sin ninguna excepción, rechazan en la práctica vuestro principio y nunca parecen haber soñado con actuar según él. Todas consiguen, por medio del intercambio, esas cosas que les costaría más conseguir produciéndolas. Y las naciones harían lo mismo, si no las obstaculizarais por la fuerza.

Así que somos nosotros los hombres de la práctica y la experiencia, pues oponemos a las restricciones que habéis impuesto excepcionalmente sobre ciertos intercambios internacionales la práctica y experiencia de todos los individuos y todas las aglomeraciones de individuos cuyos actos son voluntarios y pueden por consiguiente aducirse como evidencias. Pero empezáis limitando, dificultando, y luego tomáis actos que son obligatorios o están prohibidos, para permitiros exclamar: “¡Tenemos la práctica y la experiencia de nuestro lado!”

Arremetéis contra nuestra doctrina e incluso las teorías en general. Pero cuando establecéis un principio en oposición al nuestro, tal vez imaginéis que no estáis procediendo con una teoría. Quitar esa idea de vuestras cabezas. De hecho, formas una teoría igual que nosotros, pero entre vuestra teoría y la nuestra existe esta diferencia:

Nuestra teoría consiste meramente en observar hechos universales, opiniones universales, cálculos y formas de proceder que prevalecen universalmente y al clasificar estas y coordinarlas, para conseguir que se entiendan más fácilmente.

Nuestra teoría tiene tan poca oposición en la práctica que no es sino práctica explicada. Observamos a hombres actuando como si se movieran por el instinto de la autoconservación y el deseo de progreso y a lo que hacen así libre y voluntariamente lo denominamos economía política o social. No podemos dejar de repetir que cada hombre individual es en la práctica un excelente economista, produciendo o intercambiando como le parezca que le interese más producir o intercambiar. Cada uno, por experiencia, se educa en esta ciencia o más bien la propia ciencia es solo esta misma experiencia adecuadamente observada y metódicamente explicada.

Pero en nuestro bando construís una teoría en el peor sentido de la palabra. Imagináis, inventáis un curso de acción que no se ve refrendado por la práctica de ningún hombre viviente bajo el dosel del cielo y luego invocáis la ayuda para la limitación y la prohibición. Es bastante necesario que debáis recurrir a la fuerza, pues deseáis que renuncien a esta ventaja y actúen de acuerdo con una doctrina que implica una contradicción en los términos.

Os desafío a que toméis la doctrina, que reconocéis que sería absurda en las relaciones de los individuos, y la extendáis, incluso en especulación, a transacciones entre familias, comunidades o provincias. Vosotros mismos admitís que es solo aplicable a relaciones internacionales.

Esa es la razón por la que estáis obligados a seguir repitiendo: “No hay principios absolutos ni reglas inflexibles. Lo que es bueno para una persona, una familia, una provincia, es malo para una nación. Lo que es bueno en detalle (es decir, comprar en lugar de producir, cuando comprar es más ventajoso que producir) es malo en general. La economía política de las personas no es la de la nación” y otras tonterías por el estilo.

¿Y a dónde nos lleva todo esto? Miradlo más de cerca. ¡La intención es demostrar que nosotros, los consumidores, somos de vuestra propiedad! ¡Que somos vuestros en cuerpo  y alma! ¡Que tenéis un derecho exclusivo sobre nuestros estómagos y miembros! ¡Que os corresponde a vosotros alimentarnos y vestirnos en vuestros propios términos, sea cual sea vuestra ignorancia, capacidad o rapacidad!

No, no sois hombres de práctica, sois hombres de abstracción… y de extorsión.


[1] De l’Administration Commerciale opposée a l’Economie Politique, p. 5.

[2] No nos atreveríamos a decir que sea un “temible prejuicio” contra Ferrier y Saint-Chamans, el que “economistas de todas las escuelas”, es decir, todos los que hayan estudiado la cuestión, deberían haber llegado a la conclusión de que, después de todo, la libertad es mejor que la limitación y que las leyes de Dios son más sabias que las de Colbert.

[3] Du Systeme de l’Impot, de Mr. Le Vicomte de Saint-Chamans, p. II.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original en inglés se encuentra aquí.

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